Octubre-Diciembre 2006, Nueva época Núm.100
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De Novela de niños*

Klaus Mann

 

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El Sol todo lo anima; hace bailar a las estrellas.
Si no te mueve también a ti, no eres parte del Todo.

Angelus Silesius

Desde la muerte de su marido, Christiane, con sus cuatro hijos, vivía todo el año en el campo, cerca de un pequeño pueblo bávaro, no lejos de las montañas. Estaban cómodamente instalados en una villa confortable sobre cuyo rojo tejado una veleta con figura de gallo giraba al viento. El jardín que rodeaba la casa era grande. La parte delantera estaba bien cuidada, con senderos y arriates redondos; pero hacia atrás, el jardín adquiría un aire cada vez más salvaje a medida que se aproximaba a su linde con el gran bosque, del que le separaba únicamente una valla de tela metálica.

En medio del bosque se levantaba un asilo para niños ciegos, a los que se podía ver casi todo el día jugando o moviéndose con sus ojos blancos, sin mirada, entre las sombras de los árboles, vigilados por algunas enfermeras, pero a veces solos, paseando hábilmente a tientas acompañados de perros.

Al abandonar el jardín por su parte delantera se encontraba uno en la gris carretera que descendía en suaves curvas hacia el pueblo. También era posible llegar hasta allí atravesando los prados por un sendero que serpenteaba entre sus lomas.

Los cuatro niños se llaman Renate, Heiner, Fridolin y Liseta. Renate tiene nueve años, Heiner ocho, Fridolin siete y Liseta cinco. Mamá tiene treinta y uno. En su cumpleaños tuvieron que esforzarse en encontrar treinta y una velas blancas.

Cuando, a la hora de acostarse, mamá se acercaba a sus camas para darles las buenas noches, a veces aparecía tan maravillosa que no podían dejar de amarla, hasta tal punto, que a la luz del día tal vez se hubieran avergonzado de su excesiva emoción. Cuando estaba sentada en el dormitorio de las niñas, Heiner la reclamaba en seguida con tanta excitación, que ella se veía forzada a desprenderse suavemente de Renate y Liseta. Luego, Heiner le besaba las manos y no cabía en sí de ternura. Cortejándola como un enamorado, la inundaba de palabras cariñosas.

—Eres tan hermosa… —decía una y otra vez—. Eres mil veces hermosa.
El lenguaje no era suficiente para él. La acariciaba con inventadas palabras de cariño inspiradas por una admiración sin límites, hasta que mamá, riendo, se liberaba de su abrazo.

Durante el día, en ocasiones, la vida con mamá no era tan agradable. Cuando estaba fatigada, sus ojos se enturbiaban y a menudo un dolor de cabeza la obligaba a tumbarse en la galería. Con voz cansada alejaba a los niños cuando éstos la abrumaban con sus confusas peticiones.

—Id al jardín —decía en tono vacío—. Allí está vuestro verdadero reino; allí podéis desahogaros…

Es verdad que a este desahogo se oponían dos fastidiosos obstáculos. Uno es el profesor Burkhardt, un joven seguro de sí mismo, de pelo castaño y buen humor, que acude a diario con una pequeña carpeta de cuero bajo el brazo para dar clase durante dos horas a Heiner y Renate. Como persona, el profesor Burkhardt no es realmente odioso, pero lo que tiene que hacer con ellos resulta demasiado aburrido. El cuaderno de aritmética y el librito de religión son igualmente repulsivos, y el profesor Burkhardt, si los deberes están mal hechos, tiene la costumbre de amenazar con lo peor.

—Te haré ir a la escuela del pueblo —promete con aire severo—. Mañana a las ocho estarás sentado en mi clase; se terminaron nuestras lecciones particulares. Si mañana no te has aprendido el tema, todos se reirán de ti.

Los ojos de Renate y Heiner se oscurecen por la angustia y sus asustadas miradas se encuentran. Todos se reirán, de eso están firmemente convencidos. Los niños de la calle también se ríen mucho cuando los cuatro hermanos se pasean con caras sombrías y a la defensiva dentro de sus blusones de colores, mientras la niñera, que hace calceta, les sirve de protección.

Durante los ratos que el profesor Burkhardt pasa con los mayores, las energías vitales de los pequeños parecen reducirse, casi apagarse. Solos, les falta imaginación para sus grandes y atrevidas diversiones habituales; así que permanecen sentados, pequeños y abandonados, ocupados en estúpidos juegos de dados, o bien, desganados, hacen compañía a Afra, la cordial cocinera, que hunde resueltamente sus manos en la masa para el pastel.

Naturalmente, la niñera, la señorita Konstantine Bachmann, es un enemigo mucho peor y más peligroso que el profesor Burkhardt. Porque mientras que el poder del pedagogo dura solamente dos horas diarias, la molesta intervención de la señorita Konstantine Bachmann puede tener lugar en cualquier momento. Con la calceta entre los dedos, una profunda indiferencia en su blanca cara ligeramente hinchada, aparece de improviso entre los arbustos, bajando su mirada aburrida y levemente molesta sobre estas labores que despacha con tan irritante celeridad. ¿No parece el mismísimo maligno, el enemigo, el principio del Mal, así, de pie, con su deslucida chaqueta de punto, su falda azul y su ondulado peinado de un rubio apagado?
—¿Qué clase de travesuras estáis haciendo ahora? —pregunta despectiva y fría.
Mirad, ahora levanta el pie levemente; mirad, ya empuja suavemente algo que era de la mayor importancia, como si quisiera, con desgana, comprobar su solidez.
Había sido un edificio en la arena, una ciudad entera, el palacio de un califa.

Cuando la señorita Konstantine estaba de buen humor, también sabía ser alegre y amena, y entonces los niños, agradecidos, se reían de cada una de sus bromas. En aquellas horas escogidas solía contar cosas de Düsseldorf, su ciudad natal; pronunciaba este nombre casi sensualmente, modulando con sumo cuidado, como si se tratase de la palabra más fina de nuestro idioma, con una “D” inicial más que suave, voluptuosa. Incluso contaba pequeñas anécdotas familiares efusivamente, historias divertidas de su señora madre y de su hermana casada.

—Imaginad —charlaba alegremente entonces—: una noche, tarde ya, llego a casa. Había bebido tal vez un poco más de lo que pedía mi sed, y mi hermana Liesbeth, la muy pilla, se había escondido en mi cama. Pero una de sus manos estaba sobre la mesita de noche; quizá la había puesto allí en sueños. Y yo, a oscuras, buscaba tanteando la lamparita, cuando noto los dedos de mi hermana. ¿Y sabéis lo que creí? Pensé que me había dejado allí unas salchichas para que las saboreara al llegar cansada a casa. Estuve a punto de ir a buscar un cuchillito para cortarlas. ¡Ja, ja! ¡Cómo habría chillado Liesbeth! Sí, sí —se reía, jovial y divertida—. Así eran las cosas en mi Düsseldorf…

Pero ay de los niños si más tarde, en algún momento inoportuno, bromeaban sobre los dedos de salchicha de su hermana Esto resultaba tan ofensivo para ella, que no les hablaba durante el resto del día. Sólo decía: “Eso es un insulto para toda mi familia”.

Lo peor era cuando recibía una carta desagradable de su novio. Entonces se mostraba del todo intratable. Por cualquier nimiedad reñía a la pequeña Liseta hasta que ésta empezaba a llorar, y cuando lo había logrado, le daba un cachete y siseaba furiosa:

—Para que sepas por qué berreas.

No estaba bien que en estos casos mamá diese la razón a la señorita Konstantine. Cuando los niños venían a quejarse, sólo sonreía y decía que la señorita Konstantine ya sabría por qué lo hacía. Pero, de todos modos, consolaba a Liseta.
En aquellos momentos casi podían odiar a mamá, aunque no lo hubieran admitido por nada del mundo. “¡Es injusta!”, susurraban los niños, indignados. Pero la bella mamá permanecía sentada, con la mirada vacía, las manos en el regazo, afligida porque intuía que sus hijos ahora rebeldes se le convertían en completos extraños durante esos minutos.

En verano era cuando mamá parecía más adorable. Iba a bañarse con los niños, dejando de lado, a la izquierda, el sendero a través del prado. Después de haber andado un trozo en dirección al pueblo, se llegaba al estanque Klammer, que se extendía negro y cenagoso entre los severos abetos. Ni los abetos del bosque eran tan oscuros y majestuosos como éstos, que solemnemente daban sombra al agua. Pero el estanque se volvía más amable gracias a que sobre su superficie oscurecida flotaban nenúfares redondos como platos.

Los niños amaban sobre todo el olor de la caseta de madera donde se vestían. Era un olor extrañamente familiar, a fango, agradablemente mezclado con los efluvios de trajes de baño y albornoces puestos a secar. Los niños lo aspiraban, olisqueando, aunque les parecía poco apetitoso, incluso indecente, casi perverso.

Mamá estaba sentada en traje de baño sobre el trampolín. Todos los señores la miraban con curiosidad desde la zona de los caballeros, pero ella mantenía la vista baja. Sus magníficas piernas brillaban blancas al sol, y era embriagador observar cómo levantaba los brazos y cómo, con una sonrisa aturdida, expectante, extrañamente muerta a la vez que curiosa alrededor de su boca entreabierta, con los brazos en alto, bajaba lentamente desde la caseta la resbaladiza escalera de madera, escalón tras escalón, hasta que el agua, negra y helada, acariciaba sus pies y ella, feliz y con un escalofrío, se inclinaba para entregar por entero su cuerpo a estas caricias.

Los cuatro niños estaban sentados en hilera sobre el tronco que separaba la zona de los que no sabían nadar de la del agua peligrosamente profunda. Los cuatro balanceaban sus delgadas piernas y se salpicaban entre gritos que resonaban por encima del estanque.

Renate era la única de ellos que se atrevía a nadar de verdad. Muy seria y cuidadosamente se tumbaba en el agua, firmemente convencida de que se hundiría si se olvidaba de uno solo de los movimientos que le habían enseñado. Sin la menor concesión, contaba con sus labios azulados —uno, dos; uno, dos— y se movía valientemente. Pero Heiner se defendía con temor cuando se le sugería que hiciera algo parecido, y se negaba con insistencia, preocupado por su vida.

La fea cuidadora de los baños estaba de pie en la orilla y bromeaba con ellos.

Tendidos en una cuerda se secaban bañadores rojos, cómicamente hinchados por el viento. En la zona de los caballeros, los hombres permanecían delante de sus casetas envueltos en albornoces de colores, charlando y fumando sus puros. Otros resoplaban en el agua más fuerte de lo necesario, con el pecho cubierto de vello negro.

Pero mamá nadaba a lo lejos, entre los nenúfares y los juncos. Movía la cabeza y reía levantando una mano del agua, impulsándose con la otra, avanzando y parpadeando frente al sol.

En verano iban a buscar bayas. En medio del bosque, mamá, rodeada de muchas zarzas, permanecía sentada sobre el tocón de un árbol, apática, aturdida por el calor. Los cuatro niños corrían agachados de un lado a otro, recogiendo y buscando con excitación, ya que era cuestión de honor el ser el primero en llevarle a mamá el vaso lleno. Mamá vertía su contenido en el pequeño cesto que tenía a su lado, pero el cesto no era tan pequeño como parecía y se necesitaban muchos vasos colmados de bayas para llenarlo a medias.

En esto también Renate era la más útil y eficiente. Con las piernas cubiertas de rasguños, daba vigorosas zancadas, sin importarle tener que agacharse. El oscuro y enmarañado pelo enmarcaba su melancólico rostro de chico. Viéndola hacer su trabajo, tan delgada y taciturna, parecía un resuelto y serio niño mendigo.
Heiner, sin embargo, prefería jugar con las hierbas. Con frecuencia se sentaba en alguna parte al sol, murmurando y tarareando, ensimismado y feliz. Si se le llamaba la atención y se le reñía por su pereza, inmediatamente se mostraba dispuesto a un amable arrepentimiento.

Fridolin era el único de los niños no realmente guapo. Su cara parecía la de un nomo: una pequeña y retorcida mueca cómicamente enmarcada por un cabello lacio y sedoso, una boca demasiado ancha y el cuello corto. Pero quizá era precisamente él la fuerza impulsora para todo lo que se emprendía. Su personalidad era ciertamente igual a la de Heiner, al que, sin embargo, se rendía y servía. Cuando se trataba de buscar bayas, él también era muy trabajador; su celo tenía una intensidad inquietante, terrible, que contrastaba con la eficacia racional y melancólica de Renate.

Liseta, con sus grandes ojos, permanecía casi siempre cerca de mamá, sintiéndose aún demasiado tierna y frágil para participar plenamente en los deberes y tareas de los mayores.

En el camino de vuelta a casa se debía tener cuidado en no acercarse a la parte del bosque donde se encontraba el asilo para ciegos. Mamá se asustaba hasta ponerse a temblar si veía de repente a uno de aquellos niños de ojos blancos, sin expresión ni mirada, deambulando contento con su bondadosa cuidadora.
En aquellos atardeceres de verano, mamá les parecía a sus hijos más bella que todas las hadas y emperatrices. Después de la cena se paseaba cansadamente por el jardín, que a la puesta del sol se transfiguraba en verde oro. Miraba hacia las montañas para ver si parecían lejanas o cercanas y hablaba del tiempo que podría hacer al día siguiente. En el óvalo de su cara, sus ojos tenían un brillo irisado, y su mirada se deslizaba vacía y tierna por encima de las cosas. Tampoco los niños retenían por mucho tiempo esta mirada que los acariciaba con cariño, pero ausente, casi asustada.

Cuando llegaban los cálidos y fuertes vientos del sur, que los niños amaban apasionadamente, mamá casi siempre se ponía enferma. Permanecía acostada, con compresas frescas en la frente, y le parecía que las montañas se le acercaban para ahogarla cuando se las encontraba de pronto tan próximas y tan verdes justo delante de su ventana.

Mientras tanto, los niños corrían alborozados por el jardín y se lanzaban llenos de júbilo con los brazos en alto contra el cálido huracán. Corrían, el pelo ondeando al viento, como una cadena de embriagados bajando por los prados, con un brillo de éxtasis en la mirada. Y mamá, en la galería, casi tenía miedo de estos hijos desconocidos.

El invierno, sin embargo, cuando delante de los prados blancos se erguían los abetos negros y gélidos y el estanque estaba helado, era la época más singular para la familia. Entonces se tenían que quedar en casa casi todo el día, y por la noche se sentaban con libros alrededor de la chimenea. Mamá llevaba una bata de terciopelo y se estremecía, friolera. La señorita Konstantine necesitaba ponerse varios chales para proteger su delicada salud. Luxi, el perro, era muy viejo y enclenque, un inválido de pelambre gris que ya había tenido el cariño de papá. La temporada fría le deprimía mucho y se la pasaba malhumorado acurrucado en su rincón. Solamente la rolliza cocinera Afra permanecía alegre y fuerte. Ella acompañaba a los niños para jugar en la nieve, llevándose un trineo enorme y pesado en el que había sitio para ocho. Detrás de la casa del campesino Zwicker tenían su pista para deslizarse. Pero esta pista era demasiado empinada y los montículos de los topos la hacían peligrosa, por lo que pocas veces se llegaba abajo sin haber dado antes varias vueltas de campana. Afra chillaba de alegría y de terror con su voz hombruna mientras todos rodaban por la nieve. Arriba aparecía mamá, que les había seguido inquieta, lamentándose, como si aquello fuera el fin de todo. La familia del campesino Zwicker al completo estaba delante de su propiedad, burlándose insolentemente.

En invierno, los niños leían con gran dedicación novelas de piratas o la versión abreviada para jóvenes de la saga de Los Nibelungos. En la mesa, las citas de sus lecturas suponían una agradable diversión, que resultaba confusa y desconcertante para los mayores. “Ya sé —decía Heiner reflexivamente a su hermana mayor—, le falta la mantequilla para untar su pan, Madre Backrogge, pero a mí también, Dios mío, a mí también.” Esto salía en “El capitán Spieker y su grumete”. O bien Fridolin declamaba con énfasis: “Así, Hagen von Tronje lloró la primera lágrima de su vida. Lloró por Volker von Alcey, que era el maestro de la risa”.

Entonces se les ocurría componer sus propias poesías. Sobre todo Heiner se pasaba muchas horas delante de sus cuadernos y se enfadaba cuando era molestado. Luego leía baladas horripilantes y atroces, como por ejemplo ésta:

—El arrogante joven Sündebad
perdió el lunes su propiedad.
Se lamentaba con gritos, lloroso,
lo que era del todo espantoso.
Luego en el sofá se tumbaba
a la sombra que le daba
una hoja de roble allí plantada.
Mas de repente, crac, bum, tarumba,
el techo encima de él se derrumba.
El joven apuesto se vio perdido.
Gritó: “¿Para qué habré nacido?
¡Para luego estar muerto y acabado,
por el pie de Dios aplastado!”.
Así perecía el desdichado,
en su habitáculo chafado.

Fridolin admiraba mucho aquellas poesías, y Renate tampoco tenía nada que objetar sobre ellas. Mas, para la madre, todo aquello resultaba extraño y enigmático; comprendía casi tan poco como había comprendido a su difunto esposo. Realmente, los niños se le parecían en muchas cosas. Cada uno de ellos había heredado una parte distinta de él, pero todos tenían en común una imaginación inagotable que vagaba sin conocer fronteras, así como una cierta seriedad y un cierto rigor.
Ambas cosas también les venían de él, pero al mismo tiempo, y por cierto bastante inesperadamente, surgían de vez en cuando elementos del carácter más dulce de la madre. La mezcla de sangre era un asunto misterioso.

El padre había muerto antes de nacer Liseta. En la habitación de Christiane, encima de la cabecera de su cama, sobre un paño de terciopelo negro como fondo, colgaba su mascarilla mortuoria. Con una gran nariz y una boca implacable cerrada en un rictus amargo, con mirada severa y soñadora, la mascarilla dominaba la habitación de la viuda. El marido había sido un famoso filósofo, pero ella no conocía ni uno solo de sus libros. Él le había prohibido terminantemente leerlos. Eran, además, demasiado difíciles para su comprensión. En su despacho, negro, cuya decoración ella, por reverencia y desde su muerte, había dejado sin tocar, sus obras llenaban oscuros estantes. Toda Europa hablaba de sus escritos turbadores y radicales.

Cuando le conoció, su marido era sacerdote católico. El escándalo que se originó a raíz de su abandono de la Iglesia había sido terrible. Su espantosa y abominable rebeldía llegó a atemorizar incluso al Papa, al que amenazó en un panfleto monstruoso. Sin embargo, inexplicablemente, vistió hasta su muerte un traje negro cerrado hasta el cuello y nunca apartó de su escritorio su rosario blanco. En su testamento se encontró la orden estricta de poner este rosario en su ataúd. Desde su calamitoso enfrentamiento con la Iglesia, el filósofo se dedicó únicamente a Christiane, de cuyo origen nadie conocía el menor detalle.

¿Quién era mamá? Los niños no se planteaban la cuestión. No sabían si existía un abuelo o una abuela. Sólo conocían a un tío que un día, sorpresivamente, había venido a visitarlos. Era el hermano menor de mamá, un actor de los escenarios de las grandes ciudades. En cuanto a mamá, ¿quién podía hablar mal de ella? Era una preciosísima y misteriosa dama de la burguesía que se había retirado a la soledad absoluta del campo para dedicarse exclusivamente a la educación de sus hijos y al recuerdo respetuoso de su marido. Las pocas visitas que se anunciaban eran rechazadas por la señorita Konstantine por muy de lejos que hubieran venido, y ni siquiera llegaban a ver personalmente a mamá. En invierno, mamá era todavía más inactiva que de costumbre. Andaba mucho por la casa, canturreando, sonriente, y se pasaba horas enteras sentada en su habitación leyendo la Biblia. A veces, cerca de la ventana, inclinada sobre paños oscuros e inútiles, se ocupaba en labores de ganchillo, moviendo sus manos en silencio.

Se levantó para ir a la habitación de los niños. Los cuatro estaban acurrucados en la penumbra, mientras Fridolin contaba a la sordina algo sobre la princesa de los fantasmas, Mee-Mee, cuyas risitas y susurros podían oírse por las noches. Pero de repente todos hablaron de hasta dónde pueden contarse los números, ya que era imposible pasar del trillón. Hablaban excitadamente todos a la vez.

—¡Tiene que ser posible continuar! —exclamaba Renate, indignada—. ¿Dónde puede ponerse el final? Os lo suplico: ¿dónde puede estar el final?

Y Heiner inventó un número nuevo, el mayor, el inconmensurablemente alto.
—“Infinito-Pox” —dijo fervorosamente—; viene después del trillón y luego lo hay siempre. Infinito-Pox: lo hay siempre…

Mamá estaba de pie en el umbral de la habitación y los miraba con ojos asustados. ¿En qué clase de aquelarre se había metido? Con seguridad, aquello era parecido a las cosas de las que hablaban los misteriosos y prohibidos libros de su esposo.
Los niños se distraían en invierno con esta clase de especulaciones. Mas para sus verdaderos, grandes y maravillosos juegos, tenían que esperar a que llegase la primavera.

2

¿Qué podía haber más complicado, más variado, encantador e intrincado que los juegos que ellos mismos inventaban? Los vivían durante el día con toda la seriedad del mundo y eran más cercanos y familiares a su propia realidad que a aquella otra, a menudo molesta, de la señorita Konstantine y del profesor Burkhardt. Un nuevo cosmos se formaba alrededor de ellos cuando estaban sentados juntos, con la mirada absorta en la caja de arena, o más lejos, cerca del depósito de agua, o en el mismo límite del jardín que comenzaba a hacerse extraño, convirtiéndose en algo casi inquietante por la proximidad de los niños de ojos blancos.

Heiner era de entre todos el que más juegos inventaba. Con su blusón rojo vivo bordado de colores, estaba en cuclillas, gesticulando en medio de la hierba, con el pelo dorado alrededor del bello rostro. En las manos tenía siempre dos palitos, a los que pelaba la corteza y que debían tener exactamente la misma longitud. Luego se trataba de evitar catástrofes, de proteger un reino amenazado por crueles invasiones. Fridolin era un buen ayudante. Su devoción se parecía a la astucia y se adivinaban motivaciones demoníacas en su sumisión rayana en la esclavitud. Su imaginación es extravagante: se le ocurren ideas desconcertantes y extremas. Mientras que Heiner se contenta con príncipes, arzobispos y monarcas, Fridolin prefiere trabajar con verdugos, locos y silenciosas brujas. De todos los árboles surgen garras, en todas partes hay peligro, todo está minado de cuevas, los enanos están en camino. Pero cuando sus juegos han llegado a las regiones más altas y vertiginosas, Heiner, en un dorado alarde de desfachatez, afirma contundentemente que él es Dios. Pero Fridolin le hace saber, desde abajo, ambiguamente y con picardía, que él es el semidiós. ¿Y quién se atrevería a determinar en este punto cuál de ellos es más importante, el más poderoso?
Eran muchos los reinos a proteger de los que ellos eran los únicos responsables. En realidad, en estos países, los cuatro niños no eran soberanos en el sentido estricto.
Más bien estaban por encima de los partidos políticos, como si fueran un consejo superior, una última instancia. Dedicaban toda su protección a su reino preferido, el de los üsen. Es el país al que pertenecen, sobre todo, los animales, todo lo que parece un poco desamparado o posee grandes ojos conmovedores, como las pesadas vacas del señor Gunderling, de mirada tan apesadumbrada; el viejo perro Luxi; algunos bebés que están sentados, sucios, asombrados y abandonados en las eras de las casas campesinas, o también el pobre elefante del libro de cuentos, excesivamente gordo. Luxi es el rey del país Üse y lleva la corona con dignidad. Bien es verdad que hay que ayudarle un poco a gobernar, ya que la torpeza y una suave pérdida de facultades son propias de este pueblo.

Klie-Klie es la monarquía de los pérfidos chicos de la calle. ¿No suena ese “Klie-Klie” a risas malignas, a silbidos penetrantes, a tirar piedras y a grosera y descarada alevosía? Los pueblos de Üse y Klie-Klie están enemistados; lo habían estado siempre y desde el principio. ¿Cómo podría ser de otro modo? Las luchas sangrientas ya existían en tiempos remotos.

Últimamente, sin embargo, un nuevo enemigo ha surgido, cada día más sospechoso y merecedor de ser combatido: Wuffig, el país de los mayores, la república molesta y poderosa, donde la señorita Konstantine es la presidenta. Las dependientas de las tiendas son los ministros y las profesoras de piano atormentan al pueblo. Un auténtico país de señoras, desapasionado pero cruel. ¿No hay horas desagradables en las que incluso mamá tiene algo que ver con él? Wuffig, el país de los mayores, es, ni más ni menos, aún peor que Klie-Klie.

Wuffig y Klie-Klie han formado una alianza. ¿Qué puede salir de bueno de esto? El país Üse está amenazado, esto es seguro, y los niños se han reunido, agitados. No hace mucho, cuando el país de Üse tuvo su última derrota, que casi había sido la definitiva, Kuli, el pequeño rey-elefante gordo, había sido la víctima en aquella ocasión: Herbert, el peor de los niños de la calle, lo apuñaló durante el solemne banquete real. Como consecuencia estalló un gran tumulto, la revolución. Ahora se trataba de evitar todo aquello.

Más delgada incluso que un chico, el enmarañado pelo moreno cortado “a lo paje” y con la blusa desgarrada, Renate se apoya en el columpio, toda ella en tensión, toda ella voluntad de acción.

—¡Estáis dudando! —exclama enérgicamente—. ¡Debemos intervenir! ¡Les daremos una paliza a los de Klie-Klie!

Heiner, en cuclillas en la arena, asustado, juega con las hierbas y se resiste, rechazando con una sonrisa tanta energía. Fridolin, en un confuso aparte, deja caer que dispone de algunos verdugos y brujas. Y Liseta, naturalmente, permanece pasiva y preciosa, escuchando todo con ojos muy abiertos, como una delicada majestad del país de Üse.

Renate frunce el entrecejo con expresión huraña y hace silbar combativamente su varita como una fusta.

—¡Esta vez acabaremos con ellos! —exige con crueldad de amazona.
Pero Heiner, ensimismado, acaricia con suavidad sus brillantes rizos. Sin atreverse a sostener la mirada retadora de su hermana, dedica una tímida sonrisa a la arena delante de él.

—Klie-Klie es muy poderoso…

Pero de un solo golpe puede cambiarse todo. Desaparecen los reinos en guerra, desaparecen los peligros y las siniestras conspiraciones. La casa se convierte en un lujoso barco de vapor, y el jardín, en la cubierta de paseo. Todo tiene un aire muy adulto, muy elegante; el viaje los lleva a Asia. Fuera se ondulan los prados como un verdoso mar de olas. Todos llevan nombres de personas mayores, son ricos y no tienen que renunciar al menor deseo. Fridolin se llama señor Von Löwenzahn y es millonario. Heiner se hace llamar señor Steinrück y, naturalmente, posee billones. Las conversaciones discurren en pequeños grupos, los comentarios están llenos de inspiración. La baronesa Baudessin, antes Renate, ha adoptado una manera de ser deportiva, a la americana, y su pequeña dama de compañía, la señorita Liseta von Hirselmann, debe permanecer en un segundo plano, por lo que, en secreto, despotrica un poco.

—Ay —dice el señor Von Steinrück, gangueando con afectación—, este barco ofrece tantas cosas… Todas las noches tres funciones teatrales y tres conciertos. Díganme, ¿adónde iremos a parar con tanto lujo?

Pero, sea como sea, la intrépida baronesa prefiere cabalgar al atardecer por el puente con su corcel.

Incluso las muñecas, normalmente tan inútiles y rígidas, se incluyen en esta vida mundana. Sobre todo doña Madamita, con su vestido rosado y su peluca rubia, tiene un importante papel, y es la más delicada. Bobbelchen, el hijo del señor Steinrück, es, desgraciadamente, un libertino y, por lo tanto, ya está calvo. Su padre cuenta con irritación que hay veces que visita en una sola noche los tres teatros y todos los conciertos, lo que es de una frivolidad tan desmedida, que la baronesa Baudessin recomienda castigarle con una buena tunda.

La señorita Konstantine es “la dama del barco”. Uno no la aprecia mucho, pero ¿qué daño puede hacer en realidad? Con la ayuda de una hábil conversación es posible llegar a ignorar su personalidad “wuffig”.

Mirad, ahora el vapor atraca. Estamos en la isla Karo, en el Gran Océano. ¿Qué tal un paseo por tierra? ¿No correspondería a las reglas de urbanidad solicitar a la “dama del barco” su compañía?

Pero desde otro punto de vista ocurre que la señorita Konstantine, malhumorada, viene a buscarlos para dar un paseo.

Juntos andan por la mal pavimentada calle del pueblo, cuyas casas están pintadas al modo antiguo. Los santos, en sus fantásticas vestiduras con pliegues de vivos colores, amenazan desde las fachadas de las casas y, con los brazos elevados, realizan milagros. Hordas de chicos invaden las calles. Pero los cuatro hermanos, prendidos en su juego, charlan animadamente entre ellos, como embrujados.
La señorita Konstantine habla con las señoras de la mercería mientras hace calceta. Los hermanos, con sus fantásticos blusones, se mantienen apartados, formando un extraño grupo.

Detrás de las montañas surgen oscuros nubarrones, y los niños se apretujan entre ellos como temiendo que la tormenta estalle en cualquier momento. ¿O tiemblan quizá ante las bendiciones que sobre sus cabezas imparten aquellos santos con los brazos ampulosamente levantados? Su violento conjuro casi parece una maldición. Mientras tanto, los chicos de la calle deliberan entre ellos buscando la mejor forma de molestarlos.

Liseta mira alrededor, embobada y bonita como un pequeño ángel inofensivo. Heiner sonríe amable y distante, inclinándose galantemente hacia Renate
—Una ciudad encantadora El Cairo. ¿No está de acuerdo, querida baronesa?
Pero Renate, bajo su pelo enmarañado, se limita a echar miradas desafiantes alrededor.

Fridolin, mientras tanto y como si no quisiera contradecir directamente a Heiner, advierte en voz baja, ambiguamente y con una mirada cobarde y oblicua:
—De todas formas, aquí parece que sólo viven caníbales y enanos…
Y esto los hace enmudecer a todos.

3

Durante el paseo de los niños, Christiane recibió en el salón una tarjeta de visita con la que Afra anunciaba a un joven caballero que esperaba afuera. Mamá bajó la vista sobre ella con tanta altivez como si los hombres de la piscina la hubiesen estado mirando de forma improcedente.

—Ya sabe usted que no recibo a nadie —dijo severamente, apartando la tarjeta.
Estaba sentada con la cabeza inexorablemente agachada y los labios ligeramente apretados, como una abadesa que hubiese sido abordada con un recado impúdico. Ni siquiera había leído lo que allí estaba escrito; únicamente había advertido de modo vago que el nombre del joven caballero era Til.

—El señor es de carácter insistente —le decía, desconcertada, la rolliza Afra. No sería fácil deshacerse de él.

La señora estaba extrañamente irritada. Cansada y asqueada, volvió la cara hacia la ventana. Sólo dijo:

—Pues hágale pasar.

El joven era muy delgado y no muy alto. Su vestimenta era un poco demasiado elegante y algo descuidada; una camisa de seda azul y zapatos desgastados. Le llamaron la atención sus cejas. Eran sorprendentemente espesas y arqueadas; parecía como si las tuviese levantadas permanentemente, lo que confería a sus ojos una expresión abierta, algo infantil y asustada. Pero estos ojos así agrandados y de mirada amplia poseían un azul magníficamente intenso, perturbador.

Christiane permaneció sentada al lado de la ventana con aire severo, espiritual.

—¿Qué desea usted? —preguntó en voz baja y ofreciéndole asiento con un gesto casi ofensivo.

El joven hablaba vivamente, con mucha cortesía, pero sin apartar de Christiane sus candorosos e inquietantes ojos.

—Desde hace mucho tiempo soy un apasionado admirador de su difunto esposo
—dijo con soltura e interés—. No sabría qué habría sido de mí, humana y anímicamente, sin su obra. Así que, como usted comprenderá, sentí el deseo ardiente y perentorio de conocer la casa donde pasó los últimos años de su vida, su biblioteca, tal vez retratos suyos, y, sobre todo, a usted, señora mía —dijo con una leve inclinación cortés y una sonrisa galante y juvenil—, ya que usted estaba tan estrechamente unida a él.

Hablaba con muy buenas maneras y extremada corrección, pero con demasiada rapidez y una extraña e infantil franqueza que producía un efecto conmovedor y algo cómico.

—¿Es usted también un escritor filosófico? —preguntó Christiane, todavía con su aire de dama distante; pero ahora sus ojos resbalaban por su expresiva cara según hablaba, y alrededor de su boca flotaba aquella sonrisa expectante, muerta y curiosa.

Su pregunta hizo sonreír con halago al joven.

—Sí, sí, según se mire —respondió rápidamente—. Escribo toda clase de cosas, hago toda clase de cosas…

Pocos minutos después fueron recorriendo juntos la casa para que él contemplara todo lo que pudiera recordar a su difunto maestro. Permanecieron uno al lado del otro en la penumbra de su negro despacho.

—Sí, aquí todo permanece en el mismo lugar, exactamente tal como él lo dejó —dijo Christiane en voz baja—. Todos sus libros, su abrecartas, el gran tintero…

Sólo había dos cuadros colgados: sobre el escritorio, la fotografía sepia de un Cristo gótico temprano que, contorsionado por el dolor, impartía su bendición desde la cruz, y, un poco más lejos, una gran fotografía de Christiane de novia, con la cara echada hacia atrás y medio oculta por el velo, con una sonrisa expectante y felizmente aturdida en los labios.

—Sí, él la amó mucho —dijo Til con devoción, mirando fijamente la fotografía.
La viuda contestó, triste y orgullosa:

—Al final me convertí en una especie de símbolo para él.

Dijo la palabra “símbolo” insegura, con dificultad, como si no supiera su significado. Til, de súbito, la miró de lleno a la cara. La encontró asustada, allí, en medio de los libros y delante de las fotografías. Y vio por primera vez su extraordinaria belleza. Sin que viniera a cuento, observó:

—Este Cristo también lo tengo yo… Sí, sabía que su marido la amaba mucho…

Después subieron al piso de arriba, donde encima de la cabecera de la ancha cama de caoba colgaba la mascarilla sobre el paño de terciopelo negro. Sin decir una palabra, Til, con los ojos abiertos como los de un niño, miraba con fijeza el blanco rostro, como si a partir de entonces en toda su vida no debiera olvidar ningún detalle de aquella cara.

—Hasta su final pareció un sacerdote —rompió Christiane el silencio tímidamente.
Til contestó con lentitud, como si tuviese miedo:

—Pero al final ya no creía en nada. Su única convicción era que todos los valores de nuestra cultura estaban muertos, acabados, que nos esperaba una catástrofe gigantesca, la limpieza decisiva, el diluvio bolchevique…

—Durante los últimos años fue un nihilista —dijo Christiane, apenada y vacía.
Til, sin escucharla, seguía el hilo de sus pensamientos

—La lectura de sus libros me convirtieron al bolchevismo…

—¡Ah!, ¿sí? ¿Es usted bolchevique? —preguntó Christiane, turbada.

El joven forastero contestó con una breve risa:

—Sí, entre otras cosas.

Estaban de pie uno junto al otro ante la mascarilla, que miraba por encima de ellos en profundo silencio. Su conversación seguía confusa y a trompicones.

—Pero sus libros más bellos siguen siendo los muy católicos —dijo él después de una pausa, sonriendo de otra manera—. Los amo por encima de todo.

Y Til inquirió bruscamente, con interés y acento práctico:

—¿Cuando le conoció usted era todavía sacerdote?

Ella, pesarosa, dijo bajando los ojos:

—Me temo que precisamente por mi causa abandonó la Santa Iglesia. Y nunca lo he podido comprender. Soy una cristiana creyente.

Oyó decir al joven a su lado con voz fría, desamparada:

—Yo ya no creo en Dios.

Ella no se atrevió a mirarle a la cara, pero sabía que sus ojos se habían vuelto mortalmente tristes. En ese momento sintió por primera vez ternura hacia él.
Christiane le pidió que se quedara a tomar el té. En seguida se sentaron en la galería, en la mesita redonda, el uno frente al otro. Christiane, observándole, se dijo que en realidad no era guapo ni siquiera apuesto. Su boca era demasiado gordezuela y su nariz no tenía forma noble. Pero su pelo, rubio oscuro, con raya descuidada, caía bellamente sobre su frente, que era hermosa, y muy hermosos también sus ojos. Su boca, mirándola bien, también lo era. En el fondo, su boca era tan bonita e infantil como sus ojos.

Los niños volvían de su paseo. Se presentaron, y querían pastel. Primero ponían las caras inaccesibles con las que solían asustar a las visitas. Sobre todo Renate, que fruncía el entrecejo en un gesto de mal augurio. Fridolin con sorprendentes maneras perfectas y con la soltura del contrahecho, preguntó haciendo una torcida y ligera inclinación:

—¿No estaremos molestando? —La pregunta hizo reír cordialmente al joven visitante.

Til se hizo pronto muy amigo de los niños. No tenía esa manía de los mayores de hacer preguntas que presuponían que las respuestas eran indiferentes, o que usaban un tono paternalista y retórico, al que los niños solían contestar brevemente y con mal humor. Los miraba con atención, hablando con ellos como si fueran sus pequeños e interesantes iguales. Al punto se animaron todos. Fridolin le explicaba que en realidad se llamaba señor Löwenzahn y que era uno de los empresarios más ricos del continente.

Christiane se mezcló en la conversación mostrando una conmovedora y dulce alegría. En sus mejillas aparecieron hoyuelos y sus ojos brillaban nacarados.
Preguntó a Til cuánto tiempo podía quedarse y cuándo se le esperaba de vuelta en la ciudad. Pero nadie le esperaba, sólo su hermano, pero éste estaba muriéndose, y, cuando llegase su fin, ya recibiría un telegrama. ¿Que se estaba muriendo? Christiane se sentía asustada y entristecida.

—El pobre… —dijo con suavidad—. Seguramente aún es joven.

Pero Til no quiso continuar en ese terreno.

—Es enojoso —dijo brevemente—. Nunca puedo alejarme mucho de la ciudad donde está hospitalizado. Me retiene desde hace semanas. Todo puede acabar cualquier día.

Christiane creía no haber entendido bien. El tono de sus palabras le daba escalofríos.

—¿No está cerca su madre? —preguntó con cierto temor.

Pero él contestó con dureza:

—No. Nuestros padres han muerto. Mi hermano y yo no tenemos a nadie.
De repente ella reconoció en sus ojos la mirada que tenía cuando antes habló de su fe perdida.

Pensaba quedarse algunos días, informó como por descuido. Se alojaba en el Café am Wald, que no estaba lejos de la casa de Christiane.

—Tengo la intención de trabajar un poco —añadió lentamente, con la mirada perdida—. Debo terminar algo, una pequeña novela… Sí, a veces escribo, por dinero, en realidad sólo por dinero…

En su boca, la palabra “dinero” adquiría un sonido inquietante, lleno de odio y al mismo tiempo voluptuoso.

—Necesito mucho dinero —añadió, y sus ojos parecieron oscurecerse por la ira—. Nunca tengo dinero. ¿Comprende usted lo que esto significa? Es terrible, créame; es más repugnante que la sarna. El dinero es el mismísimo principio de la vida, y ha sido devaluado. Se ha convertido en algo repulsivo, vomitivo, alcanzable sólo para el Mal, inalcanzable para mí, completamente inalcanzable. No se queda conmigo, compréndame bien; se me escapa, no me quiere, se enamora de otras personas, a mí no me soporta.

De pronto, alargando un pie por debajo de la mesa, enseñó un zapato gastado.
—También necesito zapatos nuevos. —Y al decirlo, su risa sonó áspera y amenazadora.

—A veces gano dinero —presumía riendo aún—, pero mis necesidades son complicadas. Hay tantas cosas que se pueden comprar…

Los cuatro niños seguían mirando el zapato que cruelmente exhibía. Era puntiagudo, de forma atrevida, elegante en tiempos pasados. Tenía sus bordes coquetamente adornados con dibujos formados por pequeños agujeros.

Pero Til ya estaba de nuevo alegre. Con sorprendente franqueza hablaba de sí mismo. Christiane le miraba sonriente, y los niños permanecían sentados atentos como si estuviesen en la ópera.

—Al principio fui Wandervogel* —les decía—, desde los dieciséis hasta los dieciocho años. Llevaba una camisa verdosa y estaba muy convencido de que con un poco de ética se podía arreglar cualquier entuerto. Estoy seguro de que fue mi época más feliz.

Les contaba en cuántos sitios había vivido desde entonces; hablaba de París y de Berlín, de El Cairo y de Madrid. Esto le había pasado en Nueva York y aquello en Túnez. Cuando Christiane le preguntó por su edad, contestó: “Veintiuno”, sorprendiéndose de que ella se riera. Durante su charla volvía una y otra vez sobre el tema del difunto señor de la casa, su maestro desaparecido, bajando la voz con reverencia cada vez que lo mencionaba.

—¿Tenía sentido del humor? —preguntó con cierta desconfianza en voz baja—. Sí, sí —se contestaba a sí mismo—, ya me lo imagino; a veces irónico, increíblemente irónico.

Quiso saber cuál de los niños se le parecía y en qué aspectos.

—Ya me lo figuro. Renate tiene sus ojos oscuros y seguramente mucho de su dignidad. Fridolin habrá heredado su particular aire socarrón. Seguramente Heiner nos lo recuerda también en muchos matices, aunque exteriormente no se le parece. Pero yo creo que ésta debía ser su forma de mirar…

Hablaba en voz baja, para que los niños no le oyeran. No se dirigía ni siquiera a mamá; hablaba para sí, con suavidad y ternura.

En medio de la conversación miró el reloj y se dio cuenta de que ya era tarde. Se disculpó por tener que marcharse y volvió a ser cortés y convencional. Se le ocurrían las palabras triviales y adecuadas: “Ha sido una velada encantadora, señora mía” y “Realmente, todo ha resultado de un interés extraordinario para mí”.
Ella, en un gesto distinguido y un poco pasado de moda, le ofreció la mano para que la besara. Sonriendo dijo que esperaba volver a verle. Él esperaba lo mismo.
Inclinó rápidamente su cabeza sobre la mano tendida, pero cuando volvió a levantarla miró por encima de Christiane, prendiendo sus ojos, muy abiertos, en el paisaje.

Llevaba calado hasta la frente un sombrero de suave fieltro gris claro y sostenía con soltura un cigarrillo en la boca. Su aspecto inspiraba cierto recelo, quizá resultaba demasiado cosmopolita, como uno de esos que se pasan la vida en los cafés y en la calle con las manos en los bolsillos, desplegando cierta gracia desmañada e insolente.

—Buenas noches, señora mía—repitió, y su sonrisa pasó de largo, mientras que ella con la suya intentaba captar su mirada.

Los niños preguntaron si podían acompañar al caballero hasta el Café am Wald.
Anduvieron a su lado por el trozo de carretera que llevaba hasta el pueblo. Casi estaba oscuro. Él no les habló, y tampoco sacó las manos de sus bolsillos. Silbaba una melodía grandiosa y triste que subía y bajaba, aleteando arriba y abajo y haciéndose unas veces suave y otras fuerte. La dejaba volar y ondear alrededor como un pájaro negro y solitario al que permitiera hacerle compañía.

Delante de la entrada del hotel se despidió de los niños amable y sereno. Sólo se inclinó hacia Heiner, acariciándole ligeramente el pelo.

Los niños no hablaron mucho durante el camino de vuelta. Cuando llegaron a casa, mamá ya se había retirado. Había encargado a la señorita Konstantine que les dijera que estaba cansada y que los saludara en su nombre.

Traducción de Roswitha S. von Harttung