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Enrique
Florescano: maestro de la memoria
Héctor
Aguilar Camín
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Presentación
del historiador Enrique Florescano, durante el acto en que la Universidad
Veracruzana le otorgó el Doctorado Honoris Causa.
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Enrique
Florescano es nueve años y un día mayor que quien les
habla: nació el 8 de julio de 1937 en San Juan de Coscomatepec,
estado de Veracruz. Lo conocí en el año de 1969 durante
los cursos del doctorado en Historia de El Colegio de México,
donde él era maestro de oficio y yo estudiante de ocasión.
Vestía con elegancia aristocrática, usaba una barbita
luciferina y abría en cada clase una ancha ventana por dónde
mirar hacia las alamedas de la histo-riografía francesa.
Había obtenido su doctorado en París con una investigación
que sigue siendo única dentro de la historia mexicana: una
historia de los precios del maíz, cuyo vaivén calamitoso,
dictado por los ciclos naturales y por la manipulación de los
acaparadores, echaba una extraña y potente luz sobre la sociedad
colonial, y sobre los desarreglos que precipitaron la independencia
de México.
En un medio académico un tanto anticuario, donde el único
flechador de empresas grandes parecía ser don Daniel Cosío
Villegas, Florescano era todo ebullición y proyectos. Tenía
el impulso de fundar cosas y el demonio personal de la innovación.
Quería ventilar la casona, abrirla a otros mundos, moverla
hacia la exploración de nuevos temas, nuevos métodos,
nuevas obsesiones que implantar en la conciencia de los historiadores
de México.
Sus colegas lo miraban con escándalo e ironía, sus alumnos
con un interés natural por la juventud invitadora de su estilo.
No bien asumió la dirección de la revista Historia mexicana,
que editaba el Centro de Estudios Históricos, puso a sus alumnos
a escribir reseñas de libros que habían escrito los
maestros, y nos hizo debutar a varios como autores ya hechos en aquel
modesto templo meritocrático a cuyas puertas tocaban por años
historiadores maduros para que les aceptaran un artículo.
Había en Florescano una confianza temeraria en las nuevas generaciones.
No miraba hacia atrás en busca de las enseñanzas de
la historia, sino hacia adelante en busca de los historiadores que
habrían de cambiar nuestra manera de mirar y enseñar
la historia. Quería sacar la historia del claustro y llevarla
a la plaza pública no en el sentido de vulgarizarla, sino de
hacerla parte de la reflexión sobre el rumbo deseable del país.
Como ninguno de sus contemporáneos académicos, Florescano
presintió el terremoto cultural que se licuaba en la clase
media ilustrada y los centros de educación superior a fines
de los años sesenta, aquella oleada crítica que quería
una cultura viva capaz de responder a las preguntas ásperas
y perturbadoras de la realidad.
Florescano percibió como ninguno las fracturas de su generación
y las siguientes con el establecimiento político y cultural
del México posrevolucionario. Nadie fue más generoso
y abierto al pulso de aquella revolución cultural silenciosa
que corría por la conciencia pública como una herida
abierta desde los días trágicos del 68.
El Enrique Florescano de entonces tenía una memoria fresca
de su paso por la Universidad Veracruzana, donde había hecho
amigos que le duraron toda la vida y aprendido los rasgos básicos
de lo que ha sido hasta hoy su prolífica aventura intelectual.
Durante su paso por esta Universidad, donde estudió de 1956
a 1960, hizo las carreras de Historia y Letras, fundó y dirigió
la revista Situaciones y el suplemento cultural del Diario de Xalapa,
y fue secretario de acción cultural de la federación
estudiantil, desde la que organizó conferencias y mesas redondas,
un curso de cuento y la publicación de libros estudiantiles.
Ahí estaba ya de cuerpo entero el Enrique Florescano que los
años siguientes vieron crecer y propagarse. Ahí está
ya el organizador práctico, el ubicuo animador cultural, el
creador de espacios públicos, el inventor de revistas y opciones
editoriales. Florescano ensayó en esta Universidad lo que habría
de hacer el resto de su vida.
Ha sido un maestro en la cátedra y en la investigación.
También en el extraño arte de vincular la academia con
el público, el público con la investigación,
la investigación con proyectos editoriales, los proyectos editoriales
con las finanzas que los hicieran posibles.
Florescano ha dejado una huella fecunda en todos esos ámbitos,
porque ha tendido entre ellos puentes convergentes de rigor intelectual,
pasión por la reflexión pública y generosidad
para abrir espacio a otros, un espacio de colaboración y amistad,
que envuelve y cimenta todo lo demás.
Decía Cosío Villegas que el drama de la generación
de 1915 fue que sus miembros debieron cambiar la pluma por la pala;
dedicaron sus mejores esfuerzos al hacer sacrificando en ello el escribir
y su obra personal como autores. Enrique Florescano ha sido un intelectual
de la pala y de la pluma. Es un historiador prolífico, original
y concentrado, que no ha dejado nunca la biblioteca ni el archivo.
Su obra ha terminado pintando un fresco impresionante cuya pregunta
central es por la memoria y la construcción de la identidad
mexicana.
La historia no es lo que sucedió sino lo que recordamos. Pocos
historiadores habrán estudiado y comprendido mejor esta inquietante
paradoja que Enrique Florescano. A la exploración de la memoria
construida que es nuestra identidad ha dedicado los más fecundos
libros de su cosecha reciente: Memoria mexicana (1987, 1994), Etnia,
estado y nación, 1996, y Memoria indígena (1999).
Florescano ha sido también coautor de libros incontables en
géneros y asuntos de los más diversos: ensayos y antologías
sobre la Nueva España, la estructura agraria, la historia de
Michoacán o las sequías históricas de México;
atlas y recuentos bibliográficos, sobre la fauna y la flora,
la economía del país o la de Veracruz; historias gráficas
y lecturas sobre la revolución mexicana, las reformas borbónicas
o las rebeliones agrarias.
Ha sido también inventor de colecciones y publicaciones que
han dejado larga huella en la cultura mexicana. En unas semanas cumplirá
25 años la edición mensual de la revista Nexos, que
debe a Florescano su fundación y su espíritu.
Finalmente, Florescano ha sido desde sus primeros años un gran
organizador y animador de la cultura. Una cultura pensada para construir
el país, cultura en el sentido de los valores que sustentan
la vida profunda, la vitalidad renovada de una sociedad, no el inventario
de las obras más o menos artísticas que lo adornan.
Como organizador de la cultura, Florescano no confundió nunca
independencia con antigobernismo, ni calidad con aislamiento y torres
de marfil. Hubo siempre en él y queda intacta, la profunda
fe en la cultura y las ideas como agentes civilizadores, y la fe en
la educación, en particular la educación pública
superior, como el lugar donde ha de pensarse en profundidad creativa
el futuro de México.
Desde hace unos años, sus amigos lo hemos visto angustiarse
y rebelarse una y otra vez por la pérdida creciente de tumbo
y ambición intelectual de la Universidad pública, por
la burocratización de los claustros académicos que le
quita sensibilidad y arrojo a sus comunidades intelectuales, por la
reducción de los presupuestos destinados a la educación
y la cultura que le roban impulso y centralidad a instituciones que
fueron en otro tiempo rectoras del pensamiento y el desarrollo de
México.
Historiador, maestro, editor, organizador cultural. Todos estos elementos
excepcionales han hecho su camino profundo en una vida excepcional.
Pero yo no puedo pensar en Enrique Florescano al final del viaje sino
como lo que fue, maestro, que han sido para mí los emisores
de una triple pedagogía: la pedagogía de la historia,
la pedagogía del trabajo, la pedagogía de la amistad.
Gracias Enrique, de todo corazón. |
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