Julio-Agosto 2002, Nueva época No. 55-56 Xalapa • Veracruz • México
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Chéjov y el cuento corto
William Somerset Maugham

I

En Rusia, dos generaciones de escritores habían venido creando un tipo de cuento completamente distinto. El cuento corto era allí, algo en realidad nuevo. Es singular el que tomara tanto tiempo a esta variedad de la narrativa breve alcanzar el mundo occidental. Es cierto que los cuentos de Turgueniev fueron leídos en traducciones francesas. Turgueniev fue aceptado por los Goncourt, por Flaubert y por los círculos intelectuales en los que ellos se movían dada su majestuosa presencia, la amplitud de sus medios y sus aristocráticos orígenes; y sus trabajos fueron apreciados con el moderado entusiasmo con que los franceses han mirado siempre las producciones de autores extranjeros. Su actitud ha sido como la que el doctor Johnson asumía en sus prédicas respecto a la mujer: “No está bien hecha, pero es sorprendente que haya sido hecha”. No fue hasta cuando Melchior de Vogué publicó su libro La novela rusa, en l886, que la literatura rusa tuvo algún efecto sobre el mundo literario de París. Con el tiempo (creo que en 1905), algunos cuentos de Chéjov fueron traducidos al francés y recibieron una aceptación favorable. En Inglaterra continuaba conociéndoselo muy poco. A su muerte, en l904, era considerado como el mejor escritor de su generación. La Enciclopedia Británica en su undécima edición, publicada en 1911, pudo de él decir únicamente: “A. Chéjov mostró considerables dotes en sus narraciones breves”. Fría alabanza. Sólo cuando Mrs. Garnett publicó en trece pequeños volúmenes una selección de su extensa obra, los lectores se interesaron en él. A partir de entonces el prestigio de los escritores rusos en general, y el de Chéjov en particular, ha sido enorme. Se transformó notablemente la composición y la apreciación del cuento corto. Los lectores agudos se apartan con indiferencia de aquellos cuentos técnicamente “bien hechos”, y a los escritores que aún los escriben para el deleite de la gran masa del público, se los tiene muy poco en cuenta.
La vida de Chéjov ha sido escrita por David Magarschak. Se trata de una vida de logros a pesar de las terribles dificultades: pobreza, deberes onerosos, mal ambiente y pésima salud. De este interesante y bien documentado libro extraigo lo que narro a continuación. Chéjov nació en 1860. Su abuelo fue un siervo que ahorró suficiente dinero para comprar su libertad y la de sus tres hijos. Uno de ellos, de nombre Pavel, con el tiempo abrió una tienda en Taganrog, en el mar de Azof, se casó y tuvo cinco hijos y una hija. Anton Chéjov fue el tercero. Pavel era inculto y tonto, vano, egoísta, brutal y hondamente religioso. Muchos años después Chéjov escribió refiriéndose a él:
“Recuerdo que papá comenzó a educarme cuando yo tenía cinco años, o, para decirlo más claro, a azotarme cuando sólo tenía cinco años. Me azotaba, me tiraba las orejas, me golpeaba en la cabeza, de modo que la primera pregunta que se me ocurría al despertarme en las mañanas era: ¿seré golpeado nuevamente hoy? Me prohibieron todo juego o diversión. Tenía que asistir en la mañana y en la tarde a los oficios religiosos, besar las manos de sacerdotes y de monjes, leer en casa los salmos… Cuando tuve ocho años, debía atender la tienda, trabajar como muchacho de mandados, todo lo cual afectó mi salud, pues me golpeaban casi a diario. Luego, cuando fui enviado a la escuela secundaria, estudiaba hasta la comida, y de ese momento en adelante, debía encargarme de la tienda.”
Cuando Anton Chéjov cumplió dieciséis años, su padre, consumido por las deudas y temeroso de caer en prisión, huyó a Moscú, ciudad en la que sus dos hijos mayores, Alexander y Nicolás, estudiaban en la universidad. Anton quedó en Taganrog, continuó sus estudios, y se mantuvo lo mejor que pudo ayudando niños retardados. Cuando, tres años después, se graduó y le fue otorgada una beca de veinticinco rublos al mes, se reunió con sus padres en Moscú. Decidido a ser médico, ingresó en la Escuela de Medicina. Era entonces un joven alto, de algo más de un metro con ochenta, cabellos castaño claro, ojos cafés y labios firmes y llenos. Encontró a su familia viviendo en el piso bajo de una casa situada en un suburbio infestado de prostíbulos. Antón trajo consigo a dos condiscípulos suyos para que se alojaran con su familia; éstos pagaban entre ambos cuarenta rublos al mes, un tercer inquilino otros veinte, y con los veinticuatro de Chéjov sumaban ochenta y cinco rublos, suma con la que debían proveer comida para nueve personas y pagar el arriendo. Pronto se mudaron a un apartamento más grande en la misma escuálida calle. Dos de los pensionistas ocupaban un cuarto, otro tenía uno más pequeño para él solo, Anton y dos de sus hermanos un tercero, su madre y su hermana el cuarto, y el quinto, que hacía las veces de sala y comedor, era la habitación de sus hermanos Alexander y Nicolás. Pavel, su padre, había conseguido por fin un empleo de treinta rublos al mes en un almacén, donde debía alojarse, de modo que por un tiempo se vieron libres del estúpido y despótico hombre que había hecho de sus vidas una carga.
Anton tenía el don de improvisar divertidas historias que, según cuentan, hacían reír a carcajadas a sus amigos. Dada la situación desesperada de su familia, resolvió intentar escribirlas. Escribió una y la mandó al semanario petersburgués El vuelo del dragón. Una tarde de enero, al regresar de la Escuela de Medicina, compró un ejemplar y se encontró con que su cuento había sido aceptado. Le iban a pagar cinco copecs por línea. Debo recordar al lector que el rublo equivalía a dos chelines, y que cien copecs eran un rublo, de modo que el pago ofrecido era de aproximadamente un penique por línea. A partir de entonces, Chéjov envió a El vuelo del dragón un cuento casi semanalmente, pero muy pocos fueron aceptados; no obstante, logró colocarlos en los diarios de Moscú, aunque lo que pagaban era casi nada; los diarios pendían de un hilo, y en ocasiones sus colaboradores, si querían recibir su paga, debían aguardar en la oficina hasta que los voceadores regresaran con el producto de las ventas hechas en la calle. Fue un editor petersburgués, de apellido Leykin, quien dio a Chéjov su primera oportunidad. Dirigía un diario llamado Fragmentos, y encargó a Chéjov escribir un cuento semanal de cien líneas, a ocho copecs la línea. Se trataba de un periódico humorista, y cuando en ocasiones Chéjov le enviaba un cuento serio, Leykin se quejaba de que eso no era lo que sus lectores querían. Aunque los cuentos que escribió gustaron y le ganaron cierta reputación, las limitaciones impuestas, tanto en cuanto a su extensión como a su tema, lo irritaban; para satisfacerlo, Leykin, quien parece haber sido un hombre bondadoso y amable, obtuvo que la Gaceta de Petersburgo le solicitara un cuento semanal, más largo y de tipo diferente, con el mismo precio de ocho copecs la línea. ¡Entre 1880 y 1885, Chéjov escribió más de trescientos cuentos!
Se trataba de potboilers. El diccionario de Oxford nos dice que ésta es una palabra que se aplica despreciativamente a una obra literaria o de arte que se ejecuta con el propósito de ganarse la vida. Es un término que debería expulsarse del vocabulario de los cronistas literarios. Yo diría, más bien, que el joven autor que descubre que siente una creativa urgencia de escribir (y por qué la tiene es un misterio tan impenetrable como el origen del sexo), puede pensar que esto le reportará renombre, pero seguramente muy rara vez piensa que le reportará dinero; y pensar de este modo demuestra que es listo, pues en sus comienzos es muy improbable que se lo reporte. Pero cuando decide convertirse en un escritor profesional y ganarse así su existencia, no puede ser indiferente al dinero que su talento pueda proporcionarle. El motivo por el cual escribe no debe importar a sus lectores.
Mientras Chéjov escribía este estupendo número de historias, trabajaba también en la Escuela de Medicina para obtener su diploma. Sólo podía escribir en las noches, después de la dura jornada del hospital. Las condiciones en que escribía eran difíciles. Los inquilinos se habían ido, y los Chéjov se mudaron a un apartamento más pequeño.
“Pero en el cuarto contiguo —escribía a Leykin—, el niño de un pariente (de su hermano Alexander) llora, en el otro papá lee en voz alta a mamá un cuento de Leskov, alguien ha echado a andar nuestra vitrola y está sonando Bella Helena.
… Mi cama la ocupan los parientes que están de visita, quienes a cada minuto me interrumpen para hablarme de medicina. ¡El niño está berreando! He tomado la determinación de jamás tener hijos. Creo que los franceses tienen tan pocos por tratarse de un pueblo literato…”
Un año más tarde, en carta a su hermano menor Iván, escribió:
“Gano más dinero que cualquiera de tus tenientes del ejército, pero no tengo un céntimo, ni comida decente, ni un cuarto propio donde pueda realizar mi trabajo… en este momento estoy sin una moneda, y espero con ansiedad que llegue primero del mes, día en que recibiré sesenta rublos de Petersburgo, los que gastaré de inmediato.”
En 1884 Chéjov tuvo una hemorragia. En su familia había tuberculosis hereditaria, y él no pudo ignorar lo que aquello significaba, pero por temor a que sus sospechas se confirmaran no permitió que un especialista lo examinara. Para calmar a su angustiada madre, le dijo que la hemorragia se debía a que se le había roto un vaso sanguíneo en la garganta y que no tenía nada que ver con la tuberculosis. Hacia el final del año aprobó los exámenes finales y se doctoró en medicina. Algunos meses después reunió algo de dinero para ir por primera vez a Petersburgo. No había atribuido ninguna importancia a sus cuentos; los había escrito por dinero y decía que ninguno de ellos le había tomado más de un día el escribirlo. A su llegada a Petersburgo descubrió, para su sorpresa, que era famoso. A pesar de que se trataba de cuentos ligeros, las personas inteligentes de Petersburgo, a la sazón el centro cultural de Rusia, los encontraban frescos, vívidos y originales. Lo recibieron con calidez. Le hicieron sentir que se lo miraba como uno de los más talentosos escritores de su época. Los editores lo invitaron a colaborar con sus periódicos con mejor remuneración de la que hasta entonces había obtenido. Uno de los más distinguidos autores lo instó a que abandonara el tipo de cuentos que hasta entonces había escrito y se decidiera a escribir otros más serios.
Chéjov se impresionó, pero jamás intentó convertirse en un escritor profesional. “La medicina, decía, es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante”; regresó pues a Moscú con la intención de ganarse la vida como médico. Debe admitirse que hizo poco por ejercerla prósperamente. Adquirió muchas amistades y éstas le enviaban pacientes, pero muy rara vez le pagaban las consultas. Era alegre y encantador, y con su sonora y contagiosa risa tuvo gran éxito entre los círculos bohemios que frecuentaba. Le encantaba dar fiestas y asistir a fiestas. Bebía copiosamente, pero salvo en los matrimonios, días de santo (el equivalente ruso de los nacimientos) y fiestas de la iglesia, rara vez se emborrachaba. Las mujeres lo encontraban atractivo, y tuvo varios amoríos. Sin embargo, no fueron importantes. Con el correr del tiempo visitó frecuentemente Petersburgo y viajó aquí y allá por Rusia. Cada primavera, dejando que sus pacientes se cuidaran solos, trasladaba a toda su familia en coche al campo, y allí se quedaba hasta el otoño. Tan pronto se supo que era doctor, los pacientes llegaban por manadas a consultarlo y, por supuesto, no le pagaban. Para ganar dinero se veía obligado a escribir cuentos. Éstos eran cada vez más y más exitosos y se los pagaban bien, pero él era incapaz de vivir de ellos. En una de sus cartas a Leykin escribió:
“Me pregunta qué hago con mi dinero. No llevo una vida disipada, no me visto como un dandy, no tengo deudas, y ni siquiera mantengo una querida (el amor lo obtengo gratis), y sin embargo me quedan sólo cuarenta rublos de los trescientos que recibí de usted y de Savorin antes de la Semana Santa, y todavía debo pagar mañana cuarenta.”
Se mudó a otro apartamento, donde al fin tuvo un cuarto propio, pero se vio obligado a solicitar a Leykin un adelanto para pagar el arriendo. En l886 tuvo otra hemorragia. Sabía que debía ir a Crimea, donde por la época iban los tuberculosos en busca de climas más cálidos al igual que los de Europa occidental frecuentaban la riviera francesa o Portugal, y morían como moscas; pero él no tenía ni un rublo para hacerlo. En l889 su hermano Nicolás, pintor de algún talento, murió de tuberculosis. Fue un golpe y una advertencia. En l892 se hallaba tan débil de salud que temió pasar otro invierno en Moscú. Con dinero prestado compró una pequeña propiedad cerca a una aldea llamada Melikhovo, distante cincuenta millas de Moscú, y como de costumbre, trajo a toda su familia con él, su difícil padre, su madre, su hermana y su hermano Miguel. Llevó consigo una carreta llena de remedios y, como siempre, los pacientes se congregaron para verlo. Los trató tan bien como pudo y jamás les cobró un copec.
Así pasó cinco años en Melikhovo, años bastante felices. Escribió varios de sus mejores cuentos y recibió una magnífica paga por ellos. Se preocupó por los asuntos locales, consiguió que hicieran un nuevo camino, y construyó, de su propio pecunio, varias escuelas para los campesinos. Su hermano Alejandro, borracho consuetudinario, vino también a vivir con ellos, con su esposa y sus hijos; los amigos le hacían visitas que duraban varios días, y aunque se quejaba de que interferían con su trabajo, no podía vivir sin ellos. A pesar de que vivía enfermo, continuaba alegre, amigable, divertido y jovial. De vez en cuando hacía una excursión a Moscú. En una de estas oportunidades, en l897, sufrió una hemorragia tan severa que debió ser llevado a una clínica, y por varios días estuvo a las puertas de la muerte. Siempre se había rehusado a aceptar que tuviera tuberculosis, pero esta vez los médicos le dijeron que tenía afectada la parte superior de los pulmones y que, si quería seguir viviendo, debía cambiar sus hábitos de vida. Aunque volvió a Melikhovo, sabía que no podría pasar otro invierno allí. Se dio cuenta de que debía abandonar el ejercicio de la medicina. Viajó por el extranjero, estuvo en Biarritz y Niza, y finalmente se estableció en Yalta, Crimea. Los médicos le recomendaron vivir allí permanentemente. Con un adelanto de Savorin, su amigo y editor, se construyó él mismo una casa en el lugar. Como siempre, se hallaba en cruentas dificultades económicas.
No poder practicar la medicina fue un duro golpe para Chéjov. No sé qué tipo de médico fue. Después de recibirse, tan sólo trabajó tres meses en prácticas hospitalarias, y sospecho que trataba a sus pacientes un poco a la ligera. Pero poseía sentido común y simpatía, y si permitió a la naturaleza seguir su curso, probablemente hizo tanto bien a sus pacientes como el que alguien con mayores conocimientos habría hecho. La variada experiencia que esta labor le procuró fue muy útil. Tengo razones para creer que el entrenamiento a que debe someterse un estudiante de medicina constituye algo valioso para un escritor. Adquiere un conocimiento invaluable de la naturaleza humana. La ve en sus mejores y en sus peores momentos. Cuando la gente está enferma, cuando está asustada, se quita la máscara que lleva cuando tiene buena salud. El doctor la ve tal como realmente es: egoísta, dura, avara, cobarde; pero también valerosa, generosa, amable y buena. Tolera sus flaquezas, admira sus virtudes.
En Yalta, aunque se aburría, la salud de Chéjov mejoró durante cierto tiempo. No he tenido hasta ahora ocasión de mencionar que, además de sus numerosos cuentos, ya por esa época Chéjov había escrito, sin demasiado éxito, dos o tres piezas de teatro. Gracias a éstas conoció a una joven actriz de nombre Olga Knipper. Se enamoró de ella, y en 1901, para amargo resentimiento de su familia, a la que no había dejado de sostener, se casó con ella. Habían acordado que Olga continuaría actuando y que se reunirían sólo cuando él fuera a Moscú a verla, o cuando ella, estando en descanso —tal como solía decirse en el argot teatral— viniera a Yalta. Las cartas que Chéjov le envió se conservan. Son tiernas y emocionantes. La mejoría de salud no duró y pronto volvió a agravarse. Tosía incesantemente y no podía dormir. Para colmo de males, Olga tuvo un aborto. Había rogado mucho a Chéjov que escribiera para ella una comedia liviana, que era lo que el público pedía. Para agradarla, según creo, se sentó a trabajar en ella. Se llamaría El jardín de los cerezos, y le prometió que crearía un buen papel para ella. “Escribo cuatro líneas al día —contaba a un amigo—, y aun esto me produce un dolor insoportable.” La terminó y se estrenó en Moscú en l904. En junio, por recomendación de su doctor, Chéjov partió a las termales alemanas de Badenweiler. Un joven escritor ruso escribió a propósito de su encuentro con él, el día anterior a su partida (cito las líneas que siguen de la Vida de Magarshak):
“En un sofá, reclinado sobre cojines, llevando un abrigo o una bata y con una manta sobre sus piernas, estaba sentado un hombre delgado y al parecer pequeño, enjuto de hombros y de cara delgada y anémica; tan enflaquecido e irreconocible se había vuelto Chéjov. Nunca pensé que un hombre pudiera cambiar tanto. Estiró su mano débil, como de cera, que yo temí mirar, y me miró con sus afables, aunque ya no sonrientes ojos.
—Me voy mañana —dijo—. Me voy para morir.
Usó una palabra distinta, una palabra más cruel que ‘para morir’, que no me gustaría repetir ahora.
—Me voy para morir —repitió enfáticamente.
Despídame de sus amigos… Dígales que los recuerdo y que quiero mucho a algunos de ellos. Que les deseo éxitos y felicidad. Jamás nos veremos de nuevo.”
Al principio se sintió mucho mejor en Badenweiler, al punto que empezó a hacer planes para viajar a Italia. Una tarde, ya acostado, y puesto que Olga había pasado el día acompañándolo, le insistió en que saliera a dar un paseo por el parque. A su regreso le pidió que bajara a cenar, a lo que ella le respondió que la campana aún no había sonado. Para pasar el tiempo, Chéjov comenzó a contarle un cuento localizado en un balneario repleto de visitantes de moda, obesos banqueros americanos y saludables ingleses. “Una tarde regresaron todos a su hotel y se encontraron con que la cocinera se había ido y que no había cena esperándolos.” Chéjov continuó describiéndole cómo afectó el golpe a cada uno de estos encumbrados seres. Así hilvanó un cuento divertidísimo, y Olga Knipper rió a carcajadas. Ella se reunió con él después de la cena. Chéjov descansaba tranquilo. Pero de pronto se agravó y hubo que llamar al médico. Hizo todo lo que pudo, pero fue inútil. Chéjov murió. Sus últimas palabras las dijo en alemán: Ich Sterbe1. Tenía cuarenta y cuatro años.
Alexander Kuprin, en sus recuerdos de Chéjov, escribió lo que sigue: “Creo que no abrió ni dio su corazón completamente a nadie. Pero miraba a todos afablemente, indiferentemente si se piensa en la amistad, y al mismo tiempo con gran, quizá inconsciente interés”. Esto es extrañamente revelador. Nos dice más de Chéjov que cualquiera de los hechos que en mi breve recuento de su vida he tenido ocasión de relatar.

II
Las primeras historias de Chéjov fueron en su mayor parte humorísticas; las escribió muy fácilmente. Escribía, decía él, como un pájaro canta, sin asignarle ninguna importancia. No fue sino hasta su primera visita a Petersburgo, al descubrir que se lo aceptaba como un artista promisorio y de talento, que comenzó a tomárselo en serio. Se dispuso entonces a adquirir habilidad en su oficio. Algún día un amigo lo encontró copiando un cuento de Tolstoi, y cuando le preguntó qué hacía, Chéjov respondió: “Estoy reescribiéndolo”. El amigo se molestó por tomarse tales libertades con el trabajo del maestro, mientras que Chéjov le explicó que lo hacía como un ejercicio; había concebido la idea (buena, hasta donde conozco) de que al hacerlo podía aprender los métodos del escritor al que admiraba y así desarrollar unos propios. Es evidente que no malgastó su tiempo. Aprendió a componer sus cuentos con una habilidad consumada. Los campesinos, por ejemplo, está tan elegantemente construido como Madame Bovary de Flaubert. Chéjov se ejercitó en escribir de modo simple, claro y conciso, y se cuenta que alcanzó un estilo de gran belleza. Lo cual, quienes lo leemos en traducción, debemos suponerlo como cierto, pues hasta en la más exacta traducción el tono, el sentimiento, la eufonía de las palabras del autor se pierden.
Se interesó mucho por las técnicas del cuento corto y tuvo cosas extraordinariamente interesantes que decir acerca de éste. Sostuvo que un cuento no debe contener nada superfluo. “Todo aquello que no tenga relación con él debe desecharse sin piedad —escribió—. Si en el primer capítulo se dice que una pistola cuelga de la pared, en el segundo o tercer capítulo ésta, sin falta, debe bajarse.” Esto parece bastante razonable, como también suena razonable su insistencia en que las descripciones de la naturaleza debían ser breves y exactas. Chéjov fue capaz, en una o dos palabras, de dar al lector una vívida impresión de una noche de verano en que los ruiseñores cantan hasta el cansancio, o de la fría brillantez de las estepas ilimitadas bajo la nieve de invierno. Se trata de un don que no tiene precio. Siento, en cambio, más dudas respecto a su condenación de los que humanizan la naturaleza:
“El mar ríe, escribió en una carta. Sin duda te dejas llevar por un impulso, pero suena tosco y vulgar. El mar no ríe, tampoco llora: ruge, relampaguea, brilla. Observa cómo lo hace Tolstoi: ‘El sol se levanta y se pone, los pájaros cantan’. Nadie ríe ni llora. Y eso es lo principal: simplicidad.”
Es cierto, pero cuando todo está dicho y hecho, cuando hemos personificado la naturaleza desde el comienzo de los tiempos, esto nos parece tan natural, que sólo mediante un esfuerzo podemos evitarlo. Ni siquiera Chéjov lo logró; en su cuento “El duelo”, nos cuenta que “una estrella atisbaba, y tímidamente parpadeaba con su único ojo”. No veo nada objetable. De hecho me gusta. Hablando a su hermano Alexander, también escritor de cuentos, aunque bastante malo, le dice que un autor jamás debe describir emociones que no ha sentido. Esto es exagerado. Seguramente es innecesario cometer un asesinato para describir de modo convincente las emociones que un asesino puede sentir cuando lo ha hecho. Después de todo, el escritor tiene imaginación, y si es buen escritor posee el don de la empatía que le permite apropiarse de los sentimientos de los personajes de su invención. Pero la demanda mayor de Chéjov consistía en exigir al escritor pasar rápidamente del principio al final del cuento. Esto fue lo que él hizo con los suyos, y tan rigurosamente, que sus amigos acostumbraban decir que tenían que arrebatarle sus manuscritos antes de darle la oportunidad de mutilarlos, pues de otro modo los reduciría hasta que quedaran sólo en: “Eran jóvenes. Se enamoraron, se casaron y fueron desgraciados”. Cuando se lo contaron, Chéjov replicó: “Pero miren, en realidad eso es lo que sucede”.
Chéjov tomó a Maupassant como su modelo. De no habérnoslo dicho él mismo, jamás lo hubiera creído, puesto que sus objetivos y métodos me parecen enteramente diferentes. En general, Maupassant buscó que sus cuentos fueran dramáticos, y para conseguirlo, como lo dije antes, estaba decidido de antemano a sacrificar la probabilidad. Me inclino a pensar que Chéjov eludió deliberadamente lo dramático. Escribía sobre la gente corriente que llevaba una vida ordinaria: “La gente no viaja al Polo Norte para caerse de los icebergs”, escribía en una de sus cartas. “La gente va a la oficina, se pelea con su esposa y come sopa de repollo.” Se le podría objetar que la gente sí va al Polo Norte, y si no se cae de los icebergs, emprende aventuras tan peligrosas que no hay razón en el mundo para que un autor no pueda escribir buenas historias sobre todo esto. Obviamente no es suficiente que la gente vaya a la oficina y tome sopa de repollo, y no creo que Chéjov haya pensado jamás que lo fuera; para escribir un cuento, seguramente la gente debe robar pequeñas sumas de dinero o aceptar ser sobornado, pegar o engañar a su esposa, y cuando toma sopa de repollo esto debe tener alguna importancia. De este modo se transforma el símbolo de una feliz vida doméstica o de la angustia de una vida frustrada.
La práctica médica de Chéjov, aunque inestable, la pasó en contacto con todo tipo de gentes: campesinos, obreros, dueños de fábricas, comerciantes, empleados fiscales de mayor o menor jerarquía, y que juegan un papel tan importante en la vida de la gente, terratenientes que debido a la liberación de los siervos se vieron reducidos a la miseria. No parece haber tenido jamás trato con la aristocracia, y sólo sé de un cuento, un cuento amargo titulado “La princesa”, en el que éste fue su asunto. Escribía con cruel candor de la indolencia de los terratenientes que permitían que sus propiedades llegaran al caos y a la ruina; de la desgraciada multitud de obreros que vivían en los límites del hambre, laborando doce horas cada día para que sus patrones pudieran agregar a sus propiedades más propiedades; de la inmundicia, borrachera, vulgaridad, ignorancia y pereza de los campesinos, mal pagados y siempre hambrientos, y de las infectas y malolientes cuevas en que habitaban.
Chéjov pudo dar una extraordinaria realidad a los sucesos que describió. Aceptamos lo que nos dice como aceptamos el recuento de un evento descrito por un reportero fidedigno. Pero, por supuesto, Chéjov no era un mero reportero: él observaba, seleccionaba, adivinaba y combinaba. Como dijo Koteliansky:
“En su asombrosa objetividad, pasando por encima de dolores y alegrías personales, Chéjov lo vio y lo supo todo. Podía ser amable y generoso sin amor; tierno y simpático sin afectos; un benefactor que no aspira a la gratitud.”
Pero esta impasibilidad era una afrenta para muchos de sus colegas escritores, quienes lo atacaban ferozmente. Los cargos contra él tenían que ver con su aparente indiferencia hacia los sucesos y las condiciones sociales de su tiempo. La demanda de la “inteligencia” era que todo escritor ruso debía tratar esos problemas. Chéjov replicaba que al autor competía narrar los hechos y dejar a los lectores decidir lo que debían hacer con ellos. En su opinión el autor no estaba llamado a resolver problemas especializados. “Para problemas particulares —dijo—, tenemos especialistas; a ellos corresponde juzgar a la comunidad, el destino del capitalismo, los perjuicios de las borracheras…”
Esto suena razonable. Pero como se trata de un asunto demasiado discutido en el mundo de las letras, me aventuraré a citar algunos comentarios que hice, años atrás, durante una conferencia en la Liga Nacional del Libro. Un día leí, siguiendo mi costumbre, la página de uno de los mejores semanarios dedicados a comentar la literatura. En esta ocasión el crítico empezaba su artículo sobre una obra de ficción recientemente publicada con las palabras: “Mr. Fulano de Tal no es un mero cuentista”. La palabra “mero” se me atragantó y ese día, como hicieran Paolo y Francesca en otra ocasión, no leí más. Este crítico es un conocido novelista y, aunque no he tenido la fortuna de leer ninguno de sus libros, no dudo que son admirables. Pero por su comentario no puedo menos que concluir que en su opinión un novelista debe ser algo más que un novelista. Parece obvio que, aunque con algunas dudas, él acepte la noción, prevaleciente entre los escritores de hoy, de que en el convulso estado del mundo en el que vivimos resulta frívolo para un autor escribir novelas destinadas únicamente a ayudar al lector a pasar unas cuantas horas agradables. Tales obras son, como bien lo sabemos, rechazadas por “escapistas”. Esta palabra, al igual que potboilers podría muy bien ser suprimida del diccionario de los críticos. Todo arte es escapista, tanto las sinfonías de Mozart como los paisajes de Constable. ¿Acaso leemos los sonetos de Shakespeare o las odas de Keats por algo distinto al agrado que nos proporcionan? ¿Por qué debemos pedir al novelista más de lo que pedimos al poeta, al compositor o al pintor? De hecho, no hay nada a lo que pueda llamarse un “mero” cuento. Aunque en ocasiones al escribir un cuento un autor no tenga otra intención que hacerlo legible, es probable que sin proponérselo haga una crítica a la vida. Cuando Rudyard Kipling en su Plane Tales of the Hills escribió acerca de los civiles indios, los oficiales jugadores de polo y sus esposas, lo hizo con la inocente admiración de un joven periodista de origen modesto deslumbrado ante lo que él consideraba glamour. Es extraño que en su época nadie viera la dura crítica que hacían al poder supremo estos cuentos. Nadie puede leerlos ahora sin darse cuenta de lo inevitable que era que los británicos renunciaran a su control sobre la India. Igual sucede con Chéjov. Objetivo como trató de ser, con la única intención de describir la vida tal como es, sus cuentos no pueden leerse sin advertir que la brutalidad y la ignorancia de la que escribió, la corrupción, la miserable pobreza de los pobres y la despreocupación de los ricos, debían inevitablemente llevar a una revolución sangrienta.
Me imagino que mucha gente lee obras de ficción puesto que no tiene nada más que hacer. Leen por placer, y está bien que lo hagan, aunque gentes diferentes buscan al leer diferentes tipos de placer. Uno de ellos es el placer de reconocerse. Los lectores contemporáneos de Barchester Chronicles de Trollope las leen con una íntima satisfacción puesto que retratan el tipo de vida que ellos llevaron. En su mayoría los lectores pertenecen a la clase media alta de la que tratan estas crónicas. Sentían la misma autocomplacencia que experimentaban cuando Mr. Browning les decía: “Dios está en su cielo. Todo va bien en la tierra”. El tiempo ha dado a estas novelas el atractivo del género. Las encontramos divertidas, y hasta emocionantes (¡qué bueno era vivir en un mundo en el que la vida para las gentes acomodadas era tan fácil, y todo resultaba tan bien al final!) y poseían el mismo tipo de encanto de aquellas pinturas anecdóticas de mediados del siglo xix, con sus barbados caballeros de sombrero de copa y frac, y sus lindas damitas de sombrero y crinolina. Otros lectores buscan en esas novelas lo extraño y novedoso. Las novelas exóticas tienen siempre sus partidarios. La mayoría de la gente lleva una vida prodigiosamente aburrida, y es un alivio a la monotonía de la existencia absorberse por un rato en un mundo de azar y peligrosas aventuras. Sospecho que los lectores rusos de los cuentos de Chéjov encontraban en él un placer muy diferente al que encontraban sus lectores del mundo occidental. Ellos conocían muy bien las condiciones de la gente que él tan vívidamente describe. Los lectores ingleses encuentran en sus cuentos algo nuevo y extraño, horrible y a menudo depresivo, pero presentado con una verdad impresionante, fascinante e incluso romántica.
Sólo los ingenuos pueden suponer que una obra de ficción pueda suministrarnos información confiable sobre temas que nos interesan y que pueden moldear nuestra conducta. Precisamente por la naturaleza misma de su facultad creadora el novelista es incompetente para tratar con tales asuntos; él no se debe a la razón sino al sentimiento, a la imaginación y a la inventiva. Es parcial. Los temas que el escritor escoge, los personajes que crea y su actitud hacia ellos están condicionados por su parcialidad. Aquello que escribe es expresión de su personalidad y manifestación de sus instintos, sus emociones, sus intuiciones y su experiencia. Él carga los dados, a veces sin saber cómo, a veces sabiéndolo muy bien; y luego emplea toda la habilidad para evitar que el lector lo descubra. Henry James insistía en que el escritor de ficción debía dramatizar. Eso quiere decir, aunque tal vez de manera no muy lúcida, que el escritor debe arreglar de tal manera los hechos que atrape y mantenga la atención del lector. Esto, como es bien sabido, fue lo que James hizo consistentemente, pero, por supuesto, no es el modo como un trabajo de valor científico o informativo se escribe. Si el lector está preocupado por los apremiables problemas de su época, debe leer, como Chéjov lo aconsejaba, no cuentos ni novelas, sino aquellas obras que específicamente tratan de ellos. El verdadero objetivo del escritor de ficción no es instruir sino divertir.
Los autores llevan vidas oscuras. No son invitados a la mesa del alcalde, ni se los nombra ciudadanos honorables de las ciudades. Tampoco tienen el honor de quebrar botellas de champaña contra el casco de un trasatlántico pronto a zarpar en su viaje inaugural. Las multitudes no se agolpan, como sucede con las estrellas de cine, para verlos salir de su hotel y saltar dentro de un Rolls Royce. No se les invita a inaugurar bazares en ayuda de nobles damas venidas a menos, ni se les ve ante una aclamante muchedumbre entregando la copa de plata al ganador de individuales en Wimbledon. Pero tienen sus compensaciones. Desde tiempos inmemoriales, los hombres favorecidos por el don creador han adornado mediante sus obras de arte el feo negocio de la vida. Como puede verlo cualquiera que visite Creta, las copas, las tazas y los cántaros fueron decorados, no para hacerlos más útiles, sino más agradables a la vista. A través de los tiempos los artistas han encontrado satisfacción completa produciendo obras de arte. Si el escritor de ficción es capaz de hacerlo, hace todo lo que razonablemente puede demandársele. Es un abuso utilizar la novela como púlpito o estrado.

Traducción
de Iván Hernández A.