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Evocación
de la Universidad Veracruzana
Enrique
Florescano
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Palabras
pronunciadas durante la sesión del Consejo Universitario
General, luego de ser distinguido con el grado de Doctor Honoris
Causa por la Universidad Vearcruzana.
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La
memoria es el instrumento indispensable para recordar nuestros orígenes
y apreciar los legados que hemos recibido del pasado. Para cumplir
esa tarea la memoria requiere, como las computadoras que la imitan,
almacenar informaciones cuantiosas y ordenar esos datos en lugares
precisos.
Hace poco, los estudiosos de la memoria descubrieron que para activar
los recuerdos el aparato memorioso requiere asociar la información
guardada en sus almacenes con imágenes poderosas, imposible
de olvidar. Así, cuando acudimos al lugar donde se han depositado
los datos, inmediatamente aparece la imagen que activa la memoria
y de este modo los recuerdos vienen a la mente, uno tras otro. Asimismo,
los novelistas, los psicólogos y los historiadores nos han
mostrado que los depósitos más ricos de la memoria individual
y colectiva son los de los orígenes, los del inicio y formación
de las experiencias humanas.
Esos vínculos entre el lugar y la imagen fueron las que se
impusieron en mi memoria cuando el Consejo Universitario de esta Universidad
me comunicó su decisión de otorgarme el inmerecido reconocimiento
que hoy nos reúne.
Los lugares indeleblemente grabados en mi memoria son los paisajes
humanos y geográficos de Veracruz. Y las enseñanzas
que cambiaron la idea que entonces tenía del mundo, de mi país,
del quehacer humano y de mi propia tarea, las recibí en las
aulas de esta Universidad bajo la forma de lecciones e imágenes
inolvidables. Quiero entonces evocar la imagen de la Universidad que
me formó, su fuerza creativa y transformadora, su talante democrático
y humanista, y su idea de que la misión de la Universidad no
se puede limitar a producir profesionistas eficientes, sino que además
le compete formar ciudadanos imbuidos de principios morales solidarios.
Cuando ingresé a la Universidad Veracruzana mi vida y mis valores
estaban enteramente modelados por el entorno familiar. Eran una combinación
de valores cristianos antiguos por parte de mi madre, y de ideales
socialistas utópicos por el lado de mi padre. Junto al cariño
y el afecto familiar que rodearon a esos primeros años, mi
memoria conserva el paisaje de las poblaciones enclavadas en el piedemonte
veracruzano, el territorio de mi infancia y adolescencia.
Aun hoy, después de haber recorrido otras geografías,
los paisajes que más recuerdo son los manantiales y los ríos
que nacen al pie de las montañas donde se eleva el Pico de
Orizaba, los cafetales y cañaverales entreverados con las milpas
del maíz, los bosques de hayas y liquidámbar, el color
de los pueblos que recorre el Papaloapan, y los juegos de luz que
provoca el contraste entre el valle y la montaña.
Con estas imágenes primarias llegué a Xalapa, para ingresar
a las aulas de la Universidad Veracruzana como estudiante de la carrera
de Leyes. Pero cuando el doctor Gonzalo Aguirre Beltrán fue
nombrado rector y fundó la Facultad de Filosofía y Letras,
mi vida dio un giro de 180 grados. Filosofía, letras, historia
y antropología eran saberes recién llegados a la Universidad,
pero no residía en esto su atractivo. Su convocatoria se basaba
en una nueva forma de relación entre profesores y alumnos,
dentro de un espacio que favorecía esas relaciones. El salón
de clases era pequeño, como también lo era el tamaño
de la Universidad y el de Xalapa, así que el conjunto formaba
un ámbito que estimulaba el trato personal y la comunicación.
Era una comunidad que reunía a profesores formados en diversas
disciplinas y a estudiantes procedentes de las distintas regiones
del estado. El mayor de nuestros profesores era don Pepe García
Payón, cuya pasión por las excavaciones arqueológicas
parecía una cosa extravagante, pues entonces la arqueología
no tenía los prestigios que hoy la adornan. Los otros profesores
no llegaban a los 40 años y la mayoría hacía
poco que habían terminado sus estudios de maestría o
doctorado. Así que en las clases se enseñaban los últimos
conocimientos procedentes de Europa y de Norteamérica, y el
aula era un lugar efervescente, un espacio donde concurría
la gana de enseñar con el ánimo de aprender.
Los pasillos, el café, la biblioteca y la tertulia eran extensiones
del aula. Lugares donde uno se enteraba de las teorías más
recientes, de los libros que causaban mayor impacto, o era invitado
a la clase de los profesores de otra especialidad, o a escuchar las
conferencias que venían a dar los maestros de la unam, de El
Colegio de México o de la Universidad de la Sorbona. Quiero
decir que esa pequeña Facultad de Filosofía y Letras
era un aula con las puertas abiertas de par en par. Ahí conocí
a profesores que forjaron mi ideal de maestro como José Gaos,
Edmundo OGorman y Luis Villoro. Y tuve la fortuna de tener como
instructores de la reconstrucción histórica a Xavier
Tavera Alfaro, Joaquín Sánchez MacGregor y Alfonso Medellín
Zenil.
La Universidad Veracruzana era también una casa de estudios
con vocación emprendedora. Desde años antes había
iniciado un proceso de descentralización que se ha continuado
hasta nuestros días y es un modelo para otras universidades.
El cultivo de la filosofía, las letras y la historia, al unirse
con las artes, particularmente con la música y la pintura y,
más tarde, con las ciencias, le dieron a esa institución
un sentido humanístico que sigue siendo uno de sus rasgos definitorios.
Entonces su expresión más fuerte era la empresa editorial
que dirigía Sergio Galindo, una aventura que reunió
a jóvenes poetas y escritores mexicanos con un grupo de autores
noveles latinoamericanos (Gabriel García Márquez y Álvaro
Mutis), quienes publicaron obras memorables en esta editorial y en
la revista La Palabra y el Hombre.
Otra empresa que habría de tener grandes repercusiones futuras
fue la fundación del Museo de Antropología. En un edificio
mal acabado y perpetuamente invadido por goteras se desplegó
por primera vez, la espléndida colección de piezas olmecas,
totonacas, y huastecas, que convirtieron a este lugar en un sitio
de peregrinación obligado.
El espíritu providente de esa universidad marcó a sus
estudiantes. Recuerdo que en la Facultad de Filosofía y Letras
se publicó la primera revista elaborada por sus alumnos y más
tarde este mismo grupo creó el primer suplemento cultural del
Diario de Xalapa, alentado por el periodista Froylán Flores
Cancela. La sociedad de alumnos convocó a un concurso de cuento
y más tarde promovió una revisión del camino
recorrido por la literatura mexicana, que en esos años vivía
uno de sus momentos de renovación. Uno de los conferencistas
de ese ciclo fue José Emilio Pacheco, quien tenía 19
años. José Emilio y yo viajamos juntos de México
a Xalapa en una corrida nocturna de los autobuses ado.
No dormí esa noche porque José Emilio gastó horas
en convencerme de que había cometido el más grande de
los errores al invitarlo. Más tarde, afortunadamente, me puso
al tanto de sus trabajos y me relató la experiencia de sus
últimas lecturas. Recuerdo que en ese viaje escuché
por primera vez los nombres de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares,
Julio Cortázar, William Faulkner y otros autores cuyas obras
se convierten en lecturas preferidas.
La Universidad era una institución cuyo espíritu desbordaba
el aula e invadía el café, la calle, la plaza y la cantina,
hasta penetrar en el interior de las casas que nos albergaban. Creo
que no había semana sin que Roberto Bravo Garzón, Guillermo
Barklay, Francisco Salmerón, Pedro Hernández, Mario
Chávez, Eraclio Zepeda o Jaime Shelley, no suscitaran una discusión
alocada e interminable sobre la filosofía de Sartre, la pintura
de Diego Rivera, El Laberinto de la Soledad, la revolución
cubana, las bondades y desaciertos de la orquesta sinfónica,
el movimiento de Othón Salazar o la poesía de Jaime
Sabines. De esta escuela extramuros viene mi afición por el
trato con los escritores y artistas, y mi interés por campos
que parecían alejados de la historia, pero que resultaron decisivos
para fundar mi concepción del desarrollo humano.
Quiero decir que esta Universidad no sólo me enseñó
a estudiar y a deletrear los caminos de la historia. Me formó,
me impuso una manera de vivir en sociedad y me dotó de instrumentos
y valores para discernir mis tareas bajo la amplia perspectiva de
la nación. Cuando reflexiono sobre esos años decisivos,
como lo hago ahora, no puedo menos que reconocer mi índole
social y aceptar que la mayor parte de mi vida posterior no ha sido
más que la prolongación o el acompletamiento de lo que
aprendí, vislumbré y quise ser entonces.
Hace poco, cuando le confié estas impresiones a unos amigos,
me miraron amoscados, y me sugirieron que quizá había
fabricado un retrato idealizado de esa Universidad. Argüí
que no, que el modelo que encarnó la Universidad Veracruzana
era un arquetipo antiguo, que hoy se sigue reproduciendo y es considerado
el modelo idiosincrático del proyecto académico original.
Como sabemos, el arquetipo de una Universidad edificada sobre sí
misma, sin más leyes y propósitos que los dictados por
los valores académicos nació hace unos 500 años
en Oxford y Cambridge y se mantiene vigoroso. Es el modelo que imitaron
Hardvard, Yale y otras universidades norteamericanas que hoy ocupan
el lugar más alto entre las instituciones de enseñanza
e investigación de ese país.
En México, las circunstancias propias impulsaron otros modelos
educativos, imaginados para resolver desafíos ingentes, desde
los demográficos hasta los tecnológicos, o para atender
requerimientos inéditos. Al mismo tiempo, los avatares políticos
y económicos incidieron negativamente en el desarrollo y la
estabilidad de las instituciones educativas mexicanas. Nuestras antiguas
casas de estudio padecen hoy el asedio conjunto del gigantismo demográfico,
la penuria de recursos, el envejecimiento del plantel docente y la
acometida de los intereses corporativos, llámense partidistas,
gremiales o académicos. Es decir, la crisis de la institución
universitaria se ha sumado a la crisis general que afecta al sistema
educativo, y esa combinación funesta proyecta una sombra en
nuestras expectativas futuras.
Ante esos fantasmas amenazadores, me pareció oportuno recordar
aquí la experiencia de la Universidad Veracruzana. Pienso que
el proyecto de depositar en la educación la responsabilidad
de perfeccionar las destrezas personales e inculcar los valores que
cohesionan y elevan a las agrupaciones humanas, sigue siendo un proyecto
prioritario. La educación rigurosa, la concepción de
la investigación científica como instrumento transformador
del entorno natural y social, la apertura a saberes y tradiciones
culturales que amplían nuestra compresión del desarrollo
histórico, y la capacitación para disfrutar la diversidad
de las creaciones humanas, siguen siendo metas esenciales de la institución
universitaria. Nuestra responsabilidad es conservar esos valores,
y nuestro mayor desafío es volcarlos y reproducirlos en el
conjunto de la sociedad.
Aprendí el significado de esos valores aquí y por eso
expreso mi profundo agradecimiento a la Universidad que me formó
y, particularmente, al Consejo Universitario y al rector Víctor
Arredondo, que ahora me otorgan estos honores y me hacen doblemente
deudor de mi alma mater. Muchas gracias |
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