Noviembre-Diciembre 2002, Nueva época No. 59-60 Xalapa • Veracruz • México
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Manifiesto del surrealismo
André Breton

Tanto va la creencia a la vida, a lo que la vida tiene de más precario, la vida real quiero decir, que al fin esa creencia se pierde. El hombre, ese soñador definitivo, día a día más descontento de su suerte, pasa penosamente revista a los objetos que se ha visto empujado a usar, y que le han sido entregados por su incuria, o por su esfuerzo, por su esfuerzo casi siempre, pues ha consentido en trabajar, por lo menos no le ha repugnado tentar su suerte (¡lo que él llama su suerte!). Una gran modestia es ahora su sino: sabe qué mujeres ha conseguido, en qué aventuras risibles se ha sumido; su riqueza o su pobreza no son nada para él, sigue siendo a este respecto el niño que acaba de nacer y, en cuanto a la aprobación de su conciencia moral, admito que prescinde fácilmente de ella. Si conserva alguna lucidez, no puede sino volverse entonces hacia su infancia que, por muy devastada que haya sido gracias a los amaestradores, no le parece menos llena de encantos. Allí, la ausencia de todo rigor conocido le deja la perspectiva de varias vidas llevadas a la vez; se arraiga en esa ilusión; ya no quiere conocer sino la facilidad momentánea, extrema, de todas las cosas. Cada mañana, algunos niños parten sin inquietud. Todo está cerca, las peores condiciones materiales son excelentes. Los bosques son blancos o negros, no dormirá uno nunca.
Pero es cierto que no podría irse tan lejos, no se trata sólo de la distancia. Las amenazas se acumulan, cede uno, abandona uno una parte del terreno por conquistar. Esa imaginación que no admitía límites, ya no se le permite ejercerse sino según las leyes de una utilidad arbitraria; es incapaz de asumir por mucho tiempo ese papel inferior y, alrededor del vigésimo año, prefiere, en general, abandonar al hombre a su destino sin luz.
Podrá tratar más tarde, aquí y allá, de rehacerse, habiendo sentido que le van faltando poco a poco todas las razones de vivir: incapaz como ha llegado a ser de encontrarse a la altura de una situación excepcional tal como el amor, difícilmente lo logrará. Es que pertenece ahora en cuerpo y alma a una imperiosa necesidad práctica, que no tolera que se la pierda de vista. Todos sus gestos carecerán de amplitud; todas sus ideas, de envergadura. No se representará, de lo que le sucede y puede sucederle, sino lo que liga ese acontecimiento a una multitud de acontecimientos semejantes, acontecimientos en los que no ha tomado parte, acontecimientos fallidos. Qué digo, lo juzgará por relación a uno de esos acontecimientos, más tranquilizador en sus consecuencias que los otros. No verá en él, bajo ningún pretexto, su salvación.
Querida imaginación, lo que me gusta sobre todo de ti es que no perdonas.
La sola palabra libertad es todo lo que aún me exalta. La creo apropiada para mantener, indefinidamente, el viejo fanatismo humano. Responde sin duda a mi única aspiración legítima. Entre tantas desgracias que heredamos, no hay más remedio que reconocer que se nos deja la mayor libertad de espíritu. A nosotros nos toca no malemplearla gravemente. Reducir la imaginación a la esclavitud, aun cuando nos fuese en ello eso que llaman groseramente la felicidad, es hurtarse a todo lo que uno encuentra, en el fondo de uno mismo, de justicia suprema. Sólo la imaginación me da cuenta de lo que puede ser, y esto basta para levantar un poco el terrible interdicto; basta también para que me entregue a ella sin temor de engañarme (como si pudiese uno engañarse más). ¿Dónde empieza a hacerse mala y dónde se detiene la seguridad del espíritu? Para el espíritu, la posibilidad de errar ¿no es más bien la contingencia del bien?
Queda la locura, “la locura a la que se encierra”, como se ha dicho con acierto. Ésa o la otra… Todo el mundo sabe, en efecto, que los locos no deben su reclusión sino a un pequeño número de actos legalmente reprensibles, y que, a falta de esos actos, su libertad (lo que vemos de su libertad) no podría estar en juego. Que sean, en una u otra medida, víctimas de su imaginación, estoy dispuesto a concederlo, en el sentido de que los empuja a la inobservancia de ciertas reglas, fuera de las cuales el género se siente amenazado, cosa que todo hombre se espera que sepa. Pero el profundo desprendimiento que manifiestan respecto de la crítica que ejercemos sobre ellos, e incluso de los castigos diversos que les son infligidos, permite suponer que sacan gran consuelo de su imaginación, que saborean su delirio lo bastante para soportar que no sea válido más que para ellos. Y, de hecho, las alucinaciones, las ilusiones, etcétera, no son una fuente despreciable de goce. La sensualidad mejor ordenada encuentra en ellas su parte y sé que yo domesticaría muchas noches esa linda mano que, en las últimas páginas de La inteligencia, de Taine, se entrega a tan curiosas fechorías. Las confidencias de los locos, podría pasarme la vida provocándolas. Son gentes de una honestidad escrupulosa, y cuya inocencia sólo con la mía puede compararse. Fue preciso que Colón partiese con unos locos para descubrir América. Y vean cómo tomó cuerpo esa locura, y cómo ha durado. […]
Vivimos todavía bajo el reino de la lógica, a esto es, claro, a lo que quería llegar. Pero los procedimientos lógicos, en nuestros días, ya no se aplican sino a la resolución de problemas de interés secundario. El racionalismo absoluto que sigue estando de moda sólo permite considerar hechos que dependen estrechamente de nuestra experiencia. Los fines lógicos, en cambio, se nos escapan. Inútil añadir que a la experiencia misma se le han asignado sus límites. Da vueltas en una jaula de la que es cada vez más difícil hacerla salir. Se apoya, también ella, en la utilidad inmediata, y está custodiada por el sentido común. Bajo la capa de la civilización, bajo el pretexto del progreso, se ha llegado a excluir del espíritu todo lo que puede tildarse a tuertas o a derechas de superstición, de quimera; a proscribir todo modo de investigación de la verdad que no esté conforme con el uso. Ha sido gracias a la mayor casualidad, en apariencia, como recientemente se ha vuelto a sacar a la luz una parte del mundo intelectual, a mi entender la más importante con mucho, de la que fingíamos ya no preocuparnos. Hay que dar gracias por ello a los descubrimientos de Freud. Sobre la fe de esos descubrimientos, una corriente de opinión se dibuja, por fin, a favor de la cual el explorador humano podrá llevar más lejos sus investigaciones, autorizado como estará a no tener ya únicamente en cuenta las realidades sumarias. La imaginación está quizá a punto de recobrar sus derechos. Si las profundidades de nuestro espíritu ocultan extrañas fuerzas capaces de aumentar las de la superficie, o de luchar victoriosamente contra ellas, hay el mayor interés en captarlas, en captarlas primero, para someterlas después, dado el caso, al control de nuestra razón. Los analistas mismos no podrían sino ganar con ello. Pero importa observar que ningún medio está designado a priori para la conducción de esa empresa, que hasta nueva orden puede considerarse lo mismo de la incumbencia de los poetas que de los hombres de ciencia y que su éxito no depende de las vías más o menos caprichosas que se sigan.
Fue un gran acierto de Freud dirigir su crítica hacia el sueño. Es inadmisible, en efecto, que esa parte considerable de la actividad psíquica (puesto que, por lo menos desde el nacimiento del hombre hasta su muerte, el pensamiento no presenta ninguna solución de continuidad, la suma de los momentos de sueño, desde el punto de vista del tiempo, incluso no considerando más que el sueño puro, el del dormido, no es inferior a la suma de los momentos de realidad, limitémonos a decir: de los momentos de vigilia) haya acaparado tan poco hasta ahora la atención. La extrema diferencia de importancia, de gravedad, que presentan para el observador ordinario los acontecimientos de la vigilia y los del sueño ha sido siempre para mí motivo de asombro. Es que el hombre, cuando cesa de dormir, es ante todo juguete de su memoria, y que en estado normal ésta se complace en retrazarle débilmente las circunstancias del sueño, y en hacer partir el único determinante del punto en que cree haberlo dejado unas horas antes: esa esperanza firme, esa preocupación. Tiene la ilusión de continuar algo que vale la pena de continuarse. El sueño se encuentra así reducido a un paréntesis, como la noche. Y en general no es mejor consejero que ella. Este singular estado de cosas me parece imponer algunas reflexiones:
lº En los límites en que se ejerce (en que se cree que se ejerce), según toda apariencia el sueño es continuo y muestra rastros de organización. La memoria sola se arroga el derecho de hacer en él cortes, de no tener en cuenta las transiciones y de representarnos una serie de sueños más bien que el sueño. Del mismo modo, no tenemos en todo instante de las realidades sino una figuración distinta, cuya coordinación es asunto de voluntad.1 Lo que importa observar es que nada nos permite inducir una mayor disipación de los elementos constitutivos del sueño. Lamento hablar de ello según una fórmula que excluye al sueño, en principio. ¿Para cuándo los lógicos, los filósofos durmientes? Quisiera dormir, para poder entregarme a los durmientes, como me entrego a los que me leen, con los ojos bien abiertos; para dejar de hacer prevalecer en esa materia el ritmo consciente de mi pensamiento. Mi sueño de esta noche pasada tal vez prosiga el de la noche precedente, y sea proseguido la próxima noche, con un rigor meritorio. Es muy posible, como dicen. Y como no está probado en absoluto que, al hacerlo, la “realidad” que me ocupa subsista en el estado de sueño, que no se hunda en lo inmemorial, ¿por qué no habría de conceder al sueño lo que le niego a veces a la realidad, o sea ese valor de certidumbre en sí misma que, en su tiempo, no está expuesta a un mentís? ¿Por qué no habría de esperar más del índice del sueño que lo que espero de un grado de conciencia cada día más elevado? ¿El sueño no puede aplicarse, también él, a la resolución de las cuestiones fundamentales de la vida? ¿Estas cuestiones son las mismas en un caso que en el otro y, en el sueño, son, para empezar? ¿Está el sueño menos preñado de sanciones que el resto? Envejezco y, más que esa realidad a la que creo sujetarme, tal vez es el sueño, la indiferencia en que lo relego, lo que me hace envejecer.
2º Vuelvo otra vez al estado de vigilia. Me veo obligado a considerarlo como un fenómeno de interferencia. No sólo el espíritu da pruebas, en estas condiciones, de una extraña tendencia a la desorientación (es la historia de los lapsus y de los errores de todas clases cuyo secreto empieza a revelársenos), sino que además no parece, en su funcionamiento normal, obedecer a algo muy diferente de las sugestiones que le vienen de esa noche profunda por la cual lo recomiendo. Por muy bien condicionado que esté, su equilibrio es relativo. Apenas se atreve a expresarse y, si lo hace, es para limitarse a comprobar que tal idea, tal forma le produce efecto. Cuál sea este efecto, sería completamente incapaz de decirlo, y con ello da la medida de su subjetivismo, y nada más. Esta idea, esta mujer lo turba, lo inclina hacia una menor severidad. Tiene la acción de aislarlo un segundo de su disolvente y depositarlo en el cielo, a fuer del bello precipitado que puede ser, que es. A la desesperada, invoca entonces el azar, divinidad más oscura que las otras, a la que atribuye todos sus extravíos. ¿Quién me dice que el ángulo en que se presenta tal idea que le conmueve, lo que le gusta en el ojo de tal mujer no es precisamente lo que lo liga a su sueño, lo encadena a datos que por su propia culpa ha perdido? Y si no fuera así, ¿de qué tal vez no sería capaz? Quisiera entregarle la llave de ese corredor.
3º El espíritu del hombre que sueña se satisface plenamente con lo que le sucede. La angustiosa cuestión de la posibilidad ya no se plantea. Mata, vuela más aprisa, ama cuanto quieras. Y si mueres, ¿no estás seguro de despertar de entre los muertos? Déjate llevar, los acontecimientos no toleran que los difieras. No tienes nombre. La facilidad de todo es inapreciable.
¿Qué razón, pregunto, razón hasta tal punto más amplia que la otra, confiere al sueño esa andadura natural, me hace acoger sin reservas una multitud de acontecimientos cuya extrañeza en el momento en que escribo me fulminaría? Y sin embargo puedo creer a mis ojos, a mis orejas; ese hermoso día ha llegado, ese animal ha hablado.
Si el despertar del hombre es más duro, si rompe demasiado bien el hechizo, es que lo han empujado a hacerse una pobre idea de la expiación.
4º Desde el momento en que sea sometido a un examen metódico, en que, por medios que falta determinar, se llegue a darnos cuenta del sueño en su integridad (y eso supone una disciplina de la memoria que abarca generaciones; empecemos con todo por registrar los hechos sobresalientes), en que su curva se desarrolle con una regularidad y una amplitud sin par, puede esperarse que los misterios que no lo son dejarán su lugar al gran Misterio. Creo en la resolución futura de esos dos estados, en apariencia tan contradictorios, que son el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, de super realidad, si así puede decirse. A su conquista voy, seguro de no alcanzarla pero demasiado despreocupado de mi muerte para no suputar un poco las alegrías de semejante posesión.
Se cuenta que cada día, en el momento de dormirse, Saint-Pol-Roux no hace mucho hacía colocar en la puerta de su residencia de Camaret un letrero en el que podía leerse: EL POETA TRABAJA.
Habría todavía mucho que decir pero, de pasada, he querido tan sólo rozar un tema que necesitaría por sí solo una larguísima exposición y mucho más rigor; volveré sobre ello. Por esta vez, mi intención era la de hacer justicia frente al odio de lo maravilloso que domina en ciertos hombres, frente a esa ridiculez en que quieren hacerlo caer. Digámoslo sin rodeos: lo maravilloso es siempre bello, cualquier clase de maravilloso es bello, y aun lo maravilloso es lo único bello que hay.
[…]
El hombre propone y dispone. Sólo de él depende pertenecerse por entero, es decir, mantener en estado anárquico la banda cada día más temible de sus deseos. La poesía le enseña eso. Lleva en sí la compensación perfecta de las miserias que soportamos. Puede ser también una ordenadora, apenas bajo el efecto de una decepción menos íntima se nos ocurra tomarla a lo trágico. ¡Llegue el tiempo en que ella decrete el fin del dinero y rompa ella sola el pan del cielo para la tierra! Habrá todavía asambleas en las plazas públicas, movimientos en los que no esperasteis tomar parte. ¡Adiós a las selecciones absurdas, a los sueños de abismo, a las rivalidades, a las largas paciencias, a la fuga de las estaciones, al orden oficial de las ideas, a la rampa del peligro, al tiempo para todo! Tómese tan sólo el trabajo de practicar la poesía. ¿No nos toca a nosotros, que ya vivimos de ella, tratar de hacer prevalecer lo que consideramos como nuestro más amplio terreno de información?
No importa si hay alguna desproporción entre esta defensa y la ilustración que la siga. Se trataba de remontar a las fuentes de la imaginación poética y, más aún, de mantenerse en ellas. Lo cual no pretendo haber hecho. Hay que arrogarse muchas cosas para querer establecerse en esas regiones remotas donde al principio todo parece salir tan mal, y con más razón para querer llevar allí a alguien. Y aun no se está nunca seguro de estar allí del todo. Si no está uno a gusto, tiene uno los mismos motivos para detenerse en cualquier otro lugar. En todo caso una flecha indica ahora la dirección de esos países y la consecución de la meta verdadera ya no depende sino de la resistencia del viajero.
El camino que se siguió, salvo pocos detalles, es conocido. He tenido cuidado de relatar, en el transcurso de un estudio sobre el caso de Robert Desnos, titulado: Entrée des médiums,2 que me había visto conducido a “fijar mi atención sobre frases más o menos parciales que, en plena soledad, al acercarse el sueño, se hacen perceptibles para el espíritu sin que sea posible descubrirles una determinación previa”. Acababa de intentar entonces la aventura poética con el mínimo de probabilidades, es decir, que mis aspiraciones eran las mismas que hoy, pero tenía fe en la lentitud de elaboración para salvarme de contactos inútiles, de contactos que reprobaba grandemente. Era éste un pudor del pensamiento del que todavía me queda algo. Al final de mi vida, lograré sin duda difícilmente hablar como se habla, excusar mi voz y el pequeño número de mis gestos. La virtud de la palabra (de la escritura: mucho más) me parecía residir en la facultad de abreviar de manera impresionante la exposición (puesto que había exposición) de un pequeño número de hechos, poéticos o de otra especie, de los que yo me convertía en la sustancia. Me había figurado que Rimbaud no procedía de otra manera. Componía, con una preocupación de variedad digna de mejor causa, los últimos poemas de Mont de piété, es decir, que lograba sacar de las líneas blancas de ese libro un partido increíble. Esas líneas eran el ojo cerrado sobre operaciones del pensamiento que yo creía que debía sustraer al lector. No era trampa de mi parte, sino deseo de atropellar. Obtenía la ilusión de una complicidad posible, de la que cada vez podía prescindir menos. Me había puesto a mimar inmoderadamente a las palabras por el espacio que admiten en su derredor, por sus tangencias con otras palabras innumerables que no pronunciaba. El poema “Selva Negra” corresponde exactamente a este estado de espíritu. Tardé seis meses en escribirlo y puede creérseme que no descansé un solo día. Pero iba en ello la estima que me tenía a mí mismo entonces, ¿acaso no es bastante?, me comprenderán. Me gustan estas confesiones estúpidas. En aquel tiempo, la pseudopoesía cubista trataba de implantarse, pero había salido desarmada del cerebro de Picasso, y en lo que a mí toca se me consideraba aburrido como la lluvia (todavía se me considera). Sospechaba por lo demás que desde el punto de vista poético había tomado el camino errado, pero salvaba la fachada como podía, desafiando al lirismo a fuerza de definiciones y de recetas (los fenómenos Dadá no habrían de tardar en producirse) y haciendo como que buscaba una aplicación de la poesía en la publicidad (pretendía que el mundo acabaría, no por medio de un bello libro, sino por medio de un bello anuncio del infierno o del cielo).
Por la misma época, un hombre, por lo menos tan aburrido como yo, escribía:
“La imagen es una creación pura del espíritu.
“No puede nacer de una comparación, sino del acercamiento de dos realidades más o menos alejadas.
“Cuanto más lejanas y justas sean las relaciones de las dos realidades acercadas, más fuerte será la imagen —más poder emotivo y realidad poética tendrá… etcétera.”3
Estas palabras, aunque sibilinas para los profanos, eran reveladores muy fuertes y yo las medité mucho tiempo. Pero la imagen me huía. La estética de Reverdy, estética toda ella a posteriori, me hacía tomar los efectos por las causas. Fue en esas circunstancias cuando me vi llevado a renunciar a mi punto de vista.
Una noche, pues, antes de dormirme, percibí, netamente articulada hasta el punto de que era imposible cambiarle una sola palabra, una frase bastante extraña que me llegaba sin llevar ningún rastro de los acontecimientos en los que, según mi conciencia, me encontraba mezclado en aquel instante, frase que me pareció insistente, frase me atrevería a decir, que golpeaba en el vidrio. Tomé rápidamente noción de ello y me disponía a pasar a otra cosa cuando su carácter orgánico me retuvo. En verdad aquella frase me asombraba; desgraciadamente no la he conservado en la memoria hasta hoy, era algo como: “Hay un hombre cortado en dos por la ventana”, pero no podía tolerar ningún equívoco, acompañada como lo estaba de la débil representación visual de un hombre que caminaba y que estaba partido a media altura por una ventana perpendicular al eje de su cuerpo. Sin duda se trataba del simple enderezamiento en el espacio de un hombre que está asomado a una ventana. Pero puesto que esa ventana había seguido el desplazamiento del hombre, me di cuenta de que me encontraba frente a una imagen de un tipo bastante raro y pronto no tuve otra idea sino la de incorporarla a mi material de construcción poética. Apenas le hube concedido ese crédito, por lo demás, cuando dio lugar a una sucesión apenas intermitente de frases que me sorprendieron poco menos y que me dejaron bajo la impresión de una gratuidad tal que el imperio que había mantenido hasta entonces sobre mí mismo me pareció ilusorio y que ya no pensé en otra cosa que en poner fin a la interminable querella que tiene lugar en mí.
Totalmente ocupado con Freud como lo estaba todavía en aquella época y familiarizado con sus métodos de examen que había tenido hasta cierto punto ocasión de practicar en enfermos durante la guerra, resolví obtener de mí lo que se intenta obtener de ellos, o sea un monólogo de chorro tan rápido como sea posible, sobre el cual el espíritu crítico del sujeto no ejerza ningún juicio, que no se embarace, por consiguiente, con ninguna reticencia, y que sea tan exactamente como se pueda el pensamiento hablado. Me había parecido, y me sigue pareciendo —la manera en que me había llegado la frase del hombre cortado daba fe de ello—, que la velocidad del pensamiento no es superior a la de la palabra, y que no desafía forzosamente a la lengua, ni siquiera a la pluma que corre… Fue con ese ánimo como Philippe Soupault, a quien había participado esas primeras conclusiones, y yo, nos dispusimos a hacer correr la tinta, con un loable desprecio de lo que pudiese resultar de ello literariamente. La facilidad de realización hizo lo demás. Al final del primer día podíamos leernos unas cincuenta páginas obtenidas por ese medio, empezar a comparar nuestros resultados. En conjunto, los de Soupault y los míos presentaban una notable analogía: mismo vicio de construcción, desfallecimientos de la misma naturaleza, pero también, de una y otra parte, la ilusión de una elocuencia extraordinaria, mucha emoción, una selección considerable de imágenes de una calidad tal que no hubiéramos sido capaces de preparar una sola con mucho tiempo, un pintoresquismo muy especial y, aquí y allá, alguna proposición agudamente chistosa. Las únicas diferencias que presentaban nuestros dos textos me parecieron provenir esencialmente de nuestros humores respectivos, el de Soupault menos estático que el mío y, si me permite esta ligera crítica, de que él había cometido el error de distribuir en la parte de arriba de algunas páginas, y sin duda por espíritu de mistificación, algunas palabras a guisa de títulos. Debo en cambio reconocerle en justicia que se opuso siempre, con todas sus fuerzas, al menor retoque, a la menor corrección en el curso de todo pasaje de este género que me pareciese un poco malogrado. En eso sin duda tuvo completamente razón.4 Es en efecto muy difícil apreciar en su justo valor los diversos elementos en presencia, puede incluso decirse que es imposible apreciarlos a una primera lectura. A uno que escribe, esos elementos, en apariencia, le son tan extraños como a cualquier otro y desconfía uno de ellos naturalmente. Poéticamente hablando, se recomiendan sobre todo por un altísimo grado de absurdidad inmediata, y lo propio de esta absurdidad, para un examen más profundizado, es ceder el lugar a todo lo admisible, lo legítimo que hay en el mundo: la divulgación de cierto número de propiedades y de hechos no menos objetivos, a fin de cuentas, que los otros.
[…]
Sería de muy mala fe disputarnos el derecho a emplear la palabra SURREALISMO* en el sentido muy particular en que la tomamos, pues está claro que antes de nosotros esta palabra no había hecho fortuna. La defino, pues, de una vez por todas:
SURREALISMO, s. m. Automatismo psíquico puro por el cual nos proponemos expresar, ya sea verbalmente, ya sea por escrito, ya sea de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento, en ausencia de todo control ejercido por la razón, fuera de toda preocupación estética o moral.
ENCICL. Filos. El surrealismo se apoya en la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación descuidadas antes de él, en la omnipotencia del sueño, en el juego desinteresado del pensamiento. Tiende a arruinar definitivamente todos los demás mecanismos psíquicos y a sustituirse a ellos en la resolución de los principales problemas de la vida. Han hecho acto de SURREALISMO ABSOLUTO los señores Aragon, Baron, Boiffard, Breton, Carrive, Crevel, Delteil, Desnos, Éluard, Gérard, Limbour, Malkine, Morise, Naville, Noll, Péret, Picon, Soupault, Vitrac.
Parece claro que son, hasta ahora, los únicos, y no habría lugar a equivocaciones si no fuera por el caso apasionante de Isidore Ducasse, sobre el que me faltan datos. Y sin duda, si se consideran sólo superficialmente sus resultados, buen número de poetas podrían pasar por surrealistas, empezando por Dante y, en sus mejores días, Shakespeare. En el transcurso de las diferentes tentativas de reducción a las que me he entregado de lo que llaman, por abuso de confianza, el genio, no he encontrado nada que pueda atribuirse finalmente a otro proceso que ese.
Las Noches de Young son surrealistas de cabo a rabo; desgraciadamente es un sacerdote el que habla, un mal sacerdote, sin duda, pero un sacerdote.
Swift es surrealista en la maldad.
Sade es surrealista en el sadismo.
Chateaubriand es surrealista en el exotismo.
Constant es surrealista en política.
Hugo es surrealista cuando no es tonto.
Desbordes-Valmore es surrealista en amor.
Bertrand es surrealista en el pasado.
Rabbe es surrealista en la muerte.
Poe es surrealista en la aventura.
Baudelaire es surrealista en la moral.
Rimbaud es surrealista en la práctica de la vida y en otras partes.
Mallarmé es surrealista en la confidencia.
Jarry es surrealista en el ajenjo.
Nouveau es surrealista en el beso.
Saint-Pol-Roux es surrealista en el símbolo.
Fargue es surrealista en la atmósfera.
Vaché es surrealista en mí.
Reverdy es surrealista en su casa.
Saint-John Perse es surrealista a distancia.
Roussel es surrealista en la anécdota.
Insisto, no siempre son surrealistas, en el sentido de que distingo en cada uno de ellos cierto número de ideas preconcebidas a las que —¡muy ingenuamente!— se apegaban. Se apegaban a ellas porque no habían escuchado la voz surrealista, la que sigue predicando en la víspera de la muerte y por encima de las tormentas, porque no querían servir únicamente para orquestar la maravillosa partitura. Eran instrumentos demasiado orgullosos, por eso no siempre dieron un sonido armonioso.
Pero nosotros, que no nos hemos entregado a ningún trabajo de filtración, que nos hemos hecho en nuestras obras los sordos receptáculos de tantos ecos, los modestos aparatos registradores que no se hipnotizan sobre el dibujo que trazan, servimos tal vez una causa aún más noble. Por eso devolvemos con probidad el “talento” que nos prestan. Habladme del talento de ese metro de platino, de ese espejo, de esa puerta, y del cielo si queréis.
El lenguaje ha sido dado al hombre para que haga de él un uso surrealista. En la medida en que le es indispensable darse a entender, logra mal que bien expresarse y asegurar con ello el cumplimiento de algunas funciones comprendidas entre las más groseras. Hablar, escribir una carta no ofrecen para él ninguna dificultad real, con tal de que, al hacerlo, no se proponga una meta por encima de la media, es decir, con tal de que se limite a conversar (por el placer de conversar) con alguien. No está ansioso de las palabras que van a venir, ni de la frase que seguirá a la que termina. A una pregunta muy simple, será capaz de contestar a quemarropa. En ausencia de tics contraídos en el comercio con los otros, puede pronunciarse espontáneamente acerca de un pequeño número de temas; no necesita para ello “hacerse un lío con la lengua” ni formularse de antemano nada. ¿Quién pudo convencerlo de que esa facultad de primer impulso sólo es adecuada para hacerle un mal servicio cuando se propone establecer relaciones más delicadas? No existe nada sobre lo que debiese negarse a hablar, a escribir abundantemente. Escucharse, leerse no tienen otro efecto sino el de suspender el oculto, el admirable socorro. No me apresuro a comprenderme (¡basta!, siempre me comprenderé). Si tal o tal frase mía me provoca de momento una ligera decepción, me fío de la frase siguiente para rescatar sus culpas, me guardo de volverla a empezar o de perfeccionarla. Sólo la más pequeña pérdida de impulso podría serme fatal. Las palabras, los grupos de palabras que se siguen practican entre ellos la mayor solidaridad. No me corresponde a mí favorecer a éstos a expensas de aquéllas. Es a una maravillosa compensación a la que le corresponde intervenir —e interviene.
No sólo ese lenguaje sin reservas que intento hacer siempre válido, que me parece adaptarse a todas las circunstancias de la vida, no sólo ese lenguaje no me priva de ninguno de mis medios, sino que además me presta una extraordinaria lucidez y eso en el dominio donde menos lo esperaba de él. Llegaré hasta pretender que me instruye y, en efecto, me ha sucedido emplear sobrerrealmente palabras cuyo sentido había olvidado. Pude verificar después que la manera en que las había usado respondía exactamente a su definición. Esto permitiría creer que no se “aprende”, que nunca se hace otra cosa que “volver a aprender”. Hay giros felices que he hecho así familiares para mí. Y no hablo de la conciencia poética de los objetos, que sólo he podido adquirir gracias a su contacto espiritual mil veces repetido.
[…]
El surrealismo no permite a los que se dan a él abandonarlo cuando les place. Todo inclina a creer que actúa sobre el espíritu a la manera de los estupefacientes; como ellos, crea cierto estado de necesidad y puede empujar al hombre a terribles rebeldías. Es también, si se quiere, un muy artificial paraíso y el gusto que se le toma cae bajo la crítica de Baudelaire por las mismas razones que los otros. Así pues, el análisis de los efectos misteriosos y de los goces particulares que puede engendrar —por muchos lados el surrealismo se presenta como un vicio nuevo, que no parece deber ser exclusivo de algunos hombres; tiene como el hashish con qué satisfacer a todos los delicados—, semejante análisis no puede dejar de encontrar un lugar en este estudio.
1º Sucede con las imágenes surrealistas como con esas imágenes del opio que el hombre ya no evoca, sino que “se ofrecen a él, espontáneamente, despóticamente. No puede despedirlas; pues la voluntad ya no tiene fuerza y ya no gobierna las facultades”.5 Falta saber si alguna vez se han “evocado” las imágenes. Si nos atenemos, como yo me atengo, a la definición de Reverdy, no parece posible acercar voluntariamente lo que él llama “dos realidades distantes”. El acercamiento se hace o no se hace, eso es todo. Niego, por mi parte, de la manera más formal, que en Reverdy imágenes tales como:
En el arroyo hay una canción que fluye
o:
El día se ha desplegado como un mantel blanco
o:
El mundo entra en un saco
ofrezcan el menor grado de premeditación. Es falso, según yo, pretender que “el espíritu ha captado las relaciones” de las dos realidades en presencia. Para empezar, no ha captado nada conscientemente. Es del acercamiento en cierto modo fortuito de los dos términos de donde ha brotado una luz particular, luz de la imagen, a la que nos mostramos infinitamente sensibles. El valor de la imagen depende de la belleza de la chispa obtenida; es, por consiguiente, función de la diferencia de potencial entre los dos conductores. Cuando esa diferencia existe apenas como en la comparación,6 la chispa no se produce. Ahora bien, no cae, a mi entender, bajo el poder del hombre el concertar el acercamiento de dos realidades tan distantes. El principio de la asociación de ideas, tal como se nos presenta, se opone a ello. O si no habría que regresar a un arte elíptico, que Reverdy condena como yo. Es, pues, forzoso admitir que los dos términos de la imagen no son deducidos el uno del otro por el espíritu con vistas a la chispa que se trata de producir, que son los productos simultáneos de la actividad que llamo surrealista, y que la razón se limita a comprobar, a apreciar el fenómeno luminoso.
Y del mismo modo que la longitud de la chispa gana si ésta se produce a través de gases enrarecidos, la atmósfera surrealista creada por la escritura automática, que he insistido en poner al alcance de todos, se presta particularmente a la creación de las más bellas imágenes. Puede decirse incluso que las imágenes aparecen, en esa carrera vertiginosa, como los únicos timones del espíritu. El espíritu se convence poco a poco de la realidad suprema de esas imágenes. Limitándose al principio a soportarlas, pronto se da cuenta de que halagan a su razón, aumentan proporcionalmente su conocimiento. Toma conciencia de las extensiones ilimitadas donde se manifiestan sus deseos, donde el pro y el contra se reducen sin cesar, donde su oscuridad no le traiciona. Va adelante, llevado por esas imágenes que le arroban, que le dejan apenas tiempo para soplar sobre el fuego de sus dedos. Es la más bella de las noches, la noche de los relámpagos: el día, junto a ella, es la noche.
[…]
El surrealismo, tal como yo lo vislumbro, declara suficientemente nuestro inconformismo absoluto para que no pueda ni pensarse en presentarlo, en el proceso del mundo real, como testigo de descargo. Por el contrario, no podría justificar sino el estado completo de distracción al que esperamos ciertamente llegar aquí abajo. La distraccion de la mujer en Kant, la distracción “de las uvas” en Pasteur, la distracción de los vehículos en Curie, son a este respecto profundamente sintomáticas. Este mundo no es sino muy relativamente a la medida del pensamiento y los incidentes de este género no son otra cosa que los episodios hasta ahora más destacados de una guerra de independencia en la que considero una gloria participar. El surrealismo es el “rayo invisible” que nos permitirá un día triunfar sobre nuestros adversarios. “No temblaréis más, huesos.” Este verano las rosas son azules; la madera es vidrio. La tierra envuelta en su verdor me hace tan poco efecto como un fantasma. Lo que son soluciones imaginarias es vivir y dejar de vivir. La existencia está en otra parte.
1924

Traducción de Tomás Segovia