I
En
Rusia, dos generaciones de escritores habían venido creando
un tipo de cuento completamente distinto. El cuento corto era
allí, algo en realidad nuevo. Es singular el que tomara
tanto tiempo a esta variedad de la narrativa breve alcanzar el
mundo occidental. Es cierto que los cuentos de Turgueniev fueron
leídos en traducciones francesas. Turgueniev fue aceptado
por los Goncourt, por Flaubert y por los círculos intelectuales
en los que ellos se movían dada su majestuosa presencia,
la amplitud de sus medios y sus aristocráticos orígenes;
y sus trabajos fueron apreciados con el moderado entusiasmo con
que los franceses han mirado siempre las producciones de autores
extranjeros. Su actitud ha sido como la que el doctor Johnson
asumía en sus prédicas respecto a la mujer: No
está bien hecha, pero es sorprendente que haya sido hecha.
No fue hasta cuando Melchior de Vogué publicó su
libro La novela rusa, en l886, que la literatura rusa tuvo algún
efecto sobre el mundo literario de París. Con el tiempo
(creo que en 1905), algunos cuentos de Chéjov fueron traducidos
al francés y recibieron una aceptación favorable.
En Inglaterra continuaba conociéndoselo muy poco. A su
muerte, en l904, era considerado como el mejor escritor de su
generación. La Enciclopedia Británica en su undécima
edición, publicada en 1911, pudo de él decir únicamente:
A. Chéjov mostró considerables dotes en sus
narraciones breves. Fría alabanza. Sólo cuando
Mrs. Garnett publicó en trece pequeños volúmenes
una selección de su extensa obra, los lectores se interesaron
en él. A partir de entonces el prestigio de los escritores
rusos en general, y el de Chéjov en particular, ha sido
enorme. Se transformó notablemente la composición
y la apreciación del cuento corto. Los lectores agudos
se apartan con indiferencia de aquellos cuentos técnicamente
bien hechos, y a los escritores que aún los
escriben para el deleite de la gran masa del público, se
los tiene muy poco en cuenta.
La vida de Chéjov ha sido escrita por David Magarschak.
Se trata de una vida de logros a pesar de las terribles dificultades:
pobreza, deberes onerosos, mal ambiente y pésima salud.
De este interesante y bien documentado libro extraigo lo que narro
a continuación. Chéjov nació en 1860. Su
abuelo fue un siervo que ahorró suficiente dinero para
comprar su libertad y la de sus tres hijos. Uno de ellos, de nombre
Pavel, con el tiempo abrió una tienda en Taganrog, en el
mar de Azof, se casó y tuvo cinco hijos y una hija. Anton
Chéjov fue el tercero. Pavel era inculto y tonto, vano,
egoísta, brutal y hondamente religioso. Muchos años
después Chéjov escribió refiriéndose
a él:
Recuerdo que papá comenzó a educarme cuando
yo tenía cinco años, o, para decirlo más
claro, a azotarme cuando sólo tenía cinco años.
Me azotaba, me tiraba las orejas, me golpeaba en la cabeza, de
modo que la primera pregunta que se me ocurría al despertarme
en las mañanas era: ¿seré golpeado nuevamente
hoy? Me prohibieron todo juego o diversión. Tenía
que asistir en la mañana y en la tarde a los oficios religiosos,
besar las manos de sacerdotes y de monjes, leer en casa los salmos
Cuando tuve ocho años, debía atender la tienda,
trabajar como muchacho de mandados, todo lo cual afectó
mi salud, pues me golpeaban casi a diario. Luego, cuando fui enviado
a la escuela secundaria, estudiaba hasta la comida, y de ese momento
en adelante, debía encargarme de la tienda.
Cuando Anton Chéjov cumplió dieciséis años,
su padre, consumido por las deudas y temeroso de caer en prisión,
huyó a Moscú, ciudad en la que sus dos hijos mayores,
Alexander y Nicolás, estudiaban en la universidad. Anton
quedó en Taganrog, continuó sus estudios, y se mantuvo
lo mejor que pudo ayudando niños retardados. Cuando, tres
años después, se graduó y le fue otorgada
una beca de veinticinco rublos al mes, se reunió con sus
padres en Moscú. Decidido a ser médico, ingresó
en la Escuela de Medicina. Era entonces un joven alto, de algo
más de un metro con ochenta, cabellos castaño claro,
ojos cafés y labios firmes y llenos. Encontró a
su familia viviendo en el piso bajo de una casa situada en un
suburbio infestado de prostíbulos. Antón trajo consigo
a dos condiscípulos suyos para que se alojaran con su familia;
éstos pagaban entre ambos cuarenta rublos al mes, un tercer
inquilino otros veinte, y con los veinticuatro de Chéjov
sumaban ochenta y cinco rublos, suma con la que debían
proveer comida para nueve personas y pagar el arriendo. Pronto
se mudaron a un apartamento más grande en la misma escuálida
calle. Dos de los pensionistas ocupaban un cuarto, otro tenía
uno más pequeño para él solo, Anton y dos
de sus hermanos un tercero, su madre y su hermana el cuarto, y
el quinto, que hacía las veces de sala y comedor, era la
habitación de sus hermanos Alexander y Nicolás.
Pavel, su padre, había conseguido por fin un empleo de
treinta rublos al mes en un almacén, donde debía
alojarse, de modo que por un tiempo se vieron libres del estúpido
y despótico hombre que había hecho de sus vidas
una carga.
Anton tenía el don de improvisar divertidas historias que,
según cuentan, hacían reír a carcajadas a
sus amigos. Dada la situación desesperada de su familia,
resolvió intentar escribirlas. Escribió una y la
mandó al semanario petersburgués El vuelo del dragón.
Una tarde de enero, al regresar de la Escuela de Medicina, compró
un ejemplar y se encontró con que su cuento había
sido aceptado. Le iban a pagar cinco copecs por línea.
Debo recordar al lector que el rublo equivalía a dos chelines,
y que cien copecs eran un rublo, de modo que el pago ofrecido
era de aproximadamente un penique por línea. A partir de
entonces, Chéjov envió a El vuelo del dragón
un cuento casi semanalmente, pero muy pocos fueron aceptados;
no obstante, logró colocarlos en los diarios de Moscú,
aunque lo que pagaban era casi nada; los diarios pendían
de un hilo, y en ocasiones sus colaboradores, si querían
recibir su paga, debían aguardar en la oficina hasta que
los voceadores regresaran con el producto de las ventas hechas
en la calle. Fue un editor petersburgués, de apellido Leykin,
quien dio a Chéjov su primera oportunidad. Dirigía
un diario llamado Fragmentos, y encargó a Chéjov
escribir un cuento semanal de cien líneas, a ocho copecs
la línea. Se trataba de un periódico humorista,
y cuando en ocasiones Chéjov le enviaba un cuento serio,
Leykin se quejaba de que eso no era lo que sus lectores querían.
Aunque los cuentos que escribió gustaron y le ganaron cierta
reputación, las limitaciones impuestas, tanto en cuanto
a su extensión como a su tema, lo irritaban; para satisfacerlo,
Leykin, quien parece haber sido un hombre bondadoso y amable,
obtuvo que la Gaceta de Petersburgo le solicitara un cuento semanal,
más largo y de tipo diferente, con el mismo precio de ocho
copecs la línea. ¡Entre 1880 y 1885, Chéjov
escribió más de trescientos cuentos!
Se trataba de potboilers. El diccionario de Oxford nos dice que
ésta es una palabra que se aplica despreciativamente a
una obra literaria o de arte que se ejecuta con el propósito
de ganarse la vida. Es un término que debería expulsarse
del vocabulario de los cronistas literarios. Yo diría,
más bien, que el joven autor que descubre que siente una
creativa urgencia de escribir (y por qué la tiene es un
misterio tan impenetrable como el origen del sexo), puede pensar
que esto le reportará renombre, pero seguramente muy rara
vez piensa que le reportará dinero; y pensar de este modo
demuestra que es listo, pues en sus comienzos es muy improbable
que se lo reporte. Pero cuando decide convertirse en un escritor
profesional y ganarse así su existencia, no puede ser indiferente
al dinero que su talento pueda proporcionarle. El motivo por el
cual escribe no debe importar a sus lectores.
Mientras Chéjov escribía este estupendo número
de historias, trabajaba también en la Escuela de Medicina
para obtener su diploma. Sólo podía escribir en
las noches, después de la dura jornada del hospital. Las
condiciones en que escribía eran difíciles. Los
inquilinos se habían ido, y los Chéjov se mudaron
a un apartamento más pequeño.
Pero en el cuarto contiguo escribía a Leykin,
el niño de un pariente (de su hermano Alexander) llora,
en el otro papá lee en voz alta a mamá un cuento
de Leskov, alguien ha echado a andar nuestra vitrola y está
sonando Bella Helena.
Mi cama la ocupan los parientes que están de visita,
quienes a cada minuto me interrumpen para hablarme de medicina.
¡El niño está berreando! He tomado la determinación
de jamás tener hijos. Creo que los franceses tienen tan
pocos por tratarse de un pueblo literato
Un año más tarde, en carta a su hermano menor Iván,
escribió:
Gano más dinero que cualquiera de tus tenientes del
ejército, pero no tengo un céntimo, ni comida decente,
ni un cuarto propio donde pueda realizar mi trabajo
en este
momento estoy sin una moneda, y espero con ansiedad que llegue
primero del mes, día en que recibiré sesenta rublos
de Petersburgo, los que gastaré de inmediato.
En 1884 Chéjov tuvo una hemorragia. En su familia había
tuberculosis hereditaria, y él no pudo ignorar lo que aquello
significaba, pero por temor a que sus sospechas se confirmaran
no permitió que un especialista lo examinara. Para calmar
a su angustiada madre, le dijo que la hemorragia se debía
a que se le había roto un vaso sanguíneo en la garganta
y que no tenía nada que ver con la tuberculosis. Hacia
el final del año aprobó los exámenes finales
y se doctoró en medicina. Algunos meses después
reunió algo de dinero para ir por primera vez a Petersburgo.
No había atribuido ninguna importancia a sus cuentos; los
había escrito por dinero y decía que ninguno de
ellos le había tomado más de un día el escribirlo.
A su llegada a Petersburgo descubrió, para su sorpresa,
que era famoso. A pesar de que se trataba de cuentos ligeros,
las personas inteligentes de Petersburgo, a la sazón el
centro cultural de Rusia, los encontraban frescos, vívidos
y originales. Lo recibieron con calidez. Le hicieron sentir que
se lo miraba como uno de los más talentosos escritores
de su época. Los editores lo invitaron a colaborar con
sus periódicos con mejor remuneración de la que
hasta entonces había obtenido. Uno de los más distinguidos
autores lo instó a que abandonara el tipo de cuentos que
hasta entonces había escrito y se decidiera a escribir
otros más serios.
Chéjov se impresionó, pero jamás intentó
convertirse en un escritor profesional. La medicina, decía,
es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante;
regresó pues a Moscú con la intención de
ganarse la vida como médico. Debe admitirse que hizo poco
por ejercerla prósperamente. Adquirió muchas amistades
y éstas le enviaban pacientes, pero muy rara vez le pagaban
las consultas. Era alegre y encantador, y con su sonora y contagiosa
risa tuvo gran éxito entre los círculos bohemios
que frecuentaba. Le encantaba dar fiestas y asistir a fiestas.
Bebía copiosamente, pero salvo en los matrimonios, días
de santo (el equivalente ruso de los nacimientos) y fiestas de
la iglesia, rara vez se emborrachaba. Las mujeres lo encontraban
atractivo, y tuvo varios amoríos. Sin embargo, no fueron
importantes. Con el correr del tiempo visitó frecuentemente
Petersburgo y viajó aquí y allá por Rusia.
Cada primavera, dejando que sus pacientes se cuidaran solos, trasladaba
a toda su familia en coche al campo, y allí se quedaba
hasta el otoño. Tan pronto se supo que era doctor, los
pacientes llegaban por manadas a consultarlo y, por supuesto,
no le pagaban. Para ganar dinero se veía obligado a escribir
cuentos. Éstos eran cada vez más y más exitosos
y se los pagaban bien, pero él era incapaz de vivir de
ellos. En una de sus cartas a Leykin escribió:
Me pregunta qué hago con mi dinero. No llevo una
vida disipada, no me visto como un dandy, no tengo deudas, y ni
siquiera mantengo una querida (el amor lo obtengo gratis), y sin
embargo me quedan sólo cuarenta rublos de los trescientos
que recibí de usted y de Savorin antes de la Semana Santa,
y todavía debo pagar mañana cuarenta.
Se mudó a otro apartamento, donde al fin tuvo un cuarto
propio, pero se vio obligado a solicitar a Leykin un adelanto
para pagar el arriendo. En l886 tuvo otra hemorragia. Sabía
que debía ir a Crimea, donde por la época iban los
tuberculosos en busca de climas más cálidos al igual
que los de Europa occidental frecuentaban la riviera francesa
o Portugal, y morían como moscas; pero él no tenía
ni un rublo para hacerlo. En l889 su hermano Nicolás, pintor
de algún talento, murió de tuberculosis. Fue un
golpe y una advertencia. En l892 se hallaba tan débil de
salud que temió pasar otro invierno en Moscú. Con
dinero prestado compró una pequeña propiedad cerca
a una aldea llamada Melikhovo, distante cincuenta millas de Moscú,
y como de costumbre, trajo a toda su familia con él, su
difícil padre, su madre, su hermana y su hermano Miguel.
Llevó consigo una carreta llena de remedios y, como siempre,
los pacientes se congregaron para verlo. Los trató tan
bien como pudo y jamás les cobró un copec.
Así pasó cinco años en Melikhovo, años
bastante felices. Escribió varios de sus mejores cuentos
y recibió una magnífica paga por ellos. Se preocupó
por los asuntos locales, consiguió que hicieran un nuevo
camino, y construyó, de su propio pecunio, varias escuelas
para los campesinos. Su hermano Alejandro, borracho consuetudinario,
vino también a vivir con ellos, con su esposa y sus hijos;
los amigos le hacían visitas que duraban varios días,
y aunque se quejaba de que interferían con su trabajo,
no podía vivir sin ellos. A pesar de que vivía enfermo,
continuaba alegre, amigable, divertido y jovial. De vez en cuando
hacía una excursión a Moscú. En una de estas
oportunidades, en l897, sufrió una hemorragia tan severa
que debió ser llevado a una clínica, y por varios
días estuvo a las puertas de la muerte. Siempre se había
rehusado a aceptar que tuviera tuberculosis, pero esta vez los
médicos le dijeron que tenía afectada la parte superior
de los pulmones y que, si quería seguir viviendo, debía
cambiar sus hábitos de vida. Aunque volvió a Melikhovo,
sabía que no podría pasar otro invierno allí.
Se dio cuenta de que debía abandonar el ejercicio de la
medicina. Viajó por el extranjero, estuvo en Biarritz y
Niza, y finalmente se estableció en Yalta, Crimea. Los
médicos le recomendaron vivir allí permanentemente.
Con un adelanto de Savorin, su amigo y editor, se construyó
él mismo una casa en el lugar. Como siempre, se hallaba
en cruentas dificultades económicas.
No poder practicar la medicina fue un duro golpe para Chéjov.
No sé qué tipo de médico fue. Después
de recibirse, tan sólo trabajó tres meses en prácticas
hospitalarias, y sospecho que trataba a sus pacientes un poco
a la ligera. Pero poseía sentido común y simpatía,
y si permitió a la naturaleza seguir su curso, probablemente
hizo tanto bien a sus pacientes como el que alguien con mayores
conocimientos habría hecho. La variada experiencia que
esta labor le procuró fue muy útil. Tengo razones
para creer que el entrenamiento a que debe someterse un estudiante
de medicina constituye algo valioso para un escritor. Adquiere
un conocimiento invaluable de la naturaleza humana. La ve en sus
mejores y en sus peores momentos. Cuando la gente está
enferma, cuando está asustada, se quita la máscara
que lleva cuando tiene buena salud. El doctor la ve tal como realmente
es: egoísta, dura, avara, cobarde; pero también
valerosa, generosa, amable y buena. Tolera sus flaquezas, admira
sus virtudes.
En Yalta, aunque se aburría, la salud de Chéjov
mejoró durante cierto tiempo. No he tenido hasta ahora
ocasión de mencionar que, además de sus numerosos
cuentos, ya por esa época Chéjov había escrito,
sin demasiado éxito, dos o tres piezas de teatro. Gracias
a éstas conoció a una joven actriz de nombre Olga
Knipper. Se enamoró de ella, y en 1901, para amargo resentimiento
de su familia, a la que no había dejado de sostener, se
casó con ella. Habían acordado que Olga continuaría
actuando y que se reunirían sólo cuando él
fuera a Moscú a verla, o cuando ella, estando en descanso
tal como solía decirse en el argot teatral
viniera a Yalta. Las cartas que Chéjov le envió
se conservan. Son tiernas y emocionantes. La mejoría de
salud no duró y pronto volvió a agravarse. Tosía
incesantemente y no podía dormir. Para colmo de males,
Olga tuvo un aborto. Había rogado mucho a Chéjov
que escribiera para ella una comedia liviana, que era lo que el
público pedía. Para agradarla, según creo,
se sentó a trabajar en ella. Se llamaría El jardín
de los cerezos, y le prometió que crearía un buen
papel para ella. Escribo cuatro líneas al día
contaba a un amigo, y aun esto me produce un dolor
insoportable. La terminó y se estrenó en Moscú
en l904. En junio, por recomendación de su doctor, Chéjov
partió a las termales alemanas de Badenweiler. Un joven
escritor ruso escribió a propósito de su encuentro
con él, el día anterior a su partida (cito las líneas
que siguen de la Vida de Magarshak):
En un sofá, reclinado sobre cojines, llevando un
abrigo o una bata y con una manta sobre sus piernas, estaba sentado
un hombre delgado y al parecer pequeño, enjuto de hombros
y de cara delgada y anémica; tan enflaquecido e irreconocible
se había vuelto Chéjov. Nunca pensé que un
hombre pudiera cambiar tanto. Estiró su mano débil,
como de cera, que yo temí mirar, y me miró con sus
afables, aunque ya no sonrientes ojos.
Me voy mañana dijo. Me voy para morir.
Usó una palabra distinta, una palabra más cruel
que para morir, que no me gustaría repetir
ahora.
Me voy para morir repitió enfáticamente.
Despídame de sus amigos
Dígales que los recuerdo
y que quiero mucho a algunos de ellos. Que les deseo éxitos
y felicidad. Jamás nos veremos de nuevo.
Al principio se sintió mucho mejor en Badenweiler, al punto
que empezó a hacer planes para viajar a Italia. Una tarde,
ya acostado, y puesto que Olga había pasado el día
acompañándolo, le insistió en que saliera
a dar un paseo por el parque. A su regreso le pidió que
bajara a cenar, a lo que ella le respondió que la campana
aún no había sonado. Para pasar el tiempo, Chéjov
comenzó a contarle un cuento localizado en un balneario
repleto de visitantes de moda, obesos banqueros americanos y saludables
ingleses. Una tarde regresaron todos a su hotel y se encontraron
con que la cocinera se había ido y que no había
cena esperándolos. Chéjov continuó
describiéndole cómo afectó el golpe a cada
uno de estos encumbrados seres. Así hilvanó un cuento
divertidísimo, y Olga Knipper rió a carcajadas.
Ella se reunió con él después de la cena.
Chéjov descansaba tranquilo. Pero de pronto se agravó
y hubo que llamar al médico. Hizo todo lo que pudo, pero
fue inútil. Chéjov murió. Sus últimas
palabras las dijo en alemán: Ich Sterbe1. Tenía
cuarenta y cuatro años.
Alexander Kuprin, en sus recuerdos de Chéjov, escribió
lo que sigue: Creo que no abrió ni dio su corazón
completamente a nadie. Pero miraba a todos afablemente, indiferentemente
si se piensa en la amistad, y al mismo tiempo con gran, quizá
inconsciente interés. Esto es extrañamente
revelador. Nos dice más de Chéjov que cualquiera
de los hechos que en mi breve recuento de su vida he tenido ocasión
de relatar.
II
Las primeras historias de Chéjov fueron en su mayor parte
humorísticas; las escribió muy fácilmente.
Escribía, decía él, como un pájaro
canta, sin asignarle ninguna importancia. No fue sino hasta su
primera visita a Petersburgo, al descubrir que se lo aceptaba
como un artista promisorio y de talento, que comenzó a
tomárselo en serio. Se dispuso entonces a adquirir habilidad
en su oficio. Algún día un amigo lo encontró
copiando un cuento de Tolstoi, y cuando le preguntó qué
hacía, Chéjov respondió: Estoy reescribiéndolo.
El amigo se molestó por tomarse tales libertades con el
trabajo del maestro, mientras que Chéjov le explicó
que lo hacía como un ejercicio; había concebido
la idea (buena, hasta donde conozco) de que al hacerlo podía
aprender los métodos del escritor al que admiraba y así
desarrollar unos propios. Es evidente que no malgastó su
tiempo. Aprendió a componer sus cuentos con una habilidad
consumada. Los campesinos, por ejemplo, está tan elegantemente
construido como Madame Bovary de Flaubert. Chéjov se ejercitó
en escribir de modo simple, claro y conciso, y se cuenta que alcanzó
un estilo de gran belleza. Lo cual, quienes lo leemos en traducción,
debemos suponerlo como cierto, pues hasta en la más exacta
traducción el tono, el sentimiento, la eufonía de
las palabras del autor se pierden.
Se interesó mucho por las técnicas del cuento corto
y tuvo cosas extraordinariamente interesantes que decir acerca
de éste. Sostuvo que un cuento no debe contener nada superfluo.
Todo aquello que no tenga relación con él
debe desecharse sin piedad escribió. Si en
el primer capítulo se dice que una pistola cuelga de la
pared, en el segundo o tercer capítulo ésta, sin
falta, debe bajarse. Esto parece bastante razonable, como
también suena razonable su insistencia en que las descripciones
de la naturaleza debían ser breves y exactas. Chéjov
fue capaz, en una o dos palabras, de dar al lector una vívida
impresión de una noche de verano en que los ruiseñores
cantan hasta el cansancio, o de la fría brillantez de las
estepas ilimitadas bajo la nieve de invierno. Se trata de un don
que no tiene precio. Siento, en cambio, más dudas respecto
a su condenación de los que humanizan la naturaleza:
El mar ríe, escribió en una carta. Sin duda
te dejas llevar por un impulso, pero suena tosco y vulgar. El
mar no ríe, tampoco llora: ruge, relampaguea, brilla. Observa
cómo lo hace Tolstoi: El sol se levanta y se pone,
los pájaros cantan. Nadie ríe ni llora. Y
eso es lo principal: simplicidad.
Es cierto, pero cuando todo está dicho y hecho, cuando
hemos personificado la naturaleza desde el comienzo de los tiempos,
esto nos parece tan natural, que sólo mediante un esfuerzo
podemos evitarlo. Ni siquiera Chéjov lo logró; en
su cuento El duelo, nos cuenta que una estrella
atisbaba, y tímidamente parpadeaba con su único
ojo. No veo nada objetable. De hecho me gusta. Hablando
a su hermano Alexander, también escritor de cuentos, aunque
bastante malo, le dice que un autor jamás debe describir
emociones que no ha sentido. Esto es exagerado. Seguramente es
innecesario cometer un asesinato para describir de modo convincente
las emociones que un asesino puede sentir cuando lo ha hecho.
Después de todo, el escritor tiene imaginación,
y si es buen escritor posee el don de la empatía que le
permite apropiarse de los sentimientos de los personajes de su
invención. Pero la demanda mayor de Chéjov consistía
en exigir al escritor pasar rápidamente del principio al
final del cuento. Esto fue lo que él hizo con los suyos,
y tan rigurosamente, que sus amigos acostumbraban decir que tenían
que arrebatarle sus manuscritos antes de darle la oportunidad
de mutilarlos, pues de otro modo los reduciría hasta que
quedaran sólo en: Eran jóvenes. Se enamoraron,
se casaron y fueron desgraciados. Cuando se lo contaron,
Chéjov replicó: Pero miren, en realidad eso
es lo que sucede.
Chéjov tomó a Maupassant como su modelo. De no habérnoslo
dicho él mismo, jamás lo hubiera creído,
puesto que sus objetivos y métodos me parecen enteramente
diferentes. En general, Maupassant buscó que sus cuentos
fueran dramáticos, y para conseguirlo, como lo dije antes,
estaba decidido de antemano a sacrificar la probabilidad. Me inclino
a pensar que Chéjov eludió deliberadamente lo dramático.
Escribía sobre la gente corriente que llevaba una vida
ordinaria: La gente no viaja al Polo Norte para caerse de
los icebergs, escribía en una de sus cartas. La
gente va a la oficina, se pelea con su esposa y come sopa de repollo.
Se le podría objetar que la gente sí va al Polo
Norte, y si no se cae de los icebergs, emprende aventuras tan
peligrosas que no hay razón en el mundo para que un autor
no pueda escribir buenas historias sobre todo esto. Obviamente
no es suficiente que la gente vaya a la oficina y tome sopa de
repollo, y no creo que Chéjov haya pensado jamás
que lo fuera; para escribir un cuento, seguramente la gente debe
robar pequeñas sumas de dinero o aceptar ser sobornado,
pegar o engañar a su esposa, y cuando toma sopa de repollo
esto debe tener alguna importancia. De este modo se transforma
el símbolo de una feliz vida doméstica o de la angustia
de una vida frustrada.
La práctica médica de Chéjov, aunque inestable,
la pasó en contacto con todo tipo de gentes: campesinos,
obreros, dueños de fábricas, comerciantes, empleados
fiscales de mayor o menor jerarquía, y que juegan un papel
tan importante en la vida de la gente, terratenientes que debido
a la liberación de los siervos se vieron reducidos a la
miseria. No parece haber tenido jamás trato con la aristocracia,
y sólo sé de un cuento, un cuento amargo titulado
La princesa, en el que éste fue su asunto.
Escribía con cruel candor de la indolencia de los terratenientes
que permitían que sus propiedades llegaran al caos y a
la ruina; de la desgraciada multitud de obreros que vivían
en los límites del hambre, laborando doce horas cada día
para que sus patrones pudieran agregar a sus propiedades más
propiedades; de la inmundicia, borrachera, vulgaridad, ignorancia
y pereza de los campesinos, mal pagados y siempre hambrientos,
y de las infectas y malolientes cuevas en que habitaban.
Chéjov pudo dar una extraordinaria realidad a los sucesos
que describió. Aceptamos lo que nos dice como aceptamos
el recuento de un evento descrito por un reportero fidedigno.
Pero, por supuesto, Chéjov no era un mero reportero: él
observaba, seleccionaba, adivinaba y combinaba. Como dijo Koteliansky:
En su asombrosa objetividad, pasando por encima de dolores
y alegrías personales, Chéjov lo vio y lo supo todo.
Podía ser amable y generoso sin amor; tierno y simpático
sin afectos; un benefactor que no aspira a la gratitud.
Pero esta impasibilidad era una afrenta para muchos de sus colegas
escritores, quienes lo atacaban ferozmente. Los cargos contra
él tenían que ver con su aparente indiferencia hacia
los sucesos y las condiciones sociales de su tiempo. La demanda
de la inteligencia era que todo escritor ruso debía
tratar esos problemas. Chéjov replicaba que al autor competía
narrar los hechos y dejar a los lectores decidir lo que debían
hacer con ellos. En su opinión el autor no estaba llamado
a resolver problemas especializados. Para problemas particulares
dijo, tenemos especialistas; a ellos corresponde juzgar
a la comunidad, el destino del capitalismo, los perjuicios de
las borracheras
Esto suena razonable. Pero como se trata de un asunto demasiado
discutido en el mundo de las letras, me aventuraré a citar
algunos comentarios que hice, años atrás, durante
una conferencia en la Liga Nacional del Libro. Un día leí,
siguiendo mi costumbre, la página de uno de los mejores
semanarios dedicados a comentar la literatura. En esta ocasión
el crítico empezaba su artículo sobre una obra de
ficción recientemente publicada con las palabras: Mr.
Fulano de Tal no es un mero cuentista. La palabra mero
se me atragantó y ese día, como hicieran Paolo y
Francesca en otra ocasión, no leí más. Este
crítico es un conocido novelista y, aunque no he tenido
la fortuna de leer ninguno de sus libros, no dudo que son admirables.
Pero por su comentario no puedo menos que concluir que en su opinión
un novelista debe ser algo más que un novelista. Parece
obvio que, aunque con algunas dudas, él acepte la noción,
prevaleciente entre los escritores de hoy, de que en el convulso
estado del mundo en el que vivimos resulta frívolo para
un autor escribir novelas destinadas únicamente a ayudar
al lector a pasar unas cuantas horas agradables. Tales obras son,
como bien lo sabemos, rechazadas por escapistas. Esta
palabra, al igual que potboilers podría muy bien ser suprimida
del diccionario de los críticos. Todo arte es escapista,
tanto las sinfonías de Mozart como los paisajes de Constable.
¿Acaso leemos los sonetos de Shakespeare o las odas de
Keats por algo distinto al agrado que nos proporcionan? ¿Por
qué debemos pedir al novelista más de lo que pedimos
al poeta, al compositor o al pintor? De hecho, no hay nada a lo
que pueda llamarse un mero cuento. Aunque en ocasiones
al escribir un cuento un autor no tenga otra intención
que hacerlo legible, es probable que sin proponérselo haga
una crítica a la vida. Cuando Rudyard Kipling en su Plane
Tales of the Hills escribió acerca de los civiles indios,
los oficiales jugadores de polo y sus esposas, lo hizo con la
inocente admiración de un joven periodista de origen modesto
deslumbrado ante lo que él consideraba glamour. Es extraño
que en su época nadie viera la dura crítica que
hacían al poder supremo estos cuentos. Nadie puede leerlos
ahora sin darse cuenta de lo inevitable que era que los británicos
renunciaran a su control sobre la India. Igual sucede con Chéjov.
Objetivo como trató de ser, con la única intención
de describir la vida tal como es, sus cuentos no pueden leerse
sin advertir que la brutalidad y la ignorancia de la que escribió,
la corrupción, la miserable pobreza de los pobres y la
despreocupación de los ricos, debían inevitablemente
llevar a una revolución sangrienta.
Me imagino que mucha gente lee obras de ficción puesto
que no tiene nada más que hacer. Leen por placer, y está
bien que lo hagan, aunque gentes diferentes buscan al leer diferentes
tipos de placer. Uno de ellos es el placer de reconocerse. Los
lectores contemporáneos de Barchester Chronicles de Trollope
las leen con una íntima satisfacción puesto que
retratan el tipo de vida que ellos llevaron. En su mayoría
los lectores pertenecen a la clase media alta de la que tratan
estas crónicas. Sentían la misma autocomplacencia
que experimentaban cuando Mr. Browning les decía: Dios
está en su cielo. Todo va bien en la tierra. El tiempo
ha dado a estas novelas el atractivo del género. Las encontramos
divertidas, y hasta emocionantes (¡qué bueno era
vivir en un mundo en el que la vida para las gentes acomodadas
era tan fácil, y todo resultaba tan bien al final!) y poseían
el mismo tipo de encanto de aquellas pinturas anecdóticas
de mediados del siglo xix, con sus barbados caballeros de sombrero
de copa y frac, y sus lindas damitas de sombrero y crinolina.
Otros lectores buscan en esas novelas lo extraño y novedoso.
Las novelas exóticas tienen siempre sus partidarios. La
mayoría de la gente lleva una vida prodigiosamente aburrida,
y es un alivio a la monotonía de la existencia absorberse
por un rato en un mundo de azar y peligrosas aventuras. Sospecho
que los lectores rusos de los cuentos de Chéjov encontraban
en él un placer muy diferente al que encontraban sus lectores
del mundo occidental. Ellos conocían muy bien las condiciones
de la gente que él tan vívidamente describe. Los
lectores ingleses encuentran en sus cuentos algo nuevo y extraño,
horrible y a menudo depresivo, pero presentado con una verdad
impresionante, fascinante e incluso romántica.
Sólo los ingenuos pueden suponer que una obra de ficción
pueda suministrarnos información confiable sobre temas
que nos interesan y que pueden moldear nuestra conducta. Precisamente
por la naturaleza misma de su facultad creadora el novelista es
incompetente para tratar con tales asuntos; él no se debe
a la razón sino al sentimiento, a la imaginación
y a la inventiva. Es parcial. Los temas que el escritor escoge,
los personajes que crea y su actitud hacia ellos están
condicionados por su parcialidad. Aquello que escribe es expresión
de su personalidad y manifestación de sus instintos, sus
emociones, sus intuiciones y su experiencia. Él carga los
dados, a veces sin saber cómo, a veces sabiéndolo
muy bien; y luego emplea toda la habilidad para evitar que el
lector lo descubra. Henry James insistía en que el escritor
de ficción debía dramatizar. Eso quiere decir, aunque
tal vez de manera no muy lúcida, que el escritor debe arreglar
de tal manera los hechos que atrape y mantenga la atención
del lector. Esto, como es bien sabido, fue lo que James hizo consistentemente,
pero, por supuesto, no es el modo como un trabajo de valor científico
o informativo se escribe. Si el lector está preocupado
por los apremiables problemas de su época, debe leer, como
Chéjov lo aconsejaba, no cuentos ni novelas, sino aquellas
obras que específicamente tratan de ellos. El verdadero
objetivo del escritor de ficción no es instruir sino divertir.
Los autores llevan vidas oscuras. No son invitados a la mesa del
alcalde, ni se los nombra ciudadanos honorables de las ciudades.
Tampoco tienen el honor de quebrar botellas de champaña
contra el casco de un trasatlántico pronto a zarpar en
su viaje inaugural. Las multitudes no se agolpan, como sucede
con las estrellas de cine, para verlos salir de su hotel y saltar
dentro de un Rolls Royce. No se les invita a inaugurar bazares
en ayuda de nobles damas venidas a menos, ni se les ve ante una
aclamante muchedumbre entregando la copa de plata al ganador de
individuales en Wimbledon. Pero tienen sus compensaciones. Desde
tiempos inmemoriales, los hombres favorecidos por el don creador
han adornado mediante sus obras de arte el feo negocio de la vida.
Como puede verlo cualquiera que visite Creta, las copas, las tazas
y los cántaros fueron decorados, no para hacerlos más
útiles, sino más agradables a la vista. A través
de los tiempos los artistas han encontrado satisfacción
completa produciendo obras de arte. Si el escritor de ficción
es capaz de hacerlo, hace todo lo que razonablemente puede demandársele.
Es un abuso utilizar la novela como púlpito o estrado.
Traducción
de Iván Hernández A.