Noviembre-Diciembre 2002, Nueva época No. 59-60 Xalapa • Veracruz • México
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Enrique Florescano: maestro de la memoria
Héctor Aguilar Camín

Presentación del historiador Enrique Florescano, durante el acto en que la Universidad Veracruzana le otorgó el Doctorado Honoris Causa.
Enrique Florescano es nueve años y un día mayor que quien les habla: nació el 8 de julio de 1937 en San Juan de Coscomatepec, estado de Veracruz. Lo conocí en el año de 1969 durante los cursos del doctorado en Historia de El Colegio de México, donde él era maestro de oficio y yo estudiante de ocasión. Vestía con elegancia aristocrática, usaba una barbita luciferina y abría en cada clase una ancha ventana por dónde mirar hacia las alamedas de la histo-riografía francesa.
Había obtenido su doctorado en París con una investigación que sigue siendo única dentro de la historia mexicana: una historia de los precios del maíz, cuyo vaivén calamitoso, dictado por los ciclos naturales y por la manipulación de los acaparadores, echaba una extraña y potente luz sobre la sociedad colonial, y sobre los desarreglos que precipitaron la independencia de México.
En un medio académico un tanto anticuario, donde el único flechador de empresas grandes parecía ser don Daniel Cosío Villegas, Florescano era todo ebullición y proyectos. Tenía el impulso de fundar cosas y el demonio personal de la innovación. Quería ventilar la casona, abrirla a otros mundos, moverla hacia la exploración de nuevos temas, nuevos métodos, nuevas obsesiones que implantar en la conciencia de los historiadores de México.
Sus colegas lo miraban con escándalo e ironía, sus alumnos con un interés natural por la juventud invitadora de su estilo. No bien asumió la dirección de la revista Historia mexicana, que editaba el Centro de Estudios Históricos, puso a sus alumnos a escribir reseñas de libros que habían escrito los maestros, y nos hizo debutar a varios como autores ya hechos en aquel modesto templo meritocrático a cuyas puertas tocaban por años historiadores maduros para que les aceptaran un artículo.
Había en Florescano una confianza temeraria en las nuevas generaciones. No miraba hacia atrás en busca de las enseñanzas de la historia, sino hacia adelante en busca de los historiadores que habrían de cambiar nuestra manera de mirar y enseñar la historia. Quería sacar la historia del claustro y llevarla a la plaza pública no en el sentido de vulgarizarla, sino de hacerla parte de la reflexión sobre el rumbo deseable del país.
Como ninguno de sus contemporáneos académicos, Florescano presintió el terremoto cultural que se licuaba en la clase media ilustrada y los centros de educación superior a fines de los años sesenta, aquella oleada crítica que quería una cultura viva capaz de responder a las preguntas ásperas y perturbadoras de la realidad.
Florescano percibió como ninguno las fracturas de su generación y las siguientes con el establecimiento político y cultural del México posrevolucionario. Nadie fue más generoso y abierto al pulso de aquella revolución cultural silenciosa que corría por la conciencia pública como una herida abierta desde los días trágicos del 68.
El Enrique Florescano de entonces tenía una memoria fresca de su paso por la Universidad Veracruzana, donde había hecho amigos que le duraron toda la vida y aprendido los rasgos básicos de lo que ha sido hasta hoy su prolífica aventura intelectual. Durante su paso por esta Universidad, donde estudió de 1956 a 1960, hizo las carreras de Historia y Letras, fundó y dirigió la revista Situaciones y el suplemento cultural del Diario de Xalapa, y fue secretario de acción cultural de la federación estudiantil, desde la que organizó conferencias y mesas redondas, un curso de cuento y la publicación de libros estudiantiles.
Ahí estaba ya de cuerpo entero el Enrique Florescano que los años siguientes vieron crecer y propagarse. Ahí está ya el organizador práctico, el ubicuo animador cultural, el creador de espacios públicos, el inventor de revistas y opciones editoriales. Florescano ensayó en esta Universidad lo que habría de hacer el resto de su vida.
Ha sido un maestro en la cátedra y en la investigación. También en el extraño arte de vincular la academia con el público, el público con la investigación, la investigación con proyectos editoriales, los proyectos editoriales con las finanzas que los hicieran posibles.
Florescano ha dejado una huella fecunda en todos esos ámbitos, porque ha tendido entre ellos puentes convergentes de rigor intelectual, pasión por la reflexión pública y generosidad para abrir espacio a otros, un espacio de colaboración y amistad, que envuelve y cimenta todo lo demás.
Decía Cosío Villegas que el drama de la generación de 1915 fue que sus miembros debieron cambiar la pluma por la pala; dedicaron sus mejores esfuerzos al hacer sacrificando en ello el escribir y su obra personal como autores. Enrique Florescano ha sido un intelectual de la pala y de la pluma. Es un historiador prolífico, original y concentrado, que no ha dejado nunca la biblioteca ni el archivo. Su obra ha terminado pintando un fresco impresionante cuya pregunta central es por la memoria y la construcción de la identidad mexicana.
La historia no es lo que sucedió sino lo que recordamos. Pocos historiadores habrán estudiado y comprendido mejor esta inquietante paradoja que Enrique Florescano. A la exploración de la memoria construida que es nuestra identidad ha dedicado los más fecundos libros de su cosecha reciente: Memoria mexicana (1987, 1994), Etnia, estado y nación, 1996, y Memoria indígena (1999).
Florescano ha sido también coautor de libros incontables en géneros y asuntos de los más diversos: ensayos y antologías sobre la Nueva España, la estructura agraria, la historia de Michoacán o las sequías históricas de México; atlas y recuentos bibliográficos, sobre la fauna y la flora, la economía del país o la de Veracruz; historias gráficas y lecturas sobre la revolución mexicana, las reformas borbónicas o las rebeliones agrarias.
Ha sido también inventor de colecciones y publicaciones que han dejado larga huella en la cultura mexicana. En unas semanas cumplirá 25 años la edición mensual de la revista Nexos, que debe a Florescano su fundación y su espíritu.
Finalmente, Florescano ha sido desde sus primeros años un gran organizador y animador de la cultura. Una cultura pensada para construir el país, cultura en el sentido de los valores que sustentan la vida profunda, la vitalidad renovada de una sociedad, no el inventario de las obras más o menos artísticas que lo adornan. Como organizador de la cultura, Florescano no confundió nunca independencia con antigobernismo, ni calidad con aislamiento y torres de marfil. Hubo siempre en él y queda intacta, la profunda fe en la cultura y las ideas como agentes civilizadores, y la fe en la educación, en particular la educación pública superior, como el lugar donde ha de pensarse en profundidad creativa el futuro de México.
Desde hace unos años, sus amigos lo hemos visto angustiarse y rebelarse una y otra vez por la pérdida creciente de tumbo y ambición intelectual de la Universidad pública, por la burocratización de los claustros académicos que le quita sensibilidad y arrojo a sus comunidades intelectuales, por la reducción de los presupuestos destinados a la educación y la cultura que le roban impulso y centralidad a instituciones que fueron en otro tiempo rectoras del pensamiento y el desarrollo de México.
Historiador, maestro, editor, organizador cultural. Todos estos elementos excepcionales han hecho su camino profundo en una vida excepcional. Pero yo no puedo pensar en Enrique Florescano al final del viaje sino como lo que fue, maestro, que han sido para mí los emisores de una triple pedagogía: la pedagogía de la historia, la pedagogía del trabajo, la pedagogía de la amistad.
Gracias Enrique, de todo corazón.