Julio-Agosto 2002, Nueva época No. 55-56 Xalapa • Veracruz • México
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De El tío Vania
Anton Chéjov

Comedia en cuatro actos

Personajes
Aleksándr Vladímirovich Serebriakov, profesor retirado.
Elena Adréievna, su mujer, de 27 años de edad.
Sofía Aleksándrovna (Sonia), su hija del primer matrimonio.
María Vasílievna Voinitskaia, viuda de un alto funcionario, madre de la primera mujer del profesor.
Iván Petróvich Voinitsky, el hijo de ésta.
Mijaíl Lvóvich Ástrov, médico.
Ilyá Ilyích Teleguin, terrateniente empobrecido.
Marina (Ñaña),vieja niñera.
Un peón.

[La acción se desarrolla en la finca de Serebriakov.]

Acto Primero

Un jardín. Se ve una parte de la casa con la terraza. En la avenida, bajo un viejo álamo, una mesa servida para el té. Bancos, sillas; sobre un banco una guitarra. No lejos de la mesa un columpio. Son más de las dos de la tarde de un día nublado. Marina, vieja fofa y lenta, está sentada al lado del samovar tejiendo una media. Ástrov va y viene cerca de ella.

Marina (llenando un vaso con té): Toma, padrecito.
Ástrov (acepta el vaso con displicencia): No tengo muchas ganas.
Marina: ¿Tomarías un poco de vodka?
Ástrov: No. No bebo vodka todos los días. Además, el tiempo es sofocante. (Pausa.) Ñaña, ¿cuántos años hace que nos conocemos?
Marina (reflexionando): ¿Cuántos?… Dios me dé memoria… Llegaste aquí, a estos lugares… ¿cuándo fue? Aún vivía Vera Petrovna, la madre de Sóniechka. Nos has visitado durante dos inviernos cuando todavía estaba viva… Entonces, habrán pasado unos once años. (Después de pensar un poco.) O a lo mejor más…
Ástrov: ¿He cambiado mucho desde entonces?
Marina: Mucho. En esa época eras joven, hermoso, pero ahora has envejecido. Tu hermosura ya es otra. Y hay que agregar que bebes bastante.
Ástrov: Sí… En diez años me he vuelto otro hombre. ¿Y cuál es la razón? Exceso de trabajo, ñaña. De la mañana a la noche, siempre de pie, sin un momento de paz, y de noche, acostado bajo las cobijas, temo todo el tiempo que me saquen de la cama para ir a ver a un enfermo. En todo el tiempo que nos conocemos no he tenido un solo día de descanso. ¡Como para no envejecer! Además, la vida de por sí es aburrida, tonta, mísera… Lo traga a uno esta vida. Por todo el derredor no hay más que chiflados, todos son unos chiflados; si se vive con ellos un par de años, poco a poco, sin darse cuenta uno mismo se vuelve chiflado. Es un destino inevitable. (Retorciéndose sus largos bigotes.) Mira qué enormes bigotes… ¡Qué bigotes estúpidos! Soy un chiflado, ñaña… Tonto no me he vuelto todavía, el cerebro funciona normalmente, a Dios gracias, pero mis sentimientos se han embotado. Nada deseo, nada necesito, a nadie quiero. Bueno, quizá a ti solamente. (Le da un beso en la cabeza.) En mi infancia tuve una ñaña igual que tú.
Marina: ¿Quieres comer algo?
Ástrov: No. En la tercera semana de Cuaresma me fui a Málitskoie, a causa de la epidemia. Una epidemia de tifus exantemático… En las chozas había enfermos a montones, mugre, mal olor, humo, terneros tirados en el suelo junto a los enfermos…, lechones… Trabajé todo el día, sin sentarme ni un minuto, sin probar bocado y cuando llegué a casa ni siquiera entonces pude descansar. Habían traído a un señalero del ferrocarril; bueno, lo puse en la mesa para operarlo, pero se murió bajo el cloroformo. Y justamente cuando menos lo deseaba, despertaron mis sentimientos, me oprimió la conciencia como si lo hubiese matado deliberadamente… Me senté, cerré los ojos —así— y pensé: aquellos que vivirán dentro de cien o doscientos años, para quienes estamos abriendo el camino ahora, ¿tendrán una palabra bondadosa al recordarnos? ¡Pues, no, ñaña, no la tendrán!
Marina: La gente no la tendrá, pero Dios sí.
Ástrov: Gracias, ñaña. Bien dicho.
(Entra Voinitsky.)
Voinitsky (llega de la casa; ha dormido una siesta y está algo desaliñado; se sienta en un banco y arregla su elegante corbata): Sí… (Pausa.) Sí…
Ástrov: ¿Dormiste bien?
Voinitsky: Sí… Muy bien. (Bosteza.) Desde que el profesor vino a instalarse aquí con su mujer, mi vida ha salido de sus rieles… Duermo a destiempo, en el almuerzo y en la cena como platos raros, bebo vino… ¡Esto no es sano! En otros tiempos no tenía ni un minuto libre, yo y Sonia trabajábamos como condenados, mientras que ahora trabaja únicamente Sonia; en cuanto a mí, duermo, como, bebo… ¡No está bien!
Marina (meneando la cabeza): ¡Qué hábitos! El profesor se levanta a las doce, mientras tanto el samovar hierve desde temprano esperándolo. Antes que llegaran ellos nuestra comida principal era a mediodía, como hace todo el mundo, ahora es siempre después de las seis. De noche el profesor lee, escribe y de pronto, pasada la una, toca el timbre… ¡Cielos! ¿Qué sucede? ¡Pues nada, quiere té! Hay que despertar a la gente, preparar el samovar… ¡Qué hábitos!
Ástrov: ¿Se quedarán mucho tiempo todavía?
Voinitsky (silbando): Cien años. El profesor ha decidido instalarse aquí.
Marina: ¿Ven? Lo mismo pasa ahora. Hace dos horas que está servido el samovar, pero ellos se han ido de paseo.
Voinitsky: Ya vienen…, ya vienen… No te alteres.

(Se oyen voces; del fondo del jardín regresan del paseo Serebriakov, Elena Andréievna, Sonia y Teleguin.)

Serebriakov: Admirable…, admirable… El paisaje es maravilloso.
Teleguin: Extraordinario, excelente.
Sonia: Papá, mañana iremos a la plantacíón forestal, ¿quieres?
Voinitsky: ¡Vengan a tomar el té!
Serebriakov: ¡Amigos míos, sean buenos, mándenme el té al escritorio! Debo hacer un par de cosas todavía.
Sonia: Estoy segura que la plantación te gustará…

(Elena Andréievna, Serebriakov y Sonia entran en la casa; Teleguin se acerca a la mesa y se sienta junto a Marina.)

Voinitsky: ¡Tenemos un día de calor sofocante pero nuestro gran sabio está con sobretodo, chanclos, paraguas y guantes!
Ástrov: Y… se cuida.
Voinitsky: ¡Pero ella, qué bonita es! ¡Qué bonita! ¡En mi vida he visto una mujer más hermosa!
Teleguin: Maria Timoféievna, ¿sabe? Me siento inefablemente dichoso, sea paseando por el frondoso parque sea mirando esta mesa. El tiempo es delicioso, cantan los pajaritos, convivimos todos en paz y armonía, ¿qué más podríamos desear? (Recibiendo el vaso con té.) ¡Sumamente agradecido!
Voinitsky (soñador): ¡Sus ojos!… ¡Es una mujer maravillosa!
Ástrov: Cuéntanos algo, Iván Petróvich.
Voinitsky (sin ganas): ¿Qué quieres que te cuente?
Ástrov: ¿No hay nada nuevo?
Voinitsky: Nada. Todo es viejo. Yo soy el mismo de antes, hasta quizá peor, ya que me he vuelto perezoso; no hago nada, rezongo solamente como una vieja. En cuanto a mi maman, la vieja cotorra sigue siempre con el tema de la emancipación femenina; tiene un ojo en la tumba y otro en libros sabios buscando el amanecer de una nueva vida.
Ástrov: ¿Y el profesor?
Voinitsky: ¿El profesor? Como siempre, escribiendo en su escritorio desde la mañana hasta altas horas de la noche. «Tensa la mente, fruncido el entrecejo, odas escribimos y escribimos, sin oír jamás elogios, ni para ellas ni para nosotros.»l ¡Pobre papel! Haría mejor en escribir su autobiografía. ¡Qué tema espléndido! Imagínate: un profesor retirado, un viejo secote, una especie de pez descarnado… con reumatismo, gota, jaqueca, con el hígado hinchado por los celos y la envidia… Bueno, pues este secote vive en la finca de su primera mujer, muy a pesar suyo, porque no tiene los medios para vivir en la ciudad. Siempre se queja de sus desgracias, aunque en realidad es sumamente feliz. (Excitado.) ¡Piensa un poco en la suerte que ha tenido! Un seminarista, hijo de un simple sacristán, consigue un diploma universitario, una cátedra, le dicen «excelencia», es yerno de un senador, etc., etc. Por lo demás, todo esto no tiene importancia. Pero fíjate: este hombre, durante veinticinco años lee y escribe sobre arte, sin comprender nada de arte. Durante veinticinco años masca pensamientos ajenos sobre el realismo, el naturalismo y otras tonterías similares; veinticinco años en los cuales lee y escribe sobre cosas que las personas inteligentes conocen desde hace tiempo y que a los tontos no interesan; quiere decir que durante veinticinco años no ha hecho más que perder el tiempo. ¡Y con eso qué suficiencia! ¡Cuántas pretensiones! Ahora se ha jubilado, pero no lo conoce ni un alma, es totalmente desconocido; quiere decir que durante veinticinco años ha estado ocupando un puesto que no le correspondía. Sin embargo, míralo: ¡se pavonea como un semidiós!
Ástrov: ¡Vamos! Me parece que le tienes envidia.
Voinitsky: ¡Sí, le envidio! ¡Y qué éxito con las mujeres! Ningún don Juan ha conocido un éxito tan rotundo. Su primera mujer, mi hermana, un ser admirable, dulce, pura como este cielo azul, noble, generosa, que tuvo más admiradores que él alumnos, lo quiso como sólo pueden querer los ángeles a seres tan puros y admirables como ellos mismos. Mi madre, su suegra, lo adora hasta hoy, y todavía le tiene un santo terror. Su segunda mujer, hermosa, inteligente —acaban de verla—, se casó con él cuando ya era viejo, le entregó su juventud, su belleza, su libertad, su brillo. ¿Por qué? ¿En virtud de qué?
Ástrov: ¿Le es fiel al profesor?
Voinitsky: Desgraciadamente, sí.
Ástrov: ¿Por qué desgraciadamente?
Voinitsky: Porque esta fidelidad es falsa de cabo a cabo. Hay en ella mucha retórica pero poca lógica. Engañar a un marido viejo y a quien se detesta, es una inmoralidad; pero ahogar en sí la pobre juventud y los sentimientos vivos, eso no es inmoral.
Teleguin (con voz llorosa): Vania, no me gusta que hables así. ¡Qué cosas dices! El que engaña a su mujer o a su marido es una persona infiel y por lo tanto hasta puede llegar a traicionar a la patria.
Voinitsky: ¡Cierra el pico, Wafle!
Teleguin: Permíteme, Vania. Mi mujer se fugó con su bien amado el día después de nuestra boda a causa de mi físico poco atrayente. A pesar de eso yo no abandoné mis obligaciones. La quiero hasta ahora, le soy fiel, la ayudo en lo que puedo y he gastado mi fortuna en la educación de las criaturitas que ella tuvo con el hombre que amaba. He perdido la felicidad, es cierto, pero me queda mi orgullo. ¿Y ella? Su juventud ya pasó, su belleza, según la ley natural se ha marchitado, el hombre que quiso ha muerto… ¿Qué le queda, entonces?

(Entran Sonia y Elena Andréievna; minutos después entra Marina Vasilievna con un libro, se sienta y lee; le sirven té que bebe sin mirar.)

Sonia (rápidamente a Marina): Ñaña, han llegado unos mujiks. Anda, habla con ellos. Yo serviré el té… (Vierte el té.)

(Marina sale; Elena Andréievna toma su taza y bebe sentada en el columpio.)
Ástrov (a Elena Andréievna): Vine a ver a su marido. Usted me escribió que estaba muy enfermo, con reumatismo y no sé qué más, pero resulta que está sanísimo.
Elena Andréievna: Anoche estaba deprimido, se quejaba de dolores en las piernas, pero hoy parece estar bien…
Ástrov: Y yo me hice treinta kilómetros a todo galope… Bueno, no importa, no sería la primera vez. Pero, eso sí, pasaré la noche en su casa y dormiré quantum satis.
Sonia: ¡Espléndido! Son tan raras las veces que usted pasa la noche aquí. ¿No habrá comido, supongo?
Ástrov: No, no he comido.
Sonia: Entonces comerá con nosotros. Ahora lo hacemos un poco después de las seis. (Toma un sorbo de té.) ¡Está frío!
Teleguin: La temperatura del samovar ha bajado notablemente.
Elena Andréievna: No importa, Iván Ivánovich, lo tomaremos frío.
Teleguin: Perdone… Iván Ivánovich, no… Me llamo Ilyá Ilyích Teleguin, o como me llaman algunos por las marcas de viruela en la cara: Wafle. En su tiempo fui padrino de bautismo de Sonia; su excelencia, su esposo, me conoce muy bien. Ahora vivo aquí, en esta finca… Quizá se haya dignado observar que como con ustedes todas las noches.
Sonia: Ilyá Ilyích es nuestra ayuda, nuestro brazo derecho. (Tiernamente.) Venga, padrino, le voy a dar más té.
María Vasílievna: Olvidé decir a Aleksándr… Estoy perdiendo la memoria… Recibí hoy una carta de Pável Alekséievich, de Járkov, nos manda su nuevo folleto.
Ástrov: ¿Es interesante?
María Vasílievna: Sí, es interesante, pero algo extraño. Refuta ahora lo que defendía hace siete años. ¡Es terrible!
Voinitsky: No tiene nada de terrible. Tome su té, maman.
María Vasílievna: ¡Pero yo quiero hablar!
Voinitsky: Hace ya cincuenta años que hablamos, hablamos, leemos folletos… Es hora de terminar con eso.
María Vasílievna: No comprendo por qué te disgusta oírme hablar. Perdóname, Jean, pero en estos últimos años has cambiado tanto que ya no te reconozco… Eras antes una persona de convicciones definidas, una personalidad luminosa…
Voinitsky: ¡Oh, sí! Una personalidad luminosa que no ilumina a nadie… (Pausa.) Personalidad luminosa… ¡Imposible burlarse con más veneno! Tengo cuarenta y siete años. Hasta el año pasado, yo, al igual que ustedes, me engañaba deliberadamente con toda esta escolástica para no ver la vida real y creía que hacía bien. ¡Pero ahora, si supieran! Me paso las noches sin dormir por despecho, de rabia por haber perdido tan estúpidamente el tiempo, cuando podría haber tenido todo lo que la vejez me niega ahora.
Sonia: ¡Tío Vania, qué aburrido!
María Vasílievna (a su hijo): Pareces acusar de algo a tus convicciones anteriores… Pero las culpables no son ellas, sino tú mismo. Te olvidabas que las convicciones, por sí solas, no son nada, letras muertas… Había que obrar.
Voinitsky: ¡Obrar! No todos son capaces de ser un perpetuum mobile escribiente como su Herr Professor.
María Vasílievna: ¿Qué quieres decir con eso?
Sonia (suplicante): ¡Abuelita! ¡Tío Vania! ¡Les suplico!
Voinitsky: Me callo. Pido disculpas y me callo.

(Pausa.)

Elena Andréievna: Qué tiempo tenemos… No hace calor…

(Pausa)

Voinitsky: Con un tiempo así sería bueno ahorcarse.

(Teleguin afina la guitarra. Marina anda alrededor de la casa llamando a las gallinas.)

Marina: Pío, pío, pío…
Sonia: Ñániechka, ¿para qué vinieron los mujiks?
Marina: Lo de siempre, por ese terreno sin cultivar. Pío, pío, pío…
Sonia: ¿A cuál llamas?
Marina: La pinta, se fue con los pollitos; con tal que no se los lleven los cuervos… (Sale.)

(Teleguin toca una polca; todos escuchan en silencio. Entra un peón.)

Peón: ¿El señor doctor está aquí? (A Ástrov.) Sírvase venir, Mijaíl Lvóvich, han venido a buscarlo.
Ástrov: ¿De dónde?
Peón: De la fábrica.
Ástrov (con fastidio): Mil gracias. Y bueno, tendré que ir… (Busca su gorra con los ojos.) ¡Demonios, qué fastidio!
Sonia: Realmente, ¡qué desagradable!… Pero, de la fábrica podría volver acá.
Ástrov: No, sería tarde ya… No, sería tarde… (Al peón.) Mira, amigo, en este caso, tráeme un poco de vodka. (El peón sale.) Y no…, sería tarde… (Encuentra su gorra) En una obra de Ostróvsky hay un personaje con un gran bigote y poca capacidad… Pues soy yo. Bueno, señores, mis respetos… (A Elena Andréievna.) Me alegraría sinceramente que me visitara con Sofía Aleksándrovna algún día. Mi finca es pequeña, sólo tiene unas treinta hectáreas, pero si eso le interesa, hay un jardín y un vivero modelo como no hallará ni a mil leguas a la redonda. Al lado hay un bosque nacional… El guardabosques es viejo, está siempre enfermo, de modo que, en realidad, soy yo quien me ocupo de todo.
Elena Andréievna: Sí, ya me habían dicho que le gustan mucho los bosques. Claro, puede ser muy útil, ¿pero no interfiere con su verdadera vocación? Al fin y al cabo, usted es médico.
Ástrov: Sólo Dios sabe cuál es nuestra verdadera vocación.
Elena Andréievna: ¿Y es interesante?
Ástrov: Sí, es una obra interesante.
Voinitsky (con ironía): ¡Muy interesante!
Elena Andréievna (a Ástrov): Usted es joven todavía… Aparenta unos… treinta y seis-treinta y siete años… y quizá eso no sea tan interesante como usted dice. Bosques y más bosques; me parece muy monótono.
Sonia: No, es sumamente interesante. Cada año, Mijaíl Lvóvich planta nuevos bosques: ya le han dado una medalla de oro y un diploma. Está haciendo gestiones para evitar que destruyan los bosques viejos. Si lo escuchara estaría totalmente de acuerdo con él. Dice que los árboles son el adorno de la tierra, que enseñan al hombre a comprender lo hermoso y le infunden cierto espíritu de grandeza. Los bosques suavizan los climas severos; en los países donde el clima es dulce se gastan menos energías en la lucha con la naturaleza y, por lo tanto, también las personas son más suaves y tiernas; allí la gente es hermosa, ágil, se excita con facilidad, conversa con elegancia, se mueve con gracia. Florecen entre ellos las artes y las ciencias, su filosofía no es sombría, tratan a la mujer con elegante nobleza…
Voinitsky (riendo): ¡Bravo!… Todo eso es muy bonito pero poco convincente, de modo que (a Ástrov) amigo, con tu permiso seguiré quemando leña en las estufas y haré mis cobertizos con madera.
Ástrov: Podrías quemar turba en las estufas y construir los cobertizos de piedra. Bueno, admito que se talen los bosques por necesidad, pero ¿para qué destruirlos? Los bosques rusos crujen bajo el hacha, perecen millones de árboles, quedan devastadas las moradas de animales y pájaros, los ríos disminuyen en caudal, se secan; hermosos paisajes desaparecen irremisiblemente y todo eso porque el hombre es perezoso y le falta la sensatez necesaria para agacharse y levantar su combustible del suelo. (A Elena Andréievna.) ¿No es verdad, señora? Hay que ser un salvaje insensato para quemar toda esa belleza en una estufa, destruir aquello que no podemos crear. El hombre está dotado de raciocinio y de fuerza creadora para multiplicar lo que se le ha dado, pero hasta ahora no ha creado, sólo destruye. Hay cada vez menos bosques, los ríos se secan, la caza está exterminada, el clima se ha deteriorado y día a día, la tierra se vuelve más pobre y más fea. (A Voinitsky.) ¿Ves?, me miras con ironía, todo lo que digo te parece poco serio… Y tal vez sea en realidad una chifladura, pero cuando paso junto a los bosques que he salvado del hacha, o cuando oigo susurrar a los jóvenes árboles plantados con mis propias manos, comprendo que en cierta manera tengo poder sobre el clima y que si dentro de mil años el hombre es feliz lo deberá un poco a mí. Cuando planto un abedul y veo luego cómo brota y se mece en el viento, mi alma se llena de alegría… (Notando al peón que trae una copita de vodka sobre una bandeja.) Bueno… (Bebe.) Ya es hora. Al final, quizá todo esto no sea más que chifladura. Mis respetos.

(Se dirige a la casa.)

Sonia (lo toma del brazo y sale con él): ¿Cuándo volverá a visitarnos?
Ástrov: No sé…
Sonia: ¿Nuevamente dentro de un mes?

(Ástrov y Sonia entran en la casa. María Vasilievna y Teleguin quedan junto a la mesa. Elena Andréievna y Voinitsky se dirigen a la terraza.)

Elena Andréievna: Iván Petróvich, otra vez se ha portado de un modo imposible. ¿Qué necesidad tenía de irritar a María Vasílievna, hablar de perpetuum mobile? ¡Y hoy durante el desayuno ha vuelto a discutir con Aleksándr! ¡Qué mezquino es eso!
Voinitsky: ¡Porque lo odio!
Elena Andréievna: No hay por qué odiar a Aleksándr, es igual a todos y no es peor que usted.
Voinitsky: Si usted pudiera ver su cara, sus movimientos… ¡Qué pereza tiene de vivir! ¡Qué pereza!
Elena Andréievna: ¡Ah, pereza y tedio! Todos hablan de mi marido, todos me miran con lástima: ¡pobrecita, tiene un marido viejo! Este interés por mí. ¡Oh, qué bien lo comprendo! Justamente, como acaba de decirlo Ástrov, ustedes destruyen los bosques sin reflexionar y pronto ya no quedará nada sobre la tierra; así mismo destruyen, sin reflexionar, al ser humano y dentro de poco, gracias a ustedes ya no quedará sobre la tierra ni fidelidad, ni pureza, ni capacidad de sacrificio. ¿Por qué no puede usted mirar con indiferencia a una mujer que no es suya? Tiene razón ese médico, en todos ustedes está el demonio de la destrucción. No sienten compasión ni por los bosques, ni por los pájaros, ni por las mujeres, ni el uno por el otro…
Voinitsky: ¡No me gusta esta filosofía! (Pausa.)
Elena Andréievna: Este médico tiene un rostro fatigado, nervioso; un rostro interesante. A Sonia le gusta, está evidentemente enamorada. La comprendo. Desde que estoy aquí ya nos ha visitado tres veces, pero soy tímida, no he hablado una sola vez con él como se debiera, no le he dado una acogida cariñosa. Habrá pensado que estoy disgustada. Es probable que usted y yo seamos tan amigos, Iván Petróvich, porque los dos somos seres aburridos y fastidiosos. ¡Fastidiosos! No me mire así, no me gusta.
Voinitsky: ¿Acaso puedo mirarla de otra manera si la quiero? ¡Usted es mi felicidad, la vida, mi juventud! Ya sé, mis probabilidades de ser correspondido son insignificantes, nulas, pero no necesito nada, déjeme tan sólo mirarla, escuchar su voz…
Elena Andréievna: ¡Más bajo, nos pueden oír! (Se dirige a la casa.)
Voinitsky (siguiéndola): Déjeme hablarle de mi amor, no me eche de su lado… Eso sólo será una inmensa dicha para mí…
Elena Andréievna: Esto es una tortura… (Salen.)

(Teleguin rasguea las cuerdas y toca una polca. María Vasílievna anota en el margen del folleto.)

TELÓN

Traducción de Shura Netchaeff