Julio-Agosto 2002, Nueva época No. 55-56 Xalapa • Veracruz • México
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Anton Chéjov

Sobre las diez de una oscura noche de septiembre murió de difteria el niño de seis años Andrei, hijo único del médico del Zemstvo Dr. Kirilov. Cuando la esposa del médico, en el primer acceso de desesperación, cayó de rodillas ante la cama del niño muerto, se oyó un agudo campanillazo en el vestíbulo.
A causa de la difteria, toda la servidumbre había sido desalojada de la casa esa mañana. Kirilov, tal como estaba, en mangas de camisa y con el chaleco desabrochado, sin enjugarse la cara húmeda ni las manos escaldadas por el ácido fénico, salió a abrir la puerta. El vestíbulo estaba a oscuras, y en la persona que entró sólo podían vislumbrarse la mediana estatura, la bufanda blanca y el rostro ancho y pálido, tan pálido que se diría que con la aparición de ese rostro se había iluminado un tanto el vestíbulo. ..
—¿Está el doctor? —se apresuró a preguntar el visitante.
—Sí, estoy. ¿Qué se le ofrece?
—¡Ah, es usted! ¡Cuánto me alegro! —dijo gozoso el recién llegado buscando en las tinieblas la mano del médico; por fin la halló y la estrechó fuertemente entre las suyas—. ¡Cuánto… cuánto me alegro! ¡Usted y yo nos conocemos!… Soy Abogin… tuve el gusto de que nos presentaran este verano en casa de Gnuchev. ¡Cuánto me alegro de encontrarle!… Por amor de Dios, no se niegue a venir conmigo ahora mismo… Mi mujer ha caído terriblemente enferma… Tengo aquí mi coche…
Por la voz y los ademanes del visitante se echaba de ver que estaba agitadísimo. Como alguien aterrorizado por un incendio o por un perro rabioso, apenas podía contener su respiración anhelante y hablaba de prisa, con voz trémula, y algo inequívocamente sincero, como de miedo infantil, vibraba en sus palabras. A semejanza de las víctimas del terror o el aturdimiento, se expresaba en frases breves y entrecortadas, y empleaba muchas palabras innecesarias e impropias.
—Temía no encontrarle —prosiguió—. En camino he venido sufriendo lo indecible… ¡Vístase y vamos, por amor de Dios!… Mire cómo pasó la cosa. Vino a verme Papchinski, Aleksandr Semionovich, a quien usted conoce… Estuvimos charlando… Luego nos sentamos a tomar el té. De pronto mi mujer lanza un grito, se lleva las manos al corazón y se desploma contra el respaldo de la silla. La llevamos a la cama y… le froté las sienes con amoníaco, le rocié el rostro con agua… y ella tendida allí como muerta… Temo que sea un aneurisma… Vamos… Su padre murió de un aneurisma también…
Kirilov escuchaba en silencio como si no comprendiera el ruso.
Cuando Abogin mencionó una vez más a Papchinski y al padre de su mujer y volvió a buscar la mano en las tinieblas, el médico sacudió la cabeza y dijo arrastrando con apatía cada palabra:
—Perdone, pero no puedo ir… Hace cinco minutos que se me… murió mi hijo…
—¿De veras? —murmuró Abogin dando un paso atrás—. ¡Dios mío, en qué hora tan aciaga vengo! ¡Día singularmente fatídico… singularmente! ¡Qué coincidencia… y como si fuera de propósito!
Abogin cogió el tirador de la puerta e indeciso bajó la cabeza. Por lo visto, vacilaba sobre qué partido tomar: o marcharse o implorar al médico una vez más.
—Escuche —dijo con vehemencia agarrando a Kirilov de la manga—, comprendo perfectamente su situación. Bien sabe Dios que me da vergüenza tratar de captar la atención de usted en un momento como éste, pero ¿qué remedio me queda? Juzgue por sí mismo, ¿a quién puedo acudir? Aquí no hay más médico que usted. ¡Vamos, por lo que más quiera! No lo pido por mí… ¡No soy yo el que está enfermo!
Hubo un silencio. Kirilov volvió la espalda a Abogin, se detuvo un instante y se dirigió lentamente del vestíbulo a la sala. A juzgar por su paso inseguro y maquinal, por la atención con que enderezaba la pantalla colgante de la lámpara apagada y consultaba un libro grueso que estaba en la mesa, carecía en ese momento de deseos, de propósitos, no pensaba en nada y, probablemente, había olvidado que un extraño estaba en su vestíbulo. La oscuridad y el silencio de la sala aumentaban al parecer su aturdimiento. Al pasar de la sala a su gabinete levantó el pie derecho más de lo necesario, buscó a tientas el quicio de la puerta, al par que en toda su figura se percibía cierto titubeo, como si hubiera entrado en una vivienda extraña o se hubiese embriagado por vez primera en su vida y se entregase perplejo a esa nueva sensación. A lo largo de una pared del gabinete, a través de estantes llenos de libros, corría una ancha franja de luz. Junto con un olor agudo y penetrante de ácido fénico y éter esa luz salía por la puerta entreabierta que daba acceso del gabinete a la alcoba… El médico se dejó caer en un sillón delante de la mesa. Durante un instante miró con ojos soñolientos los libros bañados en luz, luego se levantó y entró en la alcoba.
En la alcoba reinaba una calma mortal. Todo, hasta en los detalles más nimios, hablaba con elocuencia de la tempestad reciente, de agotamiento, y ahora todo hablaba también de descanso. La lamparilla que estaba en el taburete colmado de frascos, tarros y cajitas y la lámpara grande que estaba sobre la cómoda alumbraban vivamente la habitación. En la cama, junto a la ventana, yacía el niño con los ojos abiertos y una expresión de asombro en el rostro. Estaba inmóvil, pero sus ojos abiertos parecían entenebrecerse por momentos y hundirse en el cráneo. Con las manos en el torso del niño y la cara oculta entre los pliegues de la colcha la madre estaba de rodillas ante el lecho. Al igual que el muchacho ella también estaba inmóvil, pero ¡cuánto movimiento latente se echaba de ver en el cuerpo arqueado y las manos! Se apretujaba contra el lecho con todo su ser, con brío y ansia, como si temiese alterar la postura tranquila y cómoda que al fin había encontrado para su cuerpo extenuado. Las mantas, trapos, jofainas, las salpicaduras en el suelo, los pinceles y cucharas esparcidos por doquiera, la botella blanca con agua de cal, el aire mismo, sofocante y pesado… todo se había extinguido y parecía sumido en sosiego.
El médico se detuvo junto a su esposa, metió las manos en los bolsillos del pantalón e, inclinando a un lado la cabeza, fijó los ojos en su hijo. Su rostro expresaba indiferencia, y sólo por las gotas que le brillaban en la barba se notaba que había llorado hacía poco.
Ese terror repugnante en que pensamos cuando hablamos de la muerte estaba ausente de la alcoba. En el desmadejamiento general, en la postura de la madre, en la indiferencia del rostro del médico, había algo cautivante que llegaba al corazón: la belleza sutil y huidiza del dolor humano, que aún tardará mucho tiempo en ser comprendida y descrita y que, por lo visto, sólo la música es capaz de expresar. También se sentía la belleza en la lúgubre calma: Kirilov y su mujer callaban, no lloraban, como si a despecho de la pesadumbre de la pérdida se percataran de todo el lirismo de su situación. Por lo mismo que ya había pasado la juventud de ambos, ahora también desaparecería para siempre con ese niño el derecho de ambos a tener hijos. El médico tenía cuarenta y cuatro años, había encanecido y parecía viejo; su esposa, ajada y enferma, tenía treinta y cinco. Andrei no era sólo hijo único, sino último.
En contraste con su esposa, el médico era una de esas personas que en momentos de dolor espiritual sienten necesidad de moverse. Al cabo de diez minutos de estar con su mujer pasó, levantando demasiado el pie derecho, de la alcoba a un cuarto pequeño, la mitad del cual estaba ocupado por un diván grande y ancho. De ahí fue a la cocina. Estuvo errando en torno al fogón y la cama de la cocinera y, agachando la cabeza, salió por una puertecilla al vestíbulo.
Allí vio de nuevo la bufanda blanca y el rostro pálido.
—Por fin —suspiró Abogin cogiendo el tirador de la puerta—. Vamos, por favor.
El médico se estremeció, le miró y recordó…
—Oiga. Ya le he dicho que no puedo ir —dijo reanimándose—. ¿Cómo puede ocurrírsele tal cosa?
—Doctor, no soy de piedra. Comprendo perfectamente su situación… Le compadezco —dijo Abogin con voz suplicante, llevándose la mano a la bufanda—. Pero no le pido por mí… ¡Mi mujer se muere! ¡Si hubiera oído usted ese grito, si hubiera visto su cara, comprendería mi insistencia! ¡Dios santo! ¡Y yo que pensaba que había ido usted a vestirse! ¡Doctor, los minutos son preciosos! ¡Vamos, se lo ruego!
—¡No puedo ir! —dijo Kirilov tras una pausa, y entró en la sala.
Abogin fue tras él y le cogió de la manga.
—Está usted abrumado de pena; bien lo entiendo. Pero lo que le pido no es que me cure un dolor de muelas o que declare ante un tribunal como perito, sino que salve una vida humana —siguió implorando como un mendigo—. Esa vida vale más que un dolor personal. ¡Lo que le pido es valor, es una hazaña! ¡En nombre del humanitarismo!
—El humanitarismo es arma de dos filos —dijo irritado Kirilov—. En nombre de ese mismo humanitarismo le pido a usted que no me saque de aquí. ¡Dios mío! ¿A quién se le ocurriría? Apenas puedo tenerme de pie y usted me asusta con lo del humanitarismo. En este momento no sirvo para nada… No iría por nada del mundo. ¿Con quién dejaría a mi mujer? No, no…
Kirilov abrió las manos en gesto de rechazo y dio un paso atrás.
—¡Y… y no me lo pida! —agregó alterado—. Discúlpeme… Según las Leyes, tomo XIII, estoy obligado a ir, y usted tiene derecho a cogerme del cuello y llevarme arrastrando… Pues bien, arrástreme, pero… no sirvo para nada… Apenas si puedo hablar… Discúlpeme…
—De nada sirve que me hable en ese tono, doctor —dijo Abogin volviendo a coger al médico de la manga—. ¡Al diablo con el tomo XIII! No tengo derecho alguno a forzar la voluntad de usted. Si quiere, va, y si no quiere, se queda con Dios. Pero no apelo a la voluntad de usted, sino a sus sentimientos. ¡Una mujer joven se está muriendo! Dice usted que un hijo acaba de morírsele. ¿Quién puede comprender mi terror mejor que usted?
La voz de Abogin temblaba de agitación; y el temblor y el tono eran más persuasivos que las palabras. Abogin era sincero, pero resultaba curioso que toda frase que empleaba le salía afectada, hueca, inoportunamente relamida, lo que venía a ser una ofensa a la atmósfera de la casa del médico y a la mujer moribunda. Él mismo se percataba de ello y, temiendo no ser comprendido, procuraba a toda costa suavizar y enternecer su voz a fin de persuadir por el tono sincero de ella, si no por las palabras. En general, por muy bella y profunda que sea una frase, afecta sólo a los indiferentes, pero no siempre satisface a los felices o desgraciados, porque la expresión más elevada de la felicidad o la desgracia es muy a menudo el silencio. Los amantes se comprenden mejor cuando callan, y un discurso ferviente y apasionado junto a una tumba afecta sólo a los extraños. A la viuda y los hijos del finado se les antojará frío y trivial.
Kirilov se detuvo y guardó silencio. Cuando Abogin dijo algo más acerca de la eximia vocación del médico y del autosacrificio, el médico preguntó con aspereza:
—¿Hay que ir lejos?
—Unas trece o catorce verstas. Tengo excelentes caballos, doctor. Le doy mi palabra de honor de que le llevo y le traigo en una hora. Una hora nada más.
Las últimas palabras causaron en el médico mayor impresión que las referencias al humanitarismo o la vocación profesional. Reflexionó y dijo suspirando:
—Bueno, vamos.
De prisa, y ya con paso seguro, fue a su gabinete y volvió poco después embutido en una levita larga. Abogin, gozoso, bailaba de impaciencia en torno suyo, le ayudó a ponerse el gabán y salió con él de la casa.
Fuera de ella estaba oscuro, pero no tanto como en el vestíbulo. En la oscuridad se perfilaba ya con nitidez la figura alta y algo encorvada del médico, con su barba larga y estrecha y nariz aguileña. En Abogin, además del rostro pálido, se veía ahora la cabeza grande y la gorrita de estudiante que apenas le cubría la coronilla. La bufanda blanca se veía sólo por delante; por detrás quedaba oculta bajo la abundante cabellera.
—Créame que sé apreciar la generosidad de usted —murmuró Abogin ayudando al médico a sentarse en el carruaje—. Pronto llegaremos. ¡Luka, amigo, ve lo más de prisa posible! ¡Hala!
El cochero arrancó de prisa. Al principio apareció una fila de edificios feos a lo largo del patio del hospital. Todo estaba oscuro, salvo en el fondo del patio, donde, a través de la verja del jardín, se veía una luz brillante en la ventana de alguien. Y tres ventanas del piso alto del pabellón central del hospital resultaban más pálidas que el aire. Luego el carruaje se hundió en densas tinieblas donde olía a humedad de hongos y se oía el susurro de los árboles. El ruido del vehículo despertó a unas cornejas, que empezaron a agitarse entre el follaje y a lanzar chillidos inquietos y lastimeros, como si supieran que el hijo del médico había muerto y que la mujer de Abogin estaba enferma. Más tarde surgieron árboles separados, un arbusto; brilló adusto un estanque en el que dormían grandes sombras negras. El carruaje rodaba por una llanura. El chillido de las cornejas se oía ya amortiguado, muy a la vaga, y pronto se extinguió por completo.
Kirilov y Abogin guardaron silencio durante casi todo el trayecto. Sólo una vez Abogin suspiró profundamente y murmuró:
—¡Qué tormento éste! Uno nunca ama tanto a sus seres queridos como cuando está en peligro de perderlos.
Y cuando el carruaje cruzaba con cuidado el río, Kirilov se estremeció de pronto como asustado del chapoteo del agua y se agitó impaciente.
—Escuche. Déjeme que me vaya ahora —dijo angustiado—. Vendré más tarde. Sólo quiero que un enfermero vaya a ver a mi mujer. Está sola.
Abogin calló. El carruaje, bamboleándose y rechinando contra las piedras, atravesó la orilla arenosa y siguió adelante. Kirilov se rebullía afligido y miraba en torno suyo. Tras ellos se veía el camino a la escasa luz de las estrellas, y los sauces de la ribera se esfumaban en la oscuridad. A la derecha se abría la llanura, lisa e infinita como el cielo. En ella, desparramadas en la lejanía, brillaban luces tenues, probablemente en las turberas. A la izquierda, paralela al camino, se alargaba una colina erizada de pequeños arbustos, y sobre ella pendía inmóvil una media luna grande, roja, cubierta de leve bruma y rodeada de nubes vaporosas que parecían observarla de todos lados y vigilarla para que no se fuera.
Toda la naturaleza trascendía a algo desesperado y morboso. Como ramera que está sola en un cuarto oscuro y procura no pensar en el pasado, la tierra languidecía en recuerdos de la primavera y el estío y aguardaba con apatía el invierno inevitable. Dondequiera que se posaban los ojos la naturaleza semejaba una sima oscura, infinitamente honda y fría, de la que no podían evadirse ni Kirilov, ni Abogin, ni la media luna roja…
A medida que el carruaje se acercaba a su destino, Abogin se mostraba más impaciente. Se removía en el asiento, se incorporaba y miraba adelante, por encima del hombro del cochero. Y cuando por fin el carruaje hizo alto al pie de la escalinata, protegida por un bonito toldo de lienzo a rayas, y cuando levantó los ojos a las ventanas iluminadas del primer piso, se podía notar lo trémulo de su respiración.
—Si pasa algo… no lo podré sobrevivir —dijo entrando con el médico en el vestíbulo y frotándose agitado las manos.— Pero no se oye ningún ajetreo, lo que significa que de momento todo va bien —añadió aguzando el oído en el silencio reinante.
En el vestíbulo no se oían voces ni pasos. A pesar de la brillante iluminación, toda la casa parecía dormida. Ahora el médico y Abogin, hasta entonces en la oscuridad, podían observarse mutuamente. El médico era alto, encorvado, vestido con desaliño y feo de rostro. Había algo desagradablemente huraño, displicente, severo, en sus labios gruesos como los de un negro, en la nariz aguileña y en la mirada vaga e indiferente. Su cabello enmarañado, sus sienes hundidas, las canas prematuras de su barba larga y escueta, tras la cual relucía la barbilla, el color grisáceo de la piel y los ademanes desmañados y torpes… todo ello apuntaba con su aspereza a privaciones sufridas, mala suerte y hastío de la vida y de los hombres. Mirando su seca figura no se diría que este hombre tenía esposa y podía llorar a un hijo. Abogin delataba algo muy diferente. Era robusto, fuerte y rubio, de cabeza grande y facciones acentuadas aunque suaves, vestido esmeradamente a la última moda. En su porte, en su levita entallada, en su cabellera y en su rostro se echaba de ver algo noble leonino. Andaba con la cabeza alta y el pecho abombado, hablaba con voz agradable de barítono, y en los gestos con que se quitaba la bufanda o se arreglaba el pelo se adivinaba una elegancia sutil y casi femenina. Incluso la palidez y el terror infantil con que clavaba la vista en lo alto de la escalera mientras se despojaba del abrigo no alteraban su porte ni menguaban el contento, la salud y el aplomo que se desprendían de su figura.
—No hay nadie ni se oye nada —dijo subiendo la escalera—. No se nota ninguna conmoción. ¡Dios nos tenga en sus manos!
Cruzando el vestíbulo condujo al médico a un vasto salón, en el que había un piano negro y colgaba una araña de cristal cubierta por una funda blanca. De allí pasaron a una salita linda y muy cómoda sumida en una agradable penumbra rosácea.
—Tome asiento aquí, doctor —dijo Abogin—. Yo vuelvo en seguida. Voy a ver qué pasa y a avisarles.
Kirilov quedó solo. El lujo de la sala, la agradable penumbra y su propia presencia en una casa ajena y desconocida no parecían afectarle, no obstante el sabor de aventura que ello tenía. Se sentó en un sillón, mirándose las manos escaldadas por el ácido fénico. Sólo de soslayo vio la pantalla roja de la lámpara, la caja del violoncelo, y cuando dirigió la vista hacia donde sonaba el tic-tac del reloj vio un lobo disecado, tan orondo y satisfecho como el mismo Abogin.
Todo estaba en calma… Allá lejos, en otras habitaciones, alguien prorrumpió en un «¡ah!» destemplado, sonó una puerta de cristal, probablemente la de un aparador, y una vez más todo quedó en calma. Al cabo de cinco minutos Kirilov dejó de mirarse las manos y levantó los ojos a la puerta por donde había desaparecido Abogin.
En el umbral de la puerta estaba Abogin, pero no era el mismo hombre que por ella había salido. Se había disipado el aire de contento y de elegancia sutil. Tenía la cara, las manos, la postura, contraídas en una expresión repugnante, que podría ser de horror o de torturante dolor físico. La nariz, los labios, el bigote, todas las facciones se agitaban como si trataran de desprenderse del rostro. En cambio, los ojos parecían reír de dolor…
Abogin avanzó lenta y pesadamente hasta el centro de la sala, se inclinó, lanzó un sollozo y sacudió los puños.
—¡Me ha engañado! —gritó, acentuando con fuerza la sílaba ña—. ¡Me ha engañado! ¡Se ha fugado! ¡Se puso enferma y me mandó a buscar al médico sólo para escaparse con ese bufón de Papchinski! ¡Dios mío!
Abogin se acercó al médico, alargó hacia el rostro de éste los puños blancos y delicados, y sacudiéndolos continuó lamentándose:
—¡Se ha fugado! ¡Me ha engañado! ¿Pero a qué viene esta mentira? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué esta burla obscena e infame? ¡Este truco diabólico y viperino? ¿Qué le he hecho yo? ¡Se ha fugado!
Se le saltaron las lágrimas. Giró sobre un talón y empezó a deambular por la sala. Ahora, con su levita corta, sus elegantes pantalones estrechos que hacían que las piernas pareciesen demasiado delgadas para el cuerpo, con su cabeza grande y su melena, se asemejaba extraordinariamente a un león. La curiosidad animó el semblante del médico. Se levantó y se encaró con Abogin.
—Bien. ¿Dónde está la enferma? —preguntó.
—¡La enferma! ¡La enferma! —exclamó Abogin llorando, riendo, y sacudiendo sin cesar los puños—. ¡No está enferma, sino maldita! ¡Qué vileza! ¡Ni Satanás hubiera inventado una treta más ruin! ¡Me mandó a buscar a usted para fugarse, para fugarse con un bufón, con un payaso estúpido, con un Alphonse! ¡Dios mío! ¡Mejor sería que hubiera muerto! ¡No lo podré sobrellevar! ¡No podré!
El médico irguió el cuerpo. Comenzó a pestañear, los ojos se le colmaron de lágrimas y la barba entera comenzó a oscilar a compás de la mandíbula.
—¿Qué significa esto? —preguntó mirando con curiosidad a su alrededor—. Mi hijo ha muerto, mi mujer, presa de congoja, está sola en la casa…, yo apenas puedo tenerme de pie, no he dormido en tres noches… ¿y ahora qué? Se me obliga a participar en una comedia chabacana, a hacer un papel de guardarropía. ¡No… no lo comprendo!
Abogin abrió un puño, arrojó al suelo un papel arrugado y lo pisoteó como a un insecto al que se quiere aplastar.
—Y yo que no vi nada… ¡que no comprendí! —dijo entre sus dientes apretados mientras con el puño trazaba un círculo en torno a su cara, con el gesto de alguien a quien le han pisado un callo—. No me hice cargo de que venía todos los días. No noté que hoy había venido en coche. ¿Coche para qué? ¡Y no lo vi! ¡Valiente inocentón!
—¡No… no lo comprendo! —murmuró el médico—. ¿Pero qué significa esto? ¡Esto es mofarse de un hombre, reírse del sufrimiento humano! ¡Esto es imposible!… ¡Es la primera vez en mi vida que veo tal cosa!
Con el asombro estólido de quien acaba de comprender que ha sido objeto de un duro agravio, el médico se encogió de hombros, abrió los brazos y, sin saber qué decir o hacer, se dejó caer exhausto en un sillón.
—Bien, dejó de quererme. Quería a otro. Santo y bueno. ¿Pero a qué ese engaño? ¿A qué esa pérfida jugarreta? —prosiguió Abogin con lágrimas en la voz—. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué te he hecho yo? Escuche, doctor —dijo febrilmente acercándose a Kirilov—. Usted ha sido testigo involuntario de mi desgracia y no voy a ocultarle la verdad. ¡Le juro que he amado a esta mujer, que la he amado con delirio, como un esclavo! Lo he sacrificado todo por ella. Me disgusté con mi familia, abandoné mi empleo, mi música, le perdoné cosas que no habría perdonado a mi madre o a mi hermana… Ni una sola vez la miré con enojo… Nunca le di motivo alguno. Entonces ¿por qué esta mentira? Yo no exijo amor, pero ¿por qué esta traición infame? Si ya no me quieres, dímelo sin rodeos, honradamente, tanto más cuanto que conoces mis ideas sobre el particular…
Con lágrimas en los ojos, temblando de pies a cabeza, Abogin vertía ante el médico cuanto llevaba en el alma. Hablaba con ardor, apretándose el corazón con las manos, sacando a relucir sin el menor empacho sus secretos de familia, y hasta parecía contento de arrancarse por fin tales secretos del pecho. Si hubiera hablado de esa guisa una o dos horas, si hubiera vaciado su alma, sin duda habría sentido alivio. ¡Quién sabe! Quizá si el médico le hubiera escuchado y hubiera mostrado amistosa simpatía se habría reconciliado con su dolor, sin protesta y sin hacer tonterías innecesarias. Pero las cosas pasaron de otro modo. Mientras Abogin hablaba cambió la actitud del agraviado médico. La indiferencia y asombro de su rostro se trocaron gradualmente en una expresión de amarga afrenta, de indignación y furia. Sus facciones se endurecieron aún más, tomaron un cariz más acerbo y desagradable. Cuando Abogin le puso ante los ojos la fotograffa de una mujer joven, de cara bonita pero seca e inexpresiva como la de una monja, y le preguntó si mirando esa cara cabía suponer que era capaz de mentir, el médico dio un respingo y dijo con ojos relampagueantes y recalcando groseramente cada palabra:
—¿Por qué me cuenta usted todo eso? ¡No quiero! —gritó dando un puñetazo en la mesa—. No quiero oír sus secretos triviales… ¡Váyase al infierno con ellos! ¡No se atreva a contarme esas nimiedades! ¿O cree usted que aún no se me ha insultado lo bastante? ¿Que soy un lacayo a quien se puede insultar cuanto se quiera? ¿Eh?
Abogin se apartó de Kirilov y le miró sorprendido.
—¿A qué me ha traído aquí? —prosiguió el médico, temblándole la barba—. Se casa usted por capricho, porque se le pone en la montera, y hace un melodrama, pero ¿qué tengo yo que ver con eso? ¡Déjeme en paz! Siga acaparando cosas como aristócrata que es, haga alarde de ideas humanitarias, toque —y el médico miró de reojo la caja del violoncelo— el contrabajo y el trombón, engorde como un capón, pero no se atreva a mofarse de un hombre hecho y derecho. ¡Si no sabe usted respetarlo, al menos ahórrele sus atenciones!
—Perdón, ¿qué quiere decir con eso? —preguntó Abogin ruborizándose.
—¡Quiero decir que es una vileza, una ruindad, jugar así con la gente! Soy médico, y usted considera como lacayos, como gente de mauvais ton, a los médicos y a todos los que trabajan, a todos los que no huelen a perfume y prostitución. Muy bien. ¡Pero nadie le da a usted el derecho de hacer de un hombre que sufre un objeto de guardarropía!
—¿Cómo se atreve a hablarme así? —preguntó Abogin con voz contenida. Una vez más se le crispaba el rostro, pero ahora claramente de ira.
—¿Y cómo se atreve usted a traerme aquí a escuchar fruslerías sabiendo lo que sufro? —gritó el médico dando un nuevo puñetazo en la mesa—. ¿Quién le ha dado derecho a burlarse así del sufrimiento ajeno?
—¡Usted está loco! —exclamó Abogin—. Eso es falta de generosidad. Yo también soy profundamente desgraciado y… y…
—¿Desgraciado? —el médico se sonrió con sarcasmo—. No use esa palabra, que nada tiene que ver con usted. Los manirrotos que no hallan dinero para pagar una letra también se llaman a sí mismos desgraciados. ¡Vaya gentuza!
—¡Señor mío, usted olvida con quién habla! —chilló Abogin—. ¡Por palabras como ésas se apalea a la gente ¿Me entiende?
Abogin metió rápidamente la mano en el bolsillo, sacó una cartera, tomó de ella dos billetes y los tiró sobre la mesa.
—Ahí tiene el precio de su visita —dijo, y le temblaban las ventanas de la nariz—. Está usted pagado.
—¡No se atreva a ofrecerme dinero! —gritó el médico barriendo de la mesa los billetes, que cayeron al suelo—. ¡Los insultos no se pagan con dinero!
Abogin y el médico estaban cara a cara y en su furia siguieron insultándose injustamente. Nunca, ni en accesos de frenesí, habían usado antes palabras tan inicuas, crueles y absurdas. En ambos surgía con violencia el egoísmo del desgraciado. Los desgraciados son egoístas, malévolos, injustos, crueles, y menos capaces de comprenderse mutuamente que los imbéciles. La desgracia no une a las gentes, sino que las separa; y donde parecería natural que el dolor común debiera fundirlas hay mucha más injusticia y crueldad entre ellas que entre las relativamente contentas.
—Mande que me lleven a mi casa —gritó jadeante el médico.
Abogin tocó violentamente la campanilla. Cuando nadie acudió a su llamada volvió a tocarla y la tiró furioso al suelo. La campanilla cayó sobre la alfombra con un sonido sordo que era como el quejido plañidero de un moribundo. Apareció un criado.
—¿Dónde te escondes, maldito seas? —dijo el amo lanzándose sobre él con los puños cerrados—. ¿Dónde estabas en este momento? Ve y di que traigan la calesa para este caballero y que a mí me preparen el coche. ¡Espera! —exclamó cuando el criado se volvía para irse—. ¡Mañana no va a quedar un traidor en esta casa! ¡Os echo a todos! Tomaré gente nueva. ¡Granujas!
Mientras esperaban los vehículos Abogin y el médico guardaron silencio. Aquél recobraba ya su aire de contento y de elegancia sutil. Iba y venía por la sala, sacudiendo con esmero la cabeza y, por lo visto, discurriendo algún proyecto. Aún no se había calmado su ira, pero trataba de aparentar que no reparaba en su enemigo… El médico estaba de pie, asido de una mano al borde de la mesa, mirando a Abogin con el desprecio profundo un tanto cínico y desagradable con que sólo el dolor y la fortuna adversa miran cuando tienen delante la satisfacción y la elegancia.
Cuando poco después el médico tomó asiento en la calesa y partió, sus ojos seguían mirando con desprecio. La noche estaba oscura, mucho más oscura que una hora antes. La media luna roja había desaparecido ya tras la colina y las nubes que la vigilaban parecían manchas negras en torno a las estrellas. Un carruaje con faroles rojos chirrió en el camino y dejó atrás la calesa del médico. Era Abogin que iba a protestar y hacer alguna tontería más…
Durante todo el trayecto el médico no fue pensando en su esposa, ni en Andrei, sino en Abogin y en los que vivían en la casa de la que acababa de salir. Sus pensamientos eran injustos, de una crueldad inhumana. Condenaba a Abogin, a la mujer de éste, a Papchinski, y a todos los que viven en una penumbra rosácea y huelen a perfume. Durante todo el trayecto estuvo odiándolos; el corazón llegó a dolerle del desprecio que por ellos sentía. Y en su mente arraigó una firme convicción con respecto a tales gentes. Pasará el tiempo, pasará el sufrimiento de Kirilov, pero esa convicción, injusta e indigna del corazón humano, no pasará. Perdurará en la mente del médico hasta la tumba misma.

Traducción
de Juan López-Morillas