Noviembre-Diciembre 2002, Nueva época No. 59-60 Xalapa • Veracruz • México
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Evocación de la Universidad Veracruzana
Enrique Florescano

Palabras pronunciadas durante la sesión del Consejo Universitario General, luego de ser distinguido con el grado de Doctor Honoris Causa por la Universidad Vearcruzana.
La memoria es el instrumento indispensable para recordar nuestros orígenes y apreciar los legados que hemos recibido del pasado. Para cumplir esa tarea la memoria requiere, como las computadoras que la imitan, almacenar informaciones cuantiosas y ordenar esos datos en lugares precisos.
Hace poco, los estudiosos de la memoria descubrieron que para activar los recuerdos el aparato memorioso requiere asociar la información guardada en sus almacenes con imágenes poderosas, imposible de olvidar. Así, cuando acudimos al lugar donde se han depositado los datos, inmediatamente aparece la imagen que activa la memoria y de este modo los recuerdos vienen a la mente, uno tras otro. Asimismo, los novelistas, los psicólogos y los historiadores nos han mostrado que los depósitos más ricos de la memoria individual y colectiva son los de los orígenes, los del inicio y formación de las experiencias humanas.
Esos vínculos entre el lugar y la imagen fueron las que se impusieron en mi memoria cuando el Consejo Universitario de esta Universidad me comunicó su decisión de otorgarme el inmerecido reconocimiento que hoy nos reúne.
Los lugares indeleblemente grabados en mi memoria son los paisajes humanos y geográficos de Veracruz. Y las enseñanzas que cambiaron la idea que entonces tenía del mundo, de mi país, del quehacer humano y de mi propia tarea, las recibí en las aulas de esta Universidad bajo la forma de lecciones e imágenes inolvidables. Quiero entonces evocar la imagen de la Universidad que me formó, su fuerza creativa y transformadora, su talante democrático y humanista, y su idea de que la misión de la Universidad no se puede limitar a producir profesionistas eficientes, sino que además le compete formar ciudadanos imbuidos de principios morales solidarios.
Cuando ingresé a la Universidad Veracruzana mi vida y mis valores estaban enteramente modelados por el entorno familiar. Eran una combinación de valores cristianos antiguos por parte de mi madre, y de ideales socialistas utópicos por el lado de mi padre. Junto al cariño y el afecto familiar que rodearon a esos primeros años, mi memoria conserva el paisaje de las poblaciones enclavadas en el piedemonte veracruzano, el territorio de mi infancia y adolescencia.
Aun hoy, después de haber recorrido otras geografías, los paisajes que más recuerdo son los manantiales y los ríos que nacen al pie de las montañas donde se eleva el Pico de Orizaba, los cafetales y cañaverales entreverados con las milpas del maíz, los bosques de hayas y liquidámbar, el color de los pueblos que recorre el Papaloapan, y los juegos de luz que provoca el contraste entre el valle y la montaña.
Con estas imágenes primarias llegué a Xalapa, para ingresar a las aulas de la Universidad Veracruzana como estudiante de la carrera de Leyes. Pero cuando el doctor Gonzalo Aguirre Beltrán fue nombrado rector y fundó la Facultad de Filosofía y Letras, mi vida dio un giro de 180 grados. Filosofía, letras, historia y antropología eran saberes recién llegados a la Universidad, pero no residía en esto su atractivo. Su convocatoria se basaba en una nueva forma de relación entre profesores y alumnos, dentro de un espacio que favorecía esas relaciones. El salón de clases era pequeño, como también lo era el tamaño de la Universidad y el de Xalapa, así que el conjunto formaba un ámbito que estimulaba el trato personal y la comunicación.
Era una comunidad que reunía a profesores formados en diversas disciplinas y a estudiantes procedentes de las distintas regiones del estado. El mayor de nuestros profesores era don Pepe García Payón, cuya pasión por las excavaciones arqueológicas parecía una cosa extravagante, pues entonces la arqueología no tenía los prestigios que hoy la adornan. Los otros profesores no llegaban a los 40 años y la mayoría hacía poco que habían terminado sus estudios de maestría o doctorado. Así que en las clases se enseñaban los últimos conocimientos procedentes de Europa y de Norteamérica, y el aula era un lugar efervescente, un espacio donde concurría la gana de enseñar con el ánimo de aprender.
Los pasillos, el café, la biblioteca y la tertulia eran extensiones del aula. Lugares donde uno se enteraba de las teorías más recientes, de los libros que causaban mayor impacto, o era invitado a la clase de los profesores de otra especialidad, o a escuchar las conferencias que venían a dar los maestros de la unam, de El Colegio de México o de la Universidad de la Sorbona. Quiero decir que esa pequeña Facultad de Filosofía y Letras era un aula con las puertas abiertas de par en par. Ahí conocí a profesores que forjaron mi ideal de maestro como José Gaos, Edmundo O’Gorman y Luis Villoro. Y tuve la fortuna de tener como instructores de la reconstrucción histórica a Xavier Tavera Alfaro, Joaquín Sánchez MacGregor y Alfonso Medellín Zenil.
La Universidad Veracruzana era también una casa de estudios con vocación emprendedora. Desde años antes había iniciado un proceso de descentralización que se ha continuado hasta nuestros días y es un modelo para otras universidades. El cultivo de la filosofía, las letras y la historia, al unirse con las artes, particularmente con la música y la pintura y, más tarde, con las ciencias, le dieron a esa institución un sentido humanístico que sigue siendo uno de sus rasgos definitorios. Entonces su expresión más fuerte era la empresa editorial que dirigía Sergio Galindo, una aventura que reunió a jóvenes poetas y escritores mexicanos con un grupo de autores noveles latinoamericanos (Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis), quienes publicaron obras memorables en esta editorial y en la revista La Palabra y el Hombre.
Otra empresa que habría de tener grandes repercusiones futuras fue la fundación del Museo de Antropología. En un edificio mal acabado y perpetuamente invadido por goteras se desplegó por primera vez, la espléndida colección de piezas olmecas, totonacas, y huastecas, que convirtieron a este lugar en un sitio de peregrinación obligado.
El espíritu providente de esa universidad marcó a sus estudiantes. Recuerdo que en la Facultad de Filosofía y Letras se publicó la primera revista elaborada por sus alumnos y más tarde este mismo grupo creó el primer suplemento cultural del Diario de Xalapa, alentado por el periodista Froylán Flores Cancela. La sociedad de alumnos convocó a un concurso de cuento y más tarde promovió una revisión del camino recorrido por la literatura mexicana, que en esos años vivía uno de sus momentos de renovación. Uno de los conferencistas de ese ciclo fue José Emilio Pacheco, quien tenía 19 años. José Emilio y yo viajamos juntos de México a Xalapa en una corrida nocturna de los autobuses ado.
No dormí esa noche porque José Emilio gastó horas en convencerme de que había cometido el más grande de los errores al invitarlo. Más tarde, afortunadamente, me puso al tanto de sus trabajos y me relató la experiencia de sus últimas lecturas. Recuerdo que en ese viaje escuché por primera vez los nombres de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, William Faulkner y otros autores cuyas obras se convierten en lecturas preferidas.
La Universidad era una institución cuyo espíritu desbordaba el aula e invadía el café, la calle, la plaza y la cantina, hasta penetrar en el interior de las casas que nos albergaban. Creo que no había semana sin que Roberto Bravo Garzón, Guillermo Barklay, Francisco Salmerón, Pedro Hernández, Mario Chávez, Eraclio Zepeda o Jaime Shelley, no suscitaran una discusión alocada e interminable sobre la filosofía de Sartre, la pintura de Diego Rivera, El Laberinto de la Soledad, la revolución cubana, las bondades y desaciertos de la orquesta sinfónica, el movimiento de Othón Salazar o la poesía de Jaime Sabines. De esta escuela extramuros viene mi afición por el trato con los escritores y artistas, y mi interés por campos que parecían alejados de la historia, pero que resultaron decisivos para fundar mi concepción del desarrollo humano.
Quiero decir que esta Universidad no sólo me enseñó a estudiar y a deletrear los caminos de la historia. Me formó, me impuso una manera de vivir en sociedad y me dotó de instrumentos y valores para discernir mis tareas bajo la amplia perspectiva de la nación. Cuando reflexiono sobre esos años decisivos, como lo hago ahora, no puedo menos que reconocer mi índole social y aceptar que la mayor parte de mi vida posterior no ha sido más que la prolongación o el acompletamiento de lo que aprendí, vislumbré y quise ser entonces.
Hace poco, cuando le confié estas impresiones a unos amigos, me miraron amoscados, y me sugirieron que quizá había fabricado un retrato idealizado de esa Universidad. Argüí que no, que el modelo que encarnó la Universidad Veracruzana era un arquetipo antiguo, que hoy se sigue reproduciendo y es considerado el modelo idiosincrático del proyecto académico original. Como sabemos, el arquetipo de una Universidad edificada sobre sí misma, sin más leyes y propósitos que los dictados por los valores académicos nació hace unos 500 años en Oxford y Cambridge y se mantiene vigoroso. Es el modelo que imitaron Hardvard, Yale y otras universidades norteamericanas que hoy ocupan el lugar más alto entre las instituciones de enseñanza e investigación de ese país.
En México, las circunstancias propias impulsaron otros modelos educativos, imaginados para resolver desafíos ingentes, desde los demográficos hasta los tecnológicos, o para atender requerimientos inéditos. Al mismo tiempo, los avatares políticos y económicos incidieron negativamente en el desarrollo y la estabilidad de las instituciones educativas mexicanas. Nuestras antiguas casas de estudio padecen hoy el asedio conjunto del gigantismo demográfico, la penuria de recursos, el envejecimiento del plantel docente y la acometida de los intereses corporativos, llámense partidistas, gremiales o académicos. Es decir, la crisis de la institución universitaria se ha sumado a la crisis general que afecta al sistema educativo, y esa combinación funesta proyecta una sombra en nuestras expectativas futuras.
Ante esos fantasmas amenazadores, me pareció oportuno recordar aquí la experiencia de la Universidad Veracruzana. Pienso que el proyecto de depositar en la educación la responsabilidad de perfeccionar las destrezas personales e inculcar los valores que cohesionan y elevan a las agrupaciones humanas, sigue siendo un proyecto prioritario. La educación rigurosa, la concepción de la investigación científica como instrumento transformador del entorno natural y social, la apertura a saberes y tradiciones culturales que amplían nuestra compresión del desarrollo histórico, y la capacitación para disfrutar la diversidad de las creaciones humanas, siguen siendo metas esenciales de la institución universitaria. Nuestra responsabilidad es conservar esos valores, y nuestro mayor desafío es volcarlos y reproducirlos en el conjunto de la sociedad.
Aprendí el significado de esos valores aquí y por eso expreso mi profundo agradecimiento a la Universidad que me formó y, particularmente, al Consejo Universitario y al rector Víctor Arredondo, que ahora me otorgan estos honores y me hacen doblemente deudor de mi alma mater. Muchas gracias