Noviembre-Diciembre 2002, Nueva época No. 59-60 Xalapa • Veracruz • México
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Introducción a la lectura de André Breton
Marguerite Bonnet

Uno de los surrealistas de la primera época y que cayó también en una de las primeras rupturas afirmaba recientemente al reunir “las bellas imágenes” de su pasado: “Si Breton no hubiera estado allí —y sido lo que era— los surrealistas nunca hubieran vivido agrupados como vivieron, por la simple razón de que no hubiera habido surrealistas en absoluto. Sin duda habrían compartido las ideas que estaban en el aire, acaso también comulgado en la admiración a Lautréamont, Rimbaud, Sade, Freud y Karl Marx, pero muy de lejos”.1 En efecto, otros que no eran Breton, poetas y pintores, pudieron defender e ilustrar del modo más brillante el proyecto surrealista; pero gracias a él se formuló como una exigencia arraigada en la conciencia de la condición humana, gracias a él esa exigencia se mantuvo con rigor, en él encarnó plenamente. ¿Exigencia de qué? Nada la define de manera más breve e impresionante que estas palabras de 1935: “Transformar el mundo, dijo Marx; cambiar la vida, dijo Rimbaud: estas dos consignas para nosotros son una sola”. La afirmación, como se ve, no es de orden literario; una continuidad indudable une, en este plano, alguna frase de 1922 — “La poesía no tendría para mí ningún interés si no esperase que sugiera a algunos de mis amigos y a mí mismo una solución particular del problema de nuestra vida”— a esta declaración de 1962, cuatro años apenas antes de la muerte del poeta: “No escribo y no he escrito nunca como profesional. No me creo en la obligación de anunciar un libro tras otro y mi concepción de la vida no es tal como para que haya probabilidades de encontrarme, como a Gide o a Mauriac, con la pluma en la mano en mi hora postrera. Ante lo que pretendo dar la medida, ante lo que no me perdonaría ningún desfallecimiento, es ante el espíritu surrealista”. Se trata pues ante todo de un proyecto existencial; los vuelcos de la sensibilidad y de la estética que acarreó son consecuencias, no datos primarios. Lo que busca Breton es cómo hacer de la poesía el eje ordenador de la existencia, cómo articular con la preocupación poética la voluntad de revolución social. La ampliación del primero de estos objetivos al segundo, y luego su imbricación estrecha, gobiernan tanto la dirección de la obra como su tensión difícil pero fecunda.
Nacido en febrero de 1896 en una familia de condición modesta, Breton descubrió desde sus años de estudiante, que realizó en un liceo parisiense, los encantos y los poderes de la poesía. Muy pronto ocupa un lugar central en su vida, incluso cuando en 1913 inicia sin una vocación clara estudios de medicina. Los poetas que desde esa época coloca por encima de todos los otros son de esos en los que el acto creador suscita una interrogación recomenzada indefinidamente y para quienes, antes de ser objeto de deleite estético, la poesía se convierte en medio de una búsqueda espiritual: Baudelaire y Mallarmé. No cabe duda de que esas frecuentaciones mentales y esas predilecciones apasionadas respondían ya en él a un desacuerdo latente con lo que el mundo propone e impone. Por eso la declaración de la guerra lo encuentra rebelde al entusiasmo belicoso difundido en general y escéptico ante la ilusión, corriente en la Francia de 1914, que veía en la confrontación de los imperialismos rivales “la guerra del derecho” contra la barbarie. Es movilizado a principios de 1915 en un servicio de sanidad. Los libros y la vida van a depararle entonces encuentros capitales en el orden de la sensibilidad como en el del pensamiento, encuentros a los que la “luz negra” de la guerra confiere un relieve decisivo, el de Rimbaud, el de Lautréamont, el de Freud y el de Jacques Vaché. Este último, de quien Breton ha trazado un bello retrato,2 ataca con su humorismo corrosivo las jerarquías, los valores sociales y la mística del Arte. Su muerte voluntaria, algunas semanas después del armisticio, lo establece para siempre a los ojos del poeta como ejemplo de “resistencia absoluta”.
Su desconfianza cada vez más marcada respecto del orden poético, del “antiguo juego de los versos”,3 perceptible en la mayoría de las piezas que reúne en 1919 bajo el título de Monte de Piedad, rebasa la cuestión de las formas; la naturaleza y los fines del acto poético son puestos implícitamente en tela de juicio, a la vez que el orden de las cosas, el consenso social. La encuesta que lanza en la revista Littérature —que había fundado en marzo de 1919 con Louis Aragon y Philippe Soupault— es en esta perspectiva reveladora. “¿Por qué escribe usted?”, pregunta Breton a los poetas, a los novelistas, a los ensayistas; más que cualquier otra respuesta, aprecia la de Paul Valéry: “Por debilidad”. La importancia que atribuye al descubrimiento fortuito de la escritura automática, ese mismo año, proviene innegablemente, en gran parte, de que le permite resolver el conflicto entre la necesidad irreprimible de la palabra, como testimonio de una actitud ante y en la vida, y la tentación del silencio, como verdad soberana ante “la inaceptable condición humana”.4 La práctica de la escritura automática nació de la observación de los estados de semisueño y de una aplicación libre del método freudiano de las asociaciones espontáneas; consiste en anotar el monólogo del pensamiento tal como llega al espíritu fuera de los controles, razón, lógica, moral, gusto, que en el estado de vigilia orientan la actividad mental. Esta anotación supone una velocidad de escritura variable pero siempre superior a la velocidad normal. Los primeros ensayos de captación del dictado interior dan como resultado Los campos magnéticos, obra común de Breton y Soupault, publicada en 1920. Se despliega en ella una poesía nueva, caracterizada por un insólito desencadenamiento de imágenes. En 1933, en Le message automatique,5 Breton insiste en las dificultades de la empresa que exige una doble ascesis y en los riesgos de deformación que implica. No por ello es la experiencia menos fundadora: sobre ella va a apoyarse el proyecto surrealista de “refundición del entendimiento humano” y de “despercudimiento integral de las costumbres”. En efecto, la afirmación de Rimbaud: “YO es otro”, cobra en ella todo su alcance. El otro que habla en el discurso automático contiene nuestra propia subjetividad pero la rebasa. Es importante desde este punto de vista que la experiencia sea llevada a cabo entre dos: prueba la existencia de una materia mental común que nos pone tal vez en concordancia con las grandes corrientes naturales. La poesía aparece entonces no ya como una actividad de ornamentación o como un ejercicio de diversión en el sentido pascaliano del término, sino como una forma del ser, una necesidad esencial de todos los hombres, incluso si, mutilados por las exigencias sociales, no tienen conciencia de ella. Romper las barreras que nos separan de nosotros mismos se presenta pues como una tarea urgente.
Los rechazos violentos del movimiento Dadá, llegado a París con Tristan Tzara en 1920, a Breton y a sus amigos les parecen ir en el sentido del esfuerzo de ellos, todo el grupo de Littérature se adhiere espontáneamente a la negación dadaísta y participa en las manifestaciones-escándalos de 1920 y 1921 que indignan a los círculos literarios y artísticos. Pero el nihilismo de Dadá marca el paso sin avanzar y se condena al hartazgo. Breton, que desde el principio vio en él un medio, no un fin, no puede ya satisfacerse con él y se aleja. La ruptura con Tzara tiene lugar en 1922, en ocasión de la tentativa de reunión de un congreso internacional para la determinación y la defensa de las tendencias del espíritu moderno, que fracasa.
Alrededor de Littérature se han reunido ya numerosos jóvenes poetas, entre ellos Paul Éluard, Robert Desnos, Benjamin Péret, René Crevel, y pintores llegados del movimiento Dadá: Max Ernst, Jean Arp; pronto se sumarán otros: Michel Leiris, Antonin Artaud, Pierre Naville, André Masson, Joan Miró. Las experiencias de exploración del inconsciente se reanudan bajo diferentes formas: relatos de sueños, palabras, escritos, dibujos obtenidos en estado de sueño hipnótico por algunos, principalmente por Robert Desnos; juegos colectivos; textos y dibujos automáticos. En varios artículos de 1922, Breton prosigue su reflexión sobre el fenómeno, mostrando que abre la vía a un nuevo modo de conocimiento. Publica en 1923 Claro de tierra, cuyo título, como los poemas más recientes impulsados por el gran remolino de las imágenes, es una afirmación de esperanza; esperanza en el hombre lanzado siempre hacia adelante por una aspiración apasionada a la libertad:

Libertad color de hombre—

esperanza en la vida:

Más bien la vida con sus sábanas conjuratorias
Sus cicatrices de evasiones (…)
Más bien la vida con sus salones de espera
Cuando sabe uno que no será nunca introducido (…),
Más bien la vida desfavorable y larga
Aun cuando los libros se cerrasen aquí sobre rayos menos dulces
Y aun cuando allá hiciese un tiempo mejor que mejor hiciese libre sí

Más bien la vida

Un libro-balance, Los pasos perdidos, recopilación de artículos escritos entre 1918 y 1923, aparece en la primavera de 1924; fija las etapas y las errancias del largo camino que ha llevado a André Breton a la definición y a la afirmación del surrealismo, que vendrá bien pronto. La decisión de exteriorizar por medio de una revista la existencia de un grupo y sus orientaciones comunes se toma en julio; será La Révolution Surréaliste, cuyo primer número sale en diciembre, con el epígrafe: “Hay que concluir en una nueva declaración de los derechos del hombre”. El Manifiesto del surrealismo había aparecido unas semanas antes. La importancia de este texto consiste ante todo en que, comprobando la inadecuación fundamental de la vida al hombre, rehusa con fuerza el estado de hecho y todas las formas de la capitulación, la resignación lo mismo que la muerte: “Vivir y dejar de vivir son las soluciones imaginarias. La existencia está en otra parte”. Pero Breton no se contenta con afirmar el deseo y la posibilidad de una existencia diferente; funda con razones esa voluntad. La vieja desgracia del hombre no reside en una maldición metafísica cualquiera; proviene de un desconocimiento de nuestra naturaleza en el que nos ha mantenido un sistema de pensamiento reductor y erróneo, el racionalismo occidental, que engendra “la imperiosa necesidad práctica… las selecciones absurdas, las rivalidades, las largas paciencias, el orden artificial de las ideas, la rampa del peligro”. Contra él, apela a la imaginación, proponiendo una técnica de escritura que permite su libre florecimiento; pero las consideraciones sobre el lenguaje no apuntan en absoluto a una meta artística; el papel que se asigna al automatismo psíquico puro es el de “arruinar definitivamente todos los otros mecanismos psíquicos y sustituirlos en la resolución de los principales problemas de la vida”. La escritura no es sino uno de los lugares de aparición de este mecanismo que la rebasa por todas partes; se la considera como un medio de romper la servidumbre mental.
El Manifiesto no amplía su proyecto hasta el campo político y social; es claro sin embargo que desde ese momento no se trata para Breton de buscar una salvación individual. Es el hombre, uno y todos, el que es designado como víctima, es a cada hombre a quien el Manifiesto invita a alimentar y a exaltar en sí mismo las fuerzas de resistencia y de rebeldía, el “no conformismo absoluto”. Así, no hay que ver en la conjunción que se opera desde 1925 entre el surrealismo y otro no conformismo, el de los jóvenes intelectuales comunistas de la revista Clarté, el resultado de un azar o de un error de recorrido. Cualesquiera que hayan sido las dificultades concretas y los desgarramientos que el acercamiento al comunismo acarreó para Breton, su voluntad de trabajar para el advenimiento de la revolución social, su participación efectiva en las luchas de su tiempo se inscriben según una ley de necesidad absoluta como uno de los modos irrevocables de la exigencia surrealista. La coyuntura histórica podrá imponer cambios de orientación; no habrá sin embargo ninguna marcha atrás ni ninguna renuncia: cuando, en 1935, Breton rompe con el signo: comunismo soviético, será para que sobreviva la cosa significada: la voluntad de acción revolucionaria, en el dominio y con los medios que son los suyos.
Sólo podremos aquí retrazar brevemente el camino recorrido: en el verano de 1925, la expedición colonial realizada por el ejército francés contra las tribus marroquís sublevadas en el Rif bajo la dirección de Abd-el Krim provoca en muchos escritores franceses una llamarada de nacionalismo a la vez que la protesta vigorosa de la izquierda intelectual. El grupo surrealista se une en el apoyo a los insurrectos con diferentes corrientes, la más activa de las cuales es la corriente comunista. Este acuerdo acarrea una acción común y alienta a Breton a mirar del lado de Rusia. Lee el Lenin de León Trotski, que acaba de aparecer, y transportado por lo que le revela esta obra sobre los revolucionario rusos y el gigantesco vuelco que han emprendido, designa al comunismo “como el más maravilloso agente de sustitución de un mundo por otro que ha habido”, en una reseña apasionada que apareció en octubre de 1925 en La Révolution Surréaliste. La mayoría del grupo comparte su entusiasmo. Pero la cooperación con los comunistas no es holgada: si los intelectuales de Clarté pueden aceptar que la actividad surrealista no renuncie a su campo propio, no sucede lo mismo con la dirección del partido, a la que escapa completamente el sentido de esa actividad y que la mira con desconfianza, a pesar de la Legítima defensa que Breton presenta de ella en un folleto de 1926. Esas primeras dificultades no le impiden sin embargo adherirse al Partido Comunista en 1927, con cuatro de sus amigos: Aragon, Éluard, Péret, Unik; se explican juntos en el folleto Au grand jour (“A plena luz”), que se relaciona con las tensiones provocadas en el grupo por esa orientación. Algunos, Artaud, Soupault, Vitrac, rechazan el paso a la acción política; otros, como Pierre Naville, quisieran que fuese total. La posición que Breton define entonces seguirá siendo la suya: se trata de afirmar la voluntad de participación real en la lucha revolucionaria y de rehusar la coartada artística, preservando a la vez la autonomía de la búsqueda poética. Durante varios años, al lado del Partido Comunista en el que, no viendo cómo podría cumplir lo que le parece ser su papel de intelectual revolucionario, no ha podido permanecer mucho tiempo, trata de mantener estas dos exigencias que persiste en considerar complementarias y no contradictorias, sobre todo en el seno de la revista Le Surréalisme au Service de la Révolution (1930-1933), que sucede a La Révolution Surréaliste desaparecida en 1929. En todos los grandes problemas, el surrealismo, que no pretende proponer una teoría surrealista de la revolución social, sigue alinéandose en el campo de la Unión Soviética y de los partidos comunistas, por muchas que sean sus reservas respecto de ellos y el interés que experimente Breton por la figura y el pensamiento de Trotski; parece haber estimado que la vía de la acción revolucionaria pasaba entonces, necesariamente, por el Partido. Después de una crisis grave y complicada que en 1932 lleva a Aragon, compañero de los primeros días, a optar por este último al precio de un repudio oficial de su pasado surrealista, la ruptura definitiva con el comunismo oficial tiene lugar en el seno de la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios, de obediencia stalinista, durante el Congreso Internacional por la Defensa de la Cultura reunido en París en junio de 1935. Los textos reunidos en Posición política del surrealismo hacen explícita la convicción a la que ha llegado: bajo la dirección de Stalin, el régimen soviético “se convierte en la negación misma de lo que debería ser y de lo que fue”; denuncia particularmente la regresión en el dominio de las costumbres, el culto al jefe, la inquisición policiaca, la asfixia de toda discusión, la hipertrofia del Estado. Durante los procesos de Moscú, en 1936 y 1937, se eleva de inmediato con vigor contra lo que considera como “una abyecta empresa de policía”, “la más formidable negación de la justicia de todos los tiempos”, que pone en peligro la causa revolucionaria en el mundo entero, y saluda en Trotski a “un guía intelectual y moral de primer orden”. Permaneciendo libre de todo lazo partidista, expresa su admiración por el teórico de la revolución permanente y por el hombre de acción creador del Ejército Rojo. En 1938, un viaje a México donde da conferencias sobre el arte contemporáneo le permite conocerlo: elaboran juntos el manifiesto Por un arte revolucionario independiente que firman, por razones de oportunidad política, Breton y Diego Rivera, para llamar a los artistas, a los escritores, a constituir una Federación Intemacional del Arte Revolucionario Independiente (FIARI) y poner una barrera al dogma stalinista del realismo socialista. Partiendo de una conciencia justa de las leyes oscuras que rigen la creación intelectual, el manifiesto afirma que debe negarse a dejarse someter por directrices y fines que le son exteriores, incluso si son las de un partido revolucionario so pena de secarse y renegar de sí misma. La materia del arte es secreta y su exigencia revolucionaria, si bien puede sostener la exigencia política, no es del mismo orden que ella y la rebasa. La plena libertad de búsqueda es una condición absoluta de la creación. Como corolario se expresa una confianza sin reservas en el valor liberador, aun cuando fuese indirecto, de toda obra de arte digna de ese nombre:
La revolución comunista no tiene el temor del arte. Sabe que al término de las búsquedas que pueden referirse a la formación de la vocación artística en la sociedad capitalista que se desmorona, la determinación de esta vocación no podrá considerarse sino como el resultado de una colisión entre el hombre y cierto número de formas sociales que le son adversas…
La necesidad de emancipación del espíritu sólo tiene que seguir su curso natural para verse llevada a fundirse y a remozarse en esa necesidad primordial: la necesidad de emancipación del hombre.

La denuncia de los crímenes y del oscurantismo stalinistas no vuelven a lanzar a Breton al regazo del mundo burgués. Interviene contra el auge del facismo en Francia en 1934, en favor de la revolución española, contra el hitlerismo, la guerra imperialista, el bandidaje colonial y las empresas destinadas a perpetuarlo: así, en 1960, fue uno de los primeros firmantes de la Declaración sobre el derecho a la insumisión en la guerra de Argelia. Al mismo tiempo, trabaja con todo el surrealismo para minar por diversos medios los pilares de la sociedad dominante: el trabajo enajenante, la familia constrictiva, la patria que mutila, la religión que mixtifica, y en los últimos años de su vida los falsos mitos de la sociedad de consumo.
¿Qué sucede, después de la guerra, con su posición ante el marxismo como método de análisis histórico y guía para la acción? Parece que los abortos de la época lo condujeron en este terreno, después de una fase de duda particularmente aguda entre 1945 y 1950, no a rechazar a Marx pero sí a juzgar necesario el abandono del exclusivismo revolucionario. En la empresa de transformación del mundo que habrá de cambiar al hombre y a la vida, la utopía de Charles Fourier, al que consagra en 1946 una hermosa Oda, puede indicar también direcciones fecundas. Es notable que en 1953 declare aprobar totalmente esta declaración de Dionys Mascolo: “No hay un intelectual comunista. Pero no es posible un intelectual no comunista. A cada uno corresponde tratar de salir de esta contradicción por sus propios medios”.6 “Tal sigue siendo —concluye Breton— nuestra mayor preocupación.” Parece que tampoco perdió nunca del todo la esperanza de una conciliación aún por venir entre el comunismo y la liberación total del ser, conciliación que sería la única capaz de devolver al hombre, “eternamente haciéndose y eternamente inacabado”,7 a su vocación esencial de cuestionamiento y de movimiento.
Esa vocación, por su parte, él la ha manifestado en todos sus libros desde el Manifiesto. Atento, cuando las circunstancias se lo imponen —acontecimientos exteriores, tensiones internas vividas por el grupo—, a redefinir la exigencia surrealista en sus constantes y en sus variables, como lo hará en 1929 con el Segundo manifiesto del surrealismo, en 1942 por medio de los Prolegómenos a un tercer manifiesto del surrealismo o no, en 1953 en el artículo “Del surrealismo en sus obras vivas”, comienza dentro del mismo movimiento a dibujar los rasgos de un tipo humano nuevo y de una ética de ruptura, interrogando sin descanso los diversos niveles de la experiencia humana: sus aspectos más modestos, menudos incidentes cotidianos, atractivo o malestar que nos vienen de las cosas; su forma más íntima y más trastornante, el amor; finalmente, en su extrema variedad, las obras de los hombres, por encima de la frontera del tiempo, del espacio, de las diferencias de civilización o de inserción social.
Un modo de existencia se define con Nadja (1928): la disponibilidad, la apertura, la atención a los signos, ecos de nuestros deseos inconscientes, que recibimos de las cosas y los seres. La heroína de este relato verídico, Nadja, dotada de poderes insólitos y al mismo tiempo tan débil, encarna esa idea de la vida, más allá de toda prudencia. Le basta ser para revelar al poeta en qué dirección debe buscar el sentido de su propia vida. Anuncia la revelación que se cumplirá poco después de su desaparición en la locura, “la plena luz del amor en donde se confunden, para la suprema edificación del hombre, las obsesivas ideas de salvación y de perdición del espíritu”.8 En adelante el surrealismo establece el amor como valor-clave. La fe en el amor resiste y debe resistir para Breton a las decepciones y a los fracasos; perderla es falta inexplicable, pues en el amor de un ser reside nuestra esencial verdad. Así, no sólo en los poemas reunidos en 1932 en El revólver canoso, entre ellos la gran letanía lírica de “La unión libre”, o en 1934 en El aire del agua, sino también en Los vasos comunicantes (1932), en El amor loco (1937), el amor se sitúa en el centro de su inspiración y de su pensamiento. Los vasos comunicantes se dedican a mostrar por el análisis sucesivo de sueños y de episodios mínimos de la existencia diurna la relación estrecha que une al sueño y a la vigilia; en el uno como en la otra, el deseo está en obra, antes de llegar a su propio descubrimiento. Toda una red de relaciones entre las preocupaciones afectivas e intelectuales y unos acontecimientos exteriores que son independientes de ellas queda puesta de manifiesto. Parece que la conciencia no pudiera atender sino a aquello que responde, incluso de manera totalmente indirecta, a la necesidad inconsciente. Las necesidades de la acción política inmediata ¿no exigen del intelectual revolucionario que renuncie a esa exploración interior? Breton, por su parte, se niega a ello; lejos de trabar la voluntad de transformación del mundo, el conocimiento de la subjetividad le aporta la savia chupada en las profundidades del ser y la mantiene en su integridad viva. Es la tarea propia de los poetas adelantarse en los caminos que llevan a la mayor cercanía de la verdad del hombre y hacer progresar el conocimiento de todos. Más aún, de ese conocimiento depende también el porvenir de las revoluciones, nunca ganadas de una vez por todas y sobre las que pesan, como sobre toda realización humana, al mismo tiempo que las pesadas condiciones objetivas, las oscuras necesidades subjetivas: “Todo error en la intepretación del hombre acarrea un error en la interpretación del universo: es por consiguiente un obstáculo para su transformación”.
El amor loco (1937) prosigue la exploración de esos fenómenos que Breton designa con el nombre de azar objetivo, donde coinciden para el mayor deslumbramiento del espíritu la necesidad natural y la necesidad humana, y la edificación, que no podría terminarse, de una moral del deseo, respecto del cual Breton proclama su inocencia absoluta y radiante, en ruptura total con el pensamiento cristiano: “No ha habido nunca fruto prohibido. Sólo la tentación es divina”. Es por la acción del deseo como el hombre llega a establecer con la naturaleza relaciones nuevas de participación y de transparencia. El libro da también testimonio en su modo de crecimiento de la relación singular que une en Breton a la obra y a la vida; relata no una experiencia acabada y clausurada, sino una experiencia en proceso de vivirse, abierta, en la que lo escrito interviene como fuerza de llamado a la transmutación de lo imaginario en real. Es finalmente un ejemplo privilegiado del afán intelectual de Breton: una alianza permanente de la reflexión teórica y del lirismo, una dialéctica donde lo concreto y lo abstracto permanecen en estado de refracción y de resonancia mutuas.
Estos tres libros que trascienden en mucho la autobiografía están al mismo tiempo tan íntimamente unidos a la existencia del escritor que apenas hace falta recordar sus acontecimientos principales de esos años: después de la ruptura de su primer matrimonio hacia 1929, luego de la relación exaltante y dolorosa evocada en Nadja y Los vasos comunicantes, se casa en 1934 con la inspiradora de El amor loco; les nace una hija hacia fines de 1935. Entre 1935 y la guerra, diversos viajes —Praga, las islas Canarias, Londres, México— señalan el ensanchamiento internacional del surrealismo, cuyas concepciones se han extendido a través del mundo; se han constituido grupos surrealistas en diversos países, principalmente en Yugoslavia, en Bélgica, en Checoslovaquia, en Brasil, en Japón. Se organizan exposiciones; son para Breton una ocasión de desarrollar sus ideas en conferencias o en artículos. A menudo, prologa los catálogos de exposiciones de los pintores ligados con el movimiento. Indiferente a la música, tuvo desde su adolescencia un gusto muy marcado por la pintura, y desde 1913 se interesó en el cubismo. La expresión plástica, que considera bajo sus formas más diversas: creaciones de los artistas, de los naïfs, de los enfermos mentales, de los que llaman —injustamente— salvajes o primitivos, vale a sus ojos en la medida en que da testimonio de la emergencia de aspiraciones humanas que nuestra civilización estrecha ha reprimido y en las que, fiel al “modelo interior” y sin dejarse dominar por la convención representativa, unifica la percepción física y la representación mental. El surrealismo y la pintura, publicado por primera vez en 1928 —una última edición preparada por Breton apareció en 1965, enriquecida con numerosos textos sobre pintores y sobre ciertos aspectos o ciertos momentos de la creación— no se propone pues en absoluto definir un estilo surrealista; no lo hay; es el espíritu de la obra lo que cuenta, y su poder liberador.
En septiembre de 1939, Breton es movilizado como médico auxiliar en la Escuela de Aviación de Poitiers. Después del desastre de junio de 1940, pasa algún tiempo en el sur de Francia, que todavía entonces no está ocupado por el ejército alemán. Recibe en la villa Air-Bel en Marsella la hospitalidad del Comité norteamericano de ayuda a los intelectuales, con otros escritores y pintores sospechosos para el régimen de Vichy. Escribe dos de sus grandes poemas, “Pleno margen” y “Fata Morgana”; este último es prohibido por la censura como contrario al espíritu de revolución nacional. La publicación de la Antologia del humor negro, concebida entre 1937 y 1940, había sido también diferida; partiendo del análisis freudiano del fenómeno general, Breton contribuyó ampliamente a particularizar la noción de humor negro; ve en él un arma superior del espíritu que se enfrenta a lo trágico aterrador de la condición humana.
Privado así de toda posibilidad de expresión, Breton obtiene una visa para los Estados Unidos y se embarca con su mujer y su hija en marzo de 1941, en el mismo barco que el escritor Victor Serge y el etnólogo Claude Lévi-Strauss, cuyo libro Tristes trópicos da algunas imágenes rápidas de ese viaje. En la Martinica, descubre la poesía de Aimé Césaire y traba amistad con el poeta; escribirá pronto sobre su Cahier d’un retour au pays natal (“Cuaderno de un retorno al país natal”) las páginas admirativas que desde entonces prologan la obra. Un libro nació de esa breve estadía: Martinique charmeuse de serpents (“Martinica encantadora de serpientes”), publicado en 1948, con la colaboración del pintor André Masson: el deslumbramiento ante la naturaleza tropical, la reflexión en el corazón mismo del delirio vegetal sobre los contrastes que altemativamente solicita al espíritu humano, desde lo informe a lo simétrico, no velan para Breton las iniquidades del sistema colonial todavía en vigor que no deja de denunciar. Va a vivir a Nueva York desde el verano de 1941 hasta comienzos de 1946, cumpliendo para mantenerse un empleo de locutor en las emisiones de La Voz de América. Con los amigos que ha vuelto a encontrar en los Estados Unidos —Marcel Duchamp, Max Ernst— y otros nuevos colaboradores, organiza en 1942 una Exposición Intemacional del Surrealismo y lanza la revista VVV: “Victoria sobre las fuerzas de regresión y de muerte desencadenadas actualmente en la tierra... V sobre lo que tiende a perpetuar el sometimiento del hombre por el hombre… V también sobre todo lo que se opone a la emancipación del espíritu, cuya primera condición indispensable es la liberación del hombre”. VVV habría de tener cuatro números; el último, a principios de 1944, contiene el gran poema de “Los Estados Generales”.
El acontecimiento esencial de ese período es el encuentro con Elisa en 1943, en un tiempo de sombría soledad afectiva después del fracaso del amor loco. Ella está en el centro de la meditación lírica de Arcano 17, que aparece en Nueva York en 1945. Breton empezó a escribirlo durante el viaje que hicieron juntos a Gaspesia, en la desembocadura del San Lorenzo, en el verano de 1944. Obra de esperanza, como lo da a entender su título que se refiere a la 17a lámina del tarot, la Estrella, símbolo del eterno renacimiento. A través de la realización humana de la pasión, de los mitos de Osiris y de Melusina, de los sueños fecundos del pensamiento utopista, el libro celebra el poder inalterable de regeneración y de recomienzo, cuyos medios son la rebeldía y el amor. Ante el gran espacio marino todo palpitante de alas, un vasto movimiento espiral arrastra y vuelve a traer al pensamiento, incesantemente, de la existencia individual confrontada con el dolor y la muerte, al destino del mundo, para el que el próximo fin de la guerra deja esperar un porvenir nuevo. Después de una estadía en las reservas indias del oeste de Estados Unidos —fue allí donde esbozó la Oda a Charles Fourier—, y luego en Haití, donde una de sus conferencias provoca entre los estudiantes tal efervescencia que por una serie de reacciones en cadena el gobierno será derrocado un poco después, Breton regresa a Francia con Elisa en la primavera de 1946. Un grupo surrealista muy ampliamente renovado y compuesto sobre todo de gente muy joven se reconstituye alrededor de él; Breton publica boletines, volantes que fijan la posición del surrealismo sobre problemas políticos y de otras clases; se suceden las revistas: NEON, 1948-1949; Medium, 1953-1955; Le Surréalisme Meme, 1956-1959; Bief, 1959-1960; La Breche, 1961-1965. Se organizan exposiciones en diversos países; París cuenta tres entre 1947 y 1965. En 1952, una serie de conversaciones radiofónicas entre Breton y el periodista André Parinaud constituye la mejor introducción al conocimiento del poeta y del movimiento; ocupan la mayor parte de Entretiens (“Conversaciones”). Los textos que Breton escribe durante este periodo figuran en su parte esencial en dos recopilaciones: La llave de los campos, que publica en 1953, y Perspective cavaliere (“Perspectiva desenfadada”) donde se reunió cierto número de escritos en 1970, cuatro años después de su muerte. En 1959 las Constellations, “prosas paralelas a veintidós gouaches de Miró”, realizan de manera particularmente feliz la interpretación de la pintura y de la poesía que es una de las aportaciones del surrealismo.
André Breton murió brutalmente el 28 de septiembre de 1966; atacado por el asma, durante un acceso más grave, en algunas horas se lo llevó una crisis cardiaca. Está enterrado en un cementerio parisiense, cerca de Benjamin Péret, el amigo de toda una vida, desaparecido por su parte en 1959.
La muerte no ha hecho entrar a Breton en ese purgatorio en el que encierra a menudo por un periodo más o menos largo a los escritores que han marcado a su tiempo, como fue el caso de Gide, por ejemplo. Viendo multiplicarse en Francia y en el extranjero las ediciones de sus libros, parece al contrario que su público se hace cada vez más importante. Sin duda alguna sus dotes de poeta le aseguran ese destino póstumo: cada lector podrá convencerse por sí mismo al experimentar el poder de ese verbo amplio, deslumbrante y denso. Pero la primavera de 1968, en que sobre los muros de la Sorbona venían a inscribirse algunas de sus frases o ciertas fórmulas que hubieran podido ser suyas mostró la naturaleza profunda de su acción: porque fue uno de los primeros en hacer salir a la poesía de su torre de marfil y porque quiso ligarla a la vez con el conocimiento y con la acción, porque rehusó la seguridad de los sistemas preestablecidos y trabajó para volver a hacer apasionada la existencia, su larga búsqueda está en concordancia con las exigencias de una juventud que, en un universo comprometido en una enorme y difícil mutación, busca más perdidamente que nunca cómo transformar el mundo y cambiar, por fin, la vida.

Traducción de Tomás Segovia