Octubre-Diciembre 2006, Nueva época Núm.100
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De Mefisto
(continuación)

Klaus Mann

 

Esta afirmación maravilló a todo el mundo.

—La Martin es judía —dijo de pronto el joven
Hans Miklas.

Todos lo miraron sorprendidos y se produjo un incómodo silencio.
—Miklas es delicioso —dijo la Motz, e intentó reír.

Kroge arrugó la frente, maravillado y asqueado al propio tiempo, mientras la señora Von Herzfeld meneaba la cabeza. La pausa resultaba larga y penosa; el joven Miklas se apoyaba, pálido y altivo, contra la barra. El director Kroge replicó:

—¿A qué viene eso? —y adoptó un gesto furibundo.

Un actor joven que hasta ese momento había estado hablando con Papaíto Hansemann dijo, enérgico y conciliador:

—¡Venga, Miklas, déjalo! Eso le puede ocurrir a cualquiera. Tú eres un buen muchacho.

Al mismo tiempo daba palmadas en el hombro del joven, y sonreía tan cordialmente, que todos asintieron; incluso Kroge se permitió una risilla, aunque un poco envarado: se dio una palmada en el muslo, inclinó la parte superior del cuerpo hacia adelante y pareció de pronto muy divertido. Miklas seguía serio; volvió el rostro hacia un lado, los labios apretados.

—De todas formas, es judía —insistió, tan bajo que nadie le oyó; sólo Otto Ulrichs, que acababa de salvar la situación con naturalidad, lo escuchó y le reprendió con una seria mirada.

El director Kroge, tras haber demostrado que sabía tomar el desliz de Miklas por su lado cómico, hizo una seña a Ulrichs y dijo:

—¡Ah, Ulrichs, acérquese, por favor!

Ulrichs se sentó a la mesa con los directores y la señora von Herzfeld.

—No es que intente meterme en sus asuntos, de verdad que no. —Kroge dejó ver que la situación le resultaba penosa—. Pero cada vez es más frecuente que hable usted en reuniones comunistas. Ayer volvió a participar en una de ellas. Esto le daña a usted, Ulrichs, y también a nosotros. —Bajó el tono—. Ya sabe usted cuán burgueses son los periódicos —dijo—. La gente es suspicaz cuando uno de nuestros miembros se expone políticamente. Esto nos puede perjudicar, Ulrichs.

Kroge bebía coñac con displicencia y tenía las mejillas arreboladas.

—Me alegra, señor director, que desee usted hablar conmigo de este tema —respondió Ulrichs, tranquilo—. Por supuesto, yo también he reflexionado sobre ello. Quizá sea mejor que nos separemos, señor director, y crea que no me resulta fácil proponerle esto. Pero no puedo renunciar a mi actividad política. Por el bien de ustedes, creo que tendría que rescindir mi contrato, aunque eso sería para mí un gran sacrificio, puesto que me gusta estar aquí.

Hablaba con voz agradable, tenue, cálida. Y mientras hablaba, Kroge lo miraba con simpatía paternal en su rostro lleno de fuerza. Otto Ulrichs era un hombre bien parecido. Su frente ancha, suave, de la que se separaba el cabello negro, y los ojos castaños, rasgados, inteligentes y alegres, inspiraban confianza. El director se soliviantó:

—¡Pero Ulrichs —exclamó—, eso no hace falta mencionarlo! ¡Usted sabe de sobra que no le dejaría ir!

—No podríamos prescindir de usted —añadió Schmitz.

El hombre gordo sorprendía de vez en cuando por su voz, clara y atractiva, que brillaba extraordinariamente. La Herzfeld asintió.

—Sólo le pido un poco de discreción —aseguró Kroge.

Ulrichs dijo, cordial:

—Sois todos muy amables conmigo, de verdad, muy amables, y voy a intentar no comprometeros demasiado.

La Herzfeld sonrió y dijo:

—Ya ha de saber que nosotros simpatizamos ampliamente con usted desde el punto de vista político.

El hombre con el que había estado casada en Frankfurt, y cuyo apellido conservaba, era también comunista. Era mucho más joven que ella y la había abandonado. Ahora trabajaba como director de cine de Moscú.

—Ampliamente —precisó Kroge con el dedo índice alzado, como si estuviera impartiendo una lección—. Aunque no del todo, no en todos los aspectos. No todos nuestros sueños se han hecho realidad en Moscú. ¿Pueden realizarse los sueños, las esperanzas, las exigencias del espíritu bajo una dictadura?

Ulrichs contestó con seriedad y sus ojos adquirieron una expresión casi amenazadora.

—No sólo los intelectuales, o los que se hacen llamar así, tienen esperanzas, exigencias. Más urgentes son las exigencias del proletariado. Tal como está hoy el mundo, éstas sólo se podrán realizar mediante la dictadura.

En este punto el gerente Schmitz esbozó un gesto confuso. Ulrichs, para dar a la conversación un tono más ligero, dijo sonriente:

—Por cierto, ayer el Teatro de los Artistas casi estuvo representado por su miembro más destacado. Hendrik quería haber hablado en la reunión, pero en el último momento le fue imposible asistir.

—A Höfgen siempre le será imposible asistir en el último momento si se trata de algo que pueda suponer un obstáculo en su carrera.

Kroge hizo con la boca un gesto despectivo mientras decía esto. Hedda von Herzfeld lo miraba suplicante y con aire de preocupación. Pero sonrió aliviada cuando Ulrichs dijo:

—Hendrik es de los nuestros. Es de los nuestros —repitió—. Y lo demostrará con hechos. Su obra será el Teatro Revolucionario, que se inaugurará este mes.

—Pero aún no está inaugurado —Kroge sonrió malévolo—. Hasta ahora no existe de él más que papel de cartas con el bello membrete Teatro Revolucionario. Pero imaginemos que se llega a inaugurar. ¿Cree usted que Höfgen se arriesgará a debutar con una obra revolucionaria?

Ulrichs respondió con vehemencia:

—¡Naturalmente que lo creo! Ya hemos escogido la obra, y sin duda es una obra revolucionaria.

Kroge mostró, con gesto y ademán, que dudaba de ello:

—Ya veremos.

Hedda von Herzfeld, que observó el repentino e intenso enrojecimiento de Ulrichs, creyó oportuno cambiar de conversación.

—¿Qué significará esa fantástica y ligera afirmación de Miklas? ¿Será cierto que el chico es antisemita y tiene algo que ver con los nacionalsocialistas?

Al pronunciar la palabra nacionalsocialista su rostro se contrajo con una mueca de asco, como si hubiera tocado una rata muerta. Schmitz miró despectivo; por su parte, Kroge dijo:

—¡Uno de éstos es justo lo que nos faltaba!

Ulrichs, mirando de reojo, se aseguró de que Miklas no podía oírlo, antes de aclarar con voz apagada:

—Hans es un buen muchacho. Lo sé, he hablado con él muchas veces. De un joven como él hay que ocuparse mucho y con paciencia; así se le podría reclutar para una buena causa. No creo que esté perdido para nosotros. Su rebeldía, su descontento general han caído en mal lugar, ¿me explico?

Hedda asintió. Ulrichs prosiguió:

—El pensamiento de una persona tan joven está confundido, no ve nada con claridad. Como Miklas, pulula por ahí un montón de gente impregnada de odio, de un sano odio hacia lo que existe. Pero si tiene mala suerte, un chico así cae en manos equivocadas y éstas corrompen su sano odio. Le cuentan que los judíos tienen la culpa de todo, y le hablan del Tratado de Versalles, y él se cree toda esa basura, olvidando quiénes tienen en verdad la culpa, aquí y en todas partes. Ésta es la conocida maniobra de desorientación, y tiene éxito con todas estas cabezas jóvenes, confusas, que nada saben y no pueden discurrir coherentemente. Y al final nos encontramos ante un nuevo desgraciado que se deja tachar de nacionalsocialista.

Los cuatro miraron a Hans Miklas, que se había sentado en una pequeña mesa, en la esquina más alejada de la estancia, con la gorda y vieja apuntadora señora Efeu, con Willi Böck, el joven guardarropista, y con el portero del teatro, el señor Knurr. De éste se decía que llevaba escondida en la solapa de la chaqueta una cruz gamada y que tenía su piso lleno de fotos del Führer nacionalsocialista que no se atrevía a colgar en su garita de portero. El señor Knurr sostenía acaloradas discusiones y disputas con los trabajadores comunistas del teatro, que, por su parte, no frecuentaban la H. K. sino que tenían una mesa reservada en el bar de enfrente, donde a veces los visitaba Ulrichs. Höfgen no se atrevía casi nunca a ir a la mesa de los trabajadores; temía que éstos se rieran de su monóculo. Por otra parte, se quejaba de que le resultaba incómoda la presencia del nacionalsocialista Knurr.

—¡Ese condenado pequeño burgués —decía Höfgen de él—, que espera a su dirigente y salvador como una virgen al hombre que la deje embarazada! Me dan retortijones cuando paso por su garita y pienso en la cruz gamada que lleva bajo la solapa…

—Naturalmente, ha tenido una infancia espantosa —dijo Otto Ulrichs, que aún hablaba de Miklas—. Algo me ha contado sobre ella. Creció en algún triste lugar de la baja Baviera. El padre cayó en la Gran Guerra, y la madre parece una persona nerviosa y poco razonable; armó un buen jaleo, fácil de imaginar, cuando el joven anunció que quería trabajar en el teatro. Él es ambicioso y trabajador y tiene talento; ha aprendido muchísimo, más que la mayoría de nosotros. En un principio quería ser músico, aprendió el contrapunto y toca bien el piano, sabe hacer acrobacias y bailar cloqué, y tocar el acordeón, y… todo. Trabaja las veinticuatro horas del día, aunque seguro que está enfermo: su tos suena de espanto. Como es lógico, piensa que se le relega a un segundo plano, que no obtiene el éxito que se merece y que carga con los peores papeles. Cree que estamos conjurados contra él por sus convicciones políticas.

Ulrichs seguía mirando, atento y serio, al joven Miklas.

—Noventa y cinco marcos de sueldo al mes —dijo de pronto, mirando amenazador al gerente Schmitz, que, intranquilo, se echó hacia atrás en su silla—, con eso resulta difícil seguir siendo decente.

También la Herzfeld miraba atentamente a Miklas.

Hans se solía sentar con el guardarropista Böck, la apuntadora Efeu y el señor Knurr siempre que se sentía indignamente perjudicado por la dirección del Teatro de los Artistas, a la que calificaba de “judaizante” y “marxista” cuando estaba con sus correligionarios. Por encima de todos, odiaba a Höfgen, aquel “asqueroso comunista de salón”. Höfgen era, según las palabras de Miklas, celoso y altanero; Höfgen tenía delirios de grandeza y quería arrebatar todos sus papeles, sobre todo a él, a Miklas.

—Es una faena que no me haya dejado el Moritz Stiefel —decía amargado— si él mismo dirige El despertar de la primavera. ¿Por qué tiene que hacer también el mejor papel? No deja nada para ninguno de nosotros. Y sobre todo, es demasiado gordo y viejo para el Moritz. Tendrá un aspecto grotesco con los pantalones cortos.

Miklas miraba con frustración sus propias piernas, delgadas y musculosas.

El guardarropista Böck, un muchacho tonto, de ojos acuosos y cabellos rubios y duros, cortados a cepillo, reía sobre su vaso de cerveza: nadie sabía si del aspecto cómico que Höfgen tendría vestido de bachiller, o de la impotente furia del joven Miklas. Efeu, la apuntadora, se mostraba indignada; coincidía con Miklas en que aquello había sido una mala faena. El interés maternal que la mujer vieja y gorda sentía hacia el joven le reportaba a éste ventajas prácticas. Por otra parte, también simpatizaba políticamente con él. Le zurcía los calcetines, le invitaba a cenar, le regalaba embutidos, jamón y conservas.

—Para que engordes, muchacho —le decía mirándolo con ternura, aunque le gustase precisamente la delgadez de su magro cuerpo entrenado, no muy alto.
Cuando el espeso cabello rubio se le despeinaba por la nuca, la Efeu decía:

—¡Pareces un golfillo! —y sacaba un peine de la bolsa.

Hans Miklas parecía realmente un golfillo al que no le iban las cosas demasiado bien, pero que reprimía tercamente su agresividad. Su vida era agotadora: ensayaba todo el día, exigía demasiado de su delgado cuerpo, y de ahí venían posiblemente su irritabilidad y la expresión ausente de su joven rostro… Ese rostro tenía mal color; bajo los fuertes pómulos, las mejillas se hundían, formando negros hoyos. Alrededor de los claros ojos las ojeras eran casi negras. Por el contrario, su frente pura e infantil parecía rodeada de una pálida y sensible claridad, y también la boca brillaba, demasiado roja, pero de forma poco sana; en los labios salientes y carnosos parecía concentrarse la sangre ausente en todo el rostro. Bajo aquellos encantadores labios, de los que la apuntadora Efeu no podía separar a veces la mirada, decepcionaba el mentón, demasiado débil, corto, caído.

—Esta mañana en el ensayo tenías un aspecto horrible —le decía la Efeu, preocupada—. ¡Esas mejillas tan hundidas! ¡Y qué tos! Era bronca, daba lástima.
Miklas no soportaba la compasión; sólo aceptaba gustoso las dádivas en que ésta se traducía, aunque fuera con palabras lacónicas. Simplemente, ignoraba la cháchara de la Efeu. Preguntó a Böck:

—¿Es cierto que Höfgen permaneció toda la velada escondido en su camerino, detrás de un biombo?

Böck no quería hablar de ello. A Miklas le encantaba que Höfgen mostrara un comportamiento tan necio.

—Ya lo decía yo. ¡Es un bufón! —rió triunfal—. ¡Y todo por culpa de una judía que anda con la cabeza metida entre los hombros!

Encorvaba la espalda, imitando el aspecto de la Martin, la Efeu se divertía cordialmente.

—¡Y una criatura así pretende ser estrella!

Con su irónica exclamación se podía referir tanto a la Martin como a Höfgen. Los dos pertenecían, a su juicio, a la misma pandilla privilegiada, no alemana, reprobable.

—¡La Martin! —siguió con el joven rostro enfadado, sufrido, atractivo, hundido entre las no muy limpias manos—. También ella usará esas frases de comunista de salón, pero cobrando sus mil marcos por velada. ¡Menuda pandilla! ¡Pero a todos ésos se les quitará de en medio! También Höfgen tendrá que ir haciéndose a la idea.

En general, no solía hablar allí de esas cosas tan peligrosas, especialmente cuando Kroge estaba cerca. Pero hoy no se había podido contener, aunque procuró mantener un tono susurrante al tiempo que vehemente. La Efeu y Knurr asintieron, mientras Böck los miraba con ojos acuosos.

—Ya llegará el día —dijo Miklas, en voz baja pero apasionada y con un brillo febril en sus ojos claros y rodeados de negras ojeras.

Tuvo entonces un terrible acceso de tos y la Efeu le dio palmadas en la espalda y los hombros.

—De nuevo suena horriblemente bronca, como si viniera de lo más profundo del pecho —dijo asustada.

El angosto local estaba lleno de humo.

—El aire es tan denso que podríamos cortarlo con un cuchillo —se quejó la Motz—. Esto no lo resiste ni el más fuerte. ¡Y mi voz! Hijos, mañana me veréis agonizar en la sala de espera del otorrino.

Nadie tenía ganas de verla agonizar, Rahel Mohrenwitz exclamó irónica:
—¡Horror, nuestra cantante de gorgoritos!

En respuesta recibió una mirada irritada de la Motz, que ya tenía algo en contra de Rahel: Petersen sabía por qué. El día antes lo habían encontrado de nuevo en el camerino de la fatal muchacha, y la Motz no había podido contener las lágrimas. Pero hoy parecía no estar dispuesta a dejarse aguar la velada por aquella simplona que se creía alguien con su monóculo y su estrafalario peinado. Por el contrario, cruzó las manos sobre el regazo y observó con humor tranquilo:

—¡Qué ambiente más agradable! ¿No es cierto, Papaíto Hansemann? —hizo guiños al dueño del bar, al que debía aún 27 marcos, y que por eso ni se inmutó. A continuación la actriz se disgustó, porque Petersen había pedido un filete y un huevo.

—¡Como si unas salchichas no le bastaran!

En sus ojos había lágrimas de ira. Entre Motz y Petersen había siempre discusiones, porque el actor, según opinión de su amiga, era un derrochador. Siempre pedía cosas caras y las propinas que dejaba eran excesivas. La Motz, fuera de sus casillas, preguntó a la Mohrenwitz si Petersen la había invitado a una copa de champán.

—¡Veuve Cliquot extrafino! —pronunció con toda enemistad la marca del champán, pero con tal finura que la legitimaba en su papel de dama de sociedad. Esto ofendió a la Mohrenwitz.

—¡Pero bueno! —replicó—. ¿Es una broma?

El monóculo se le cayó del ojo. Su rostro, que ya no parecía de chica fatal, enrojeció del disgusto. Kroge miraba extrañado. La señora von Herzfeld sonreía irónica. El bello Bonetti dio unos golpecitos en el hombro de la Motz y en el de la Mohrenwitz, que se había acercado con gesto de buscar disputa.

—¡No os peleéis, chiquillas! —les dijo; alrededor de su boca las arrugas parecían más cansadas y aburridas—. No sacaréis nada en limpio. Mejor será que juguemos a las cartas.

En ese momento se oyeron voces. Todos miraron hacia la puerta. Dora Martin estaba en el umbral. Detrás de ella se apretujaba su compañía, al modo que en escena el séquito detrás de la reina.
Dora Martin reía y saludaba a todos los miembros del Teatro de los Artistas, mientras hablaba con su ronca voz de aquella forma tan personal que copiaban miles y miles de jóvenes actrices en todo el país: alargando una palabra en cada frase.

—¡Hijos, estamos invitados a un banquete aburridísimo; es una verdadera lástima, pero tenemos que asistir!

Parecía parodiar su propia forma de hablar, por lo gratuito de las palabras que alargaba. Pero a todos les sonó agradable, incluso a aquellos que no podían ver a la Martin, por ejemplo al joven Miklas. No se podía negar que su presencia causaba siempre gran efecto. Sus profundos ojos, muy abiertos, infantiles, enigmáticos bajo la frente amplia e inteligente, confundían y encantaban. Hasta Hansemann dejó escapar una risa tonta, deslumbrada. La Herzfeld, que había sido amiga de la Martin, la llamó:

—¡Qué pena, Dorita! ¿No puedes sentarte un poco con nosotros?

El respeto en que se tenía a Hedda aumentó al oírla tutear a la Martin. Pero ésta negó con su sonriente rostro, que casi desaparecía en el cuello alzado del abrigo de piel marrón, con los hombros muy levantados:

—¡Una gran pena! —suspiró, y al menear la cabeza voló su rojiza melena rizada, libre de sombrero—. ¡Ya llegamos demasiado tarde!

Entonces alguien se abrió paso a sus espaldas, por entre su séquito. Era Hendrik Höfgen. Lucía el esmoquin que usaba en escena para los papeles mundanos, y que de cerca se veía rozado y lleno de manchas. Sobre los hombros le caía un pañuelo de seda blanco. Jadeaba, con las mejillas y la frente vivamente ruborizadas. La nerviosa risa que lo sacudía producía una impresión intranquilizadora, mientras él, con apresuramiento, se inclinaba sobre la mano de la diva, todo ello con cierta sinceridad afectada.

—Disculpe —dijo, con la cara, en la que sorprendentemente aún se mantenía el monóculo, inclinada sobre la mano de la actriz—. He llegado demasiado tarde. ¿Qué pensará usted de mí? ¡Ha estado fantástica…! —dijo presa de la risa, y con el rostro cada vez más rojo—. Pero no quería que se fuera usted —al fin se enderezó— sin decirle cómo he disfrutado de esta velada. ¡Qué maravillosa ha estado esta noche!

Repentinamente la cómica situación que le había provocado aquel acceso de risa pareció disolverse y esbozó un gesto serio.

Ahora era a Dora Martin a la que le apetecía reír, y lo hizo alegre y encantadora.
—¡Tramposo! —parecía que no iba a terminar nunca la “o” alargada—. ¡Usted no ha estado en el teatro! ¡Se mantuvo escondido! —le pegó ligeramente con el guante de piel—. Pero no importa —sonrió—. Creo que tiene usted talento.

Höfgen se asustó tanto de aquella sorprendente afirmación que sus mejillas palidecieron. Con una voz que parecía en pleno deshielo, dijo:

—¿Yo? ¿Talento? Sólo son rumores sin probar…

También él sabía alargar las vocales. Su coquetería al hablar tenía estilo propio, no necesitaba copiar a nadie. Si Dora Martin arrullaba con su voz, él, de puro amaneramiento, cantaba. Al tiempo sonreía como lo hacía cuando, en los ensayos, en alguna escena tenía que encantar a la dama: descubría los dientes y era bastante malicioso. Él la llamaba sonrisa “canallesca” (“Canallesca, ¿entiendes, querida?: ¡canallesca!”, advertía a Rahel Mohrenwitz o a Angelika Siebert, y les hacía una demostración). Dora Martin también enseñaba sus dientes, pero mientras su boca hacía un gesto de bebé y la cabeza se hundía coqueta entre los hombros levantados, sus ojos grandes, inteligentes, tristes, a los que no se podía mentir, escrutaban el rostro de Höfgen.

—Usted demostrará su talento —musitó.

Y por un segundo fue seria no sólo su mirada, sino también su cara. Con el rostro serio, casi amenazador, asentía. Höfgen, que hasta hacía un cuarto de hora había estado escondido tras el biombo, aguantó aquella mirada. Después, la Martin volvió a reír:

—¡Llegamos con demasiado retraso!

Saludó y se marchó con su séquito.

El encuentro con Dora Martin había puesto a Höfgen de un humor excelente, festivo. De su semblante surgía un brillo indulgente. Todos lo miraban, ahora casi con tanta admiración como anteriormente a la diva de Berlín. Antes de saludar al director Kroge y a la señora von Herzfeld, se acercó al guardarropista Böck:

—Escucha, pequeño Böck —dijo con afectación, las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones, los hombros levantados y en los labios la sonrisa “canallesca”—. Tienes que prestarme por lo menos siete marcos y medio. Quiero cenar decentemente e intuyo que Papaíto Hansemann exige hoy pago al contado.

Sus ojos irisados como piedras preciosas enviaron una mirada suspicaz a Hansemann, que estaba sentado, con la nariz amoratada, detrás de la barra.

Böck se había levantado. Sus ojos se habían vuelto más acuosos y sus mejillas más rojas de miedo a los ojos de Höfgen, honestos por un lado y horribles por el otro. Mientras Böck rebuscaba en los bolsillos, nervioso y mudo, y Miklas observaba el trance con mirada hostil y tensa, la pequeña Angelika se adelantó apresuradamente:

—Hendrik, ¡si necesitas dinero, yo puedo prestarte cincuenta marcos hasta el día uno! —dijo, tímida.

Los ojos de Höfgen se volvieron, fríos como el hielo. Arrogante, le espetó por encima del hombro:

—No te mezcles en negocios de hombres, pequeña mía. Böck me lo presta con gusto.

El guardarropista asintió con excitación, mientras la Siebert, con los ojos húmedos, se retiraba. Höfgen se metió en el bolsillo las monedas de plata de Böck, sin siquiera darle las gracias. Miklas, Knurr y Efeu miraban con ceño adusto, Böck no salía de su asombro y Angelika sollozaba, mientras él, con paso cadencioso, el pañuelo de seda blanca aún sobre el hombro, atravesaba el local.

—Papi Schmitz me deja morir de hambre —dijo con la cabeza vuelta hacia la mesa de los directores y sonriendo victorioso.

Desde la mesa lo saludaron algunos “¡Hola!”; hasta Kroge se impuso una cordialidad ruidosa un tanto falsa.

—¿Qué hay, viejo pecador? ¿Cómo le va? ¿Ha pasado una buena velada?

Alrededor de su boca de gato surgieron pronunciadas arrugas, casi como las de la Motz, y sus ojos adquirieron un brillo falso; de repente se le notó que no sólo escribía ensayos político-culturales e himnos en verso, sino que desde hacía más de treinta años trabajaba en el teatro. Höfgen y Otto Ulrichs se dieron la mano con afectación y en silencio, largamente. El gerente Schmitz hizo una broma intrascendente, con voz suave y agradable; la señora Von Herzfeld sonreía irónicamente mientras sus ojos castaños, húmedos de fervor y casi suplicantes, se dirigían a Hendrik. Él se dejó aconsejar por ella a la hora de elegir la cena, lo que le dio a Hedda pie para aproximarse a él, acercándole sus pechos, que respiraban profundamente. Su sonrisa canallesca parecía no asustarla: estaba acostumbrada a ella, le gustaba.

Cuando Papaíto Hansemann hubo tomado nota, Höfgen empezó a hablar de su puesta en escena de El despertar de la primavera.

—Me parece que quedará muy bien—dijo mientras sus ojos inquisitivos resbalaban por el local, sobre los actores, como los de un general sobre sus tropas.

—En la Wendla, la Siebert no puede estropear nada; Bonetti no hace un Melchior Gabor ideal, pero lo saca adelante; nuestra poseída Mohrenwitz da una Ilse de primera.

No ocurría muy a menudo que hablara así, sin efectismos, en serio y concentrado en el asunto como ahora, Kroge lo escuchaba con atención, no sin sorpresa. Fue la Herzfeld la que de nuevo deshizo el encantamiento al observar, entre sarcástica y aduladora, con su empolvado rostro de melocotón muy cerca del de Höfgen:

—Y en lo que se refiere al Moritz Stiefel, acaba de ser confirmado por la persona más indicada para ello, por la propia Dora, que el joven actor al que hemos confiado el papel no es del todo malo…

Kroge arrugó el ceño; Höfgen por su parte simuló comprender la indirecta.

—¿Y cómo va a estar usted de señora Gabor, querida? —preguntó a la Herzfeld directamente.

Fue una burla abierta y áspera. Que Hedda era una actriz con poco talento era bien sabido, así como que esto era para ella un sufrimiento. A todos les gustaba bromear sobre su empecinamiento en no dejar el teatro y ni siquiera reducir sus actuaciones a discretos papeles de madre. Ante la insolencia de Hendrik intentó encogerse de hombros con indiferencia; pero su semblante, ya no tan joven, adquirió un fuerte tono rojo, casi violeta. Kroge se dio cuenta, y el corazón se le encogió con una compasión próxima a la ternura. Kroge había mantenido un romance con la Herzfeld años atrás.

Para cambiar de tema, o para volver al único tema que de verdad le interesaba, Ulrichs empezó a hablar, sin preocuparse de la hilación, del Teatro Revolucionario.

El Teatro Revolucionario estaba planteado como una serie de representaciones los domingos por la mañana, bajo la dirección de Hendrik Höfgen y el patrocinio de una organización comunista. Ulrichs, para el cual el teatro era ante todo y sobre todo un instrumento político, había puesto una tenaz pasión en el proyecto.

—La obra escogida para la inauguración es muy indicada. La he estudiado otra vez con detenimiento. En el partido hay mucho interés hacia nuestra idea.

Al tiempo que lo explicaba, miraba a Höfgen con aire de complicidad, sin ver a Kroge, ni a Schmitz, ni a la Herzfeld, pero orgulloso de que todos lo oyeran y de la impresión que pudiera causarles.

—Sin embargo, a mí el partido no me pagará daños y perjuicios si el público de Hamburgo boicotea mi teatro —rezongaba Kroge, a quien pensar en el Teatro Revolucionario llenaba de enojo y escepticismo—. En 1918 te podías permitir un experimento así, pero hoy…

Höfgen y Ulrichs cambiaron una mirada que contenía un acuerdo secreto, valiente, y no mucha atención hacia los temores de pequeño burgués que aducía Kroge. Esta mirada fue larga. La señora Von Herzfeld, que la observó, sufría. Por fin, Höfgen se dirigió con tono paternal y condescendiente a Kroge y a Schmitz.

—El Teatro Revolucionario no nos perjudicará, seguro que no, ¡créalo, Papá Schmitz! Lo verdaderamente bueno no compromete jamás. ¡Y el Teatro Revolucionario será bueno, magnífico! Una empresa tras la que hay creencias auténticas, un entusiasmo verdadero, convencerá a todos, hasta los enemigos enmudecerán ante esta manifestación de nuestras ardientes convicciones.

Sus ojos brillaban, miraban ligeramente de soslayo y parecían observar arrobados la lejanía, donde se toman las grandes decisiones. Adelantaba orgullosamente el mentón; en su rostro pálido, echado hacia atrás, sensible, aparecía el fulgor del que está seguro de su victoria. “Está realmente conmovido —pensó Hedda von Herzfeld—. Por mucho talento que tenga, esto no es una representación.” Miraba triunfalmente a Kroge, que no podía ocultar cierta emoción. Ulrichs tenía un aire solemne.

Mientras todos estaban como ausentes por efecto de su emocionado entusiasmo, Höfgen cambió de pronto de postura y expresión. Inesperadamente empezó a reír, mientras señalaba la fotografía de un “héroe maduro” que colgaba de la pared, junto a la mesa: brazos amenazadoramente cruzados, mirada leal bajo las negras cejas, gruesa barba y un magnífico jubón de cazador. Hendrik no podía dejar de reír, por lo cómico que le parecía el viejo personaje. Entre risas, después de que Hedda le diera unos golpecitos en la espalda, ya que parecía que iba a ahogarse con la ensalada, contó que él mismo había tenido un aspecto semejante, casi igual, yendo de gira con el Teatro Ambulante del Norte de Alemania.

—Cuando aún era un muchacho —dijo alegremente— aparentaba ser un hombre hecho y derecho. Hacía papeles de padre, y por el escenario andaba siempre encorvado, de la turbación que sentía. En Los bandidos me dieron el papel del viejo Moor. Hice un viejo Moor estupendo. Cada uno de mis hijos era veinte años mayor que yo.

Cuando reía tan alto y contaba anécdotas del Teatro Ambulante, desde todas las mesas se acercaban los colegas: ya se sabía que iban a empezar las historias, pero no las viejas conocidas sino otras nuevas, y seguramente buenas. Hendrik raras veces se repetía.

La Motz se frotó las manos de placer, enseñó el oro del interior de su boca y exclamó con jovialidad:

—¡Ahora empieza lo divertido!

A continuación lanzó una mirada glacial a Petersen, que había pedido un coñac doble. Rahel Mohrenwitz, Angelika Siebert y el bello Bonetti estaban pendientes de los labios de Hendrik. Hasta Miklas escuchaba, aun contra su voluntad; las refinadas bromas del odiado personaje le arrancaban pequeñas risas gruñonas. Como su favorito protestón se divertía, también la gorda Efeu se alegró. Jadeando, acercó su silla al sillón de Hendrik y murmuró:

—Si no les importa a los señores…

Dejó descansar sus agujas de punto y se hizo bocina con la mano derecha para que a su sordera no se le escapase nada.

Fue una velada maravillosa. Höfgen estuvo en plena forma. Encantaba, brillaba. Como si hubiera tenido un numeroso público ante sí en lugar de aquel puñado de colegas, derrochó, con altiva generosidad, chistes, encanto y anécdotas. ¡La cantidad de cosas que le habían sucedido en aquel Teatro Ambulante donde le daban papeles de padre! La Motz ya ni podía respirar, de tanto reírse.

—¡Hijos, ya no puedo más! —gritaba.

Y como Bonetti la abanicaba, entre pícaro y galante, con el pañuelito, no se dio cuenta de que Petersen había pedido de nuevo aguardiente. Cuando Höfgen empezó a imitar a la joven sentimental del Teatro Ambulante con voz chillona, gestos veleidosos y ojos terriblemente estrábicos, hasta Hansemann perdió su aspecto pétreo, y el señor Knurr tuvo que ocultar su risa tras el pañuelo. Un triunfo mayor no se podía obtener de la situación. Höfgen se interrumpió. También la Motz se puso seria al ver lo ebrio que estaba Petersen. Kroge hizo señas de retirarse. Eran las dos de la mañana. Como despedida, la Mohrenwitz, que siempre tenía ocurrencias originales, le regaló a Hendrik su boquilla para los cigarrillos, un objeto decorativo pero sin valor.

—Por lo muy divertido que has estado esta noche, Hendrik.

Su monóculo relampagueaba frente al de él. A Angelika Siebert, de pie junto a Bonetti, se le puso la nariz pálida de celos y se le llenaron los ojos de lágrimas con algún destello maligno.

La señora Von Herfeld había pedido a Hendrik que la acompañara a tomar una taza de café. En el local, vacío ya, Hansemann empezó a apagar las luces. A Hedda aquella semioscuridad la favorecía: su cara blanda y ancha, de ojos suaves e inteligentes, parecía ahora más joven. Ése no era ya el rostro ensombrecido de la mujer intelectual que envejecía. Las mejillas ya no estaban cubiertas de pelusilla, sino que eran tersas. La sonrisa de los labios entreabiertos con desidia oriental no resultaba ya irónica, sino casi seductora. Tranquila y cariñosa, la señora Von Herzfeld miraba a Hendrik Höfgen. No se daba cuenta de que ella misma estaba mucho más atractiva que de ordinario; sólo se fijaba en el rostro de Hendrik, con el rasgo de sufrimiento en las sienes y el noble mentón, que, pálido y patente, se recortaba en la penumbra. Disfrutaba de ello.

Hendrik había apoyado los codos sobre la mesa y unido la yema de los dedos extendidos. Se permitía esta exigente postura como si tuviera manos largas, especialmente bonitas; pero sus manos no eran largas sino que, con su rudeza poco bella, parecían llevar la contraria a los rasgos de las sienes. El dorso de las manos era grueso y estaba cubierto por un vello rojizo, y gruesos eran también los largos dedos, rematados por uñas cuadradas no demasiado limpias. Precisamente eran las uñas las que daban a aquellas manos su carácter innoble, poco agradable. Parecían hechas de un material malo: no tenían brillo, ni forma, ni convexidad.

Estos defectos permanecían ocultos en la favorecedora penumbra. En contraposición, los ojos verdosos causaban una impresión enigmática y atractiva con su mirada ensoñadora, perdida.

—¿Qué piensa, Hendrik? –preguntó la Herzfeld con voz tierna y sofocada, tras un largo silencio.

—Pienso que Dora Martin no está en lo cierto… —contestó Höfgen, también en voz baja.

Hedda lo dejó hablar en la penumbra, por encima de sus manos juntas, sin preguntar o contradecir.

—Yo no voy a demostrar mi talento —se quejó—. Porque no tengo nada que demostrar. Nunca seré un actor de primera categoría. Soy un provinciano.

Enmudeció, apretó los labios, como si él mismo se hubiera asustado ante la confesión a que le empujaba aquella hora extraña.

—¿Y qué más? —preguntó la señora Von Herzfeld con tono de suave reproche—. ¿No piensa usted en nada más? ¿Siempre en eso?

Como él continuó en silencio, ella pensó: “Sí, ciertamente, esto es lo único que le interesa de verdad. Lo del teatro político de antes y su entusiasmo por la revolución no eran más que una comedia.” Esa constatación la decepcionó, pero de alguna manera también la satisfizo.

Los ojos de él brillaban, pero no tenía respuestas.

—¿No se da cuenta de cómo tortura a la pequeña Angelika? —preguntó la mujer—. ¿No siente que hace daño a otras personas? De alguna forma tendrá usted que pagar todo esto —no apartaba de él la mirada, una mirada de reproche y de búsqueda—. De alguna forma tendrá usted que expiarlo, y amar.

Enseguida le pareció excesivo haber hablado así. Se había extralimitado, no se había controlado. Rápidamente Hedda desvió su rostro del de Höfgen. Se sorprendió de que no la castigara ni con una sonrisa malévola ni con una palabra burlona. Su mirada permaneció brillante y fija, dirigida a la oscuridad, como si buscara en ella respuestas a preguntas urgentes, y la visión de un futuro que no tuviera otra finalidad que hacerle grande a él.

II. La clase de baile

Hendrik había fijado el comienzo del ensayo del día siguiente a las nueve y media. Puntualmente se fueron reuniendo todos los miembros de la compañía que tomaban parte en El despertar de la primavera, algunos en el amplio escenario, otros en el patio de butacas. Tras haber esperado un cuarto de hora, la señora Von Herzfeld decidió ir en busca de Höfgen al despacho, donde estaba hablando con Kroge y Schmitz desde las nueve.

Ya al verlo aparecer todos se dieron cuenta de que estaba de un humor imposible. Nada quedaba en él del alegre conversador de la víspera. Llevaba los hombros alzados nerviosamente, las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones. Cruzó apresuradamente el patio de butacas y, con tono de urgencia, pidió un ejemplar del texto.

—Me he dejado el mío en casa.

Con voz amargada, reprochaba a todos que él, Hendrik, se hubiera despistado al salir de casa.

—¿Es que nadie tiene un cuadernillo de ésos para mí? —la voz le salió ahogada y muy cortante.

La pequeña Angelika le ofreció el suyo.

—Ya no lo necesito —dijo ruborizándose—. Me sé mi texto.

—¡Eso espero! —observó lacónico Hendrik, en lugar de darle las gracias. Y le volvió la espalda.

Su rostro parecía macilento en contraste con el pañuelo rojo que llevaba en lugar de camisa—o sobre la camisa, ocultándola—. Uno de los ojos miraba, con el párpado entornado, despectivo y enfadado; ante el otro brillaba el monóculo. Todos se estremecieron cuando, con voz de mando clara, penetrante y algo metálica, ordenó:

—Empecemos, señores.

Mientras en el escenario se trabajaba, él recorría el patio de butacas. Hizo leer a Miklas, cuyo papel requería poco trabajo, el Moritz Stiefel, el papel que se había reservado para sí. Esto fue un acto de refinada maldad, pues el pobre Miklas hubiera dado la vida por hacer el Moritz. Höfgen, provocadoramente soberbio, hacía ver a los colegas que él no necesitaba preparar o ensayar: era el director, estaba por encima de ello; su profesionalidad era tan grande como su genio, su propio papel era algo secundario; hasta el ensayo general no se vería ni se oiría cómo interpretaría el Moritz Stiefel, cómo daría vida al sombrío colegial, amante desesperado y suicida.

Por el contrario, demostraba lo que se podía conseguir de la muchacha Wendla, del muchacho Melchior, de la maternal señora Gabor. Hendrik saltó con sorprendente agilidad al escenario y se convirtió en la delicada muchacha que sale por la mañana al jardín y quiere abrazar el mundo, pues piensa en el amado; en el muchacho ávido de vida, orgulloso; en la inteligente madre, llena de preocupaciones. Ora mostraba una apariencia infantil, ora parecía un anciano. Era un magnífico actor.

Cuando hubo demostrado al bello Bonetti, que alzaba las cejas con una mezcla de respeto y disgusto, o a la tímida Angelika, que luchaba por contener las lágrimas, todo lo que se podía conseguir de sus papeles con sólo tener el talento necesario, hizo un gesto cansado y despectivo, se ajustó el monóculo y volvió al patio de butacas. Desde allí siguió explicando, organizando, criticando. A nadie libraba de sus juicios cínicamente despectivos. Incluso la señora Von Herzfeld recibió su sermón, que acogió con una sonrisa irónica. La pequeña Angelika había tenido que esconderse, con los ojos llenos de lágrimas, entre los decorados. En la frente de Bonetti la furia marcaba las venas. Pero el más profundamente irritado era Hans Miklas; su rostro, descompuesto por la cólera, parecía llenarse de oscuras cavernas. Como todos sufrían, el humor de Hendrik mejoró sensiblemente. Durante la pausa de mediodía, en la cantina charló animadamente con la señora Von Herzfeld. A las dos y media llamó a los actores para volver al trabajo. Hacia las tres y media en el rostro del bello Bonetti se dibujó un rictus de hastío, metió las manos en los bolsillos del pantalón y gruñó como un niño malcriado:

—¿Es que no va a terminar nunca este suplicio?

Höfgen le lanzó una mirada cortante con sus ojos fríos como el hielo, y le respondió:

—¡Eso lo decidiré yo! —Y alzó su mentón.

Mostró a la amedrentada compañía el rostro de un noble y nervioso tirano, que sin embargo recordaba la expresión macilenta de un gobernante enervado, ya entrado en años. Todos le temían: especialmente la pequeña Angelika, a la que le corrían dulces gotas de sudor por la espalda. La humillante inmovilidad duró unos segundos y se oyeron los resoplidos con que el grupo reaccionó ante el siguiente gesto de su señor. Hendrik se dignó dar una palmada y echar la cabeza hacia atrás con magnánima jovialidad.

—Continuemos, señores —su voz tenía un irresistible timbre metálico—. ¿Dónde habíamos quedado?

La siguiente escena se ensayó con sumisión, pero una vez acabada Hendrik miró el reloj: eran las cuatro menos cuarto, y al comprobarlo sintió un retortijón en el estómago. A las cuatro tenía una cita con Juliette en su piso. Su sonrisa resultó forzada cuando dijo con palabras precipitadas que el ensayo había concluido. Con un gesto de la mano rechazó al joven Miklas, que se acercaba a preguntarle algo con gesto malhumorado. Corrió a través del oscuro patio de butacas hacia la salida; rápidamente anduvo el camino entre la salida y la cantina; entró casi sin respiración en la H. K., cogió del perchero su blando sombrero gris y se marchó.

El abrigo se lo puso en la calle al mismo tiempo que discurría: “Si voy a pie, llegaré un par de minutos tarde, por muy deprisa que vaya; Juliettchen me preparará un recibimiento terrible. En taxi llegaría a tiempo; con el tranvía probablemente también. Pero no llevo más que una moneda de cinco marcos, y eso es lo menos que puedo ofrecer a Juliette. El taxi no es posible, tampoco el tranvía; me quedarían cuatro ochenta y cinco, demasiado poco para Juliettchen, y encima en monedas, lo que me ha prohibido enérgicamente.”

Mientras pensaba seguía corriendo; en el fondo no se había planteado seriamente tomar un taxi o un tranvía, ya que su amiga se habría enfadado de verdad con la calderilla, mientras que su fingida ira por el retraso era un rito habitual de su convivencia.

Hacía un día de invierno claro y muy frío. Hendrik tiritaba embutido en su ligero abrigo de cuero, que había olvidado abotonar. Especialmente notaba el hielo en las manos y los pies: no llevaba guantes, y los zapatos abrochados tipo sandalia que calzaba no eran los más indicados para la estación. Para combatir el frío y llegar antes, caminaba a grandes zancadas, que tendían a convertirse en curiosos saltitos. Muchos transeúntes miraban al estrafalario joven con una sonrisa o con desaprobación: sobre sus ligeros y originales zapatos se movía con una agilidad en parte bufonesca, en parte divina. Y no sólo andaba a saltitos, sino además tarareaba, alternando Mozart con canciones de moda. Y acompañaba los tarareos y los saltitos con toda clase de gestos, cosa también inusual. Ahora jugaba a pelota con un ramillete de violetas que había encontrado en el ojal de su abrigo. De seguro que se lo había regalado una de sus admiradoras de la compañía, probablemente un delicado presente de la pequeña Angelika.

Hendrik pensó en aquella criatura corta de vista y afable, mientras él se convertía en motivo de diversión o de enfado para la gente con sus saltos y tarareos. No se dio cuenta de que una dama burguesa hizo señas a otra y le comentó:

—Ése parece salido del teatro.

A lo que la otra contestó riendo:

—Claro, actúa siempre en el Teatro de los Artistas, se llama Höfgen. Fíjese, querida, ¡qué movimientos más divertidos hace y cómo parlotea consigo mismo!
Las dos rieron, y en la otra acera rieron también un par de adolescentes. Pero Hendrik, que por su soberbia y su oficio estaba acostumbrado a registrar y observar la reacción de las personas ante sus gestos, no se fijó esta vez ni en las damas ni en los mozalbetes. La carrera a través del frío y la alegría por su encuentro con Juliette le habían transportado a un estado de ligera embriaguez. ¡Rara vez disfrutaba de un humor tan entusiástico! Antes sí, antes le ocurría muy a menudo, casi siempre así, tan inspirado y olvidado de sí mismo: cuando, con veinte años, hacía papeles de padre y de héroe maduro en un teatro ambulante. En aquella época había conocido días divertidos. Entonces su alegría y su espíritu travieso eran más fuertes que su ambición. De ello hacía mucho tiempo, pero no tanto como pretendía él. ¿Tanto había cambiado en realidad? ¿Era aún alegre y travieso? Tampoco ahora, en plena euforia, sentía absolutamente ninguna ambición. Si ahora se hubieran materializado conceptos como “ambición” o “importante carrera”, no hubiera hecho más que reírse. En ese instante sólo le importaba que el aire era frío soleado, que él mismo era joven aún, que corría, que su bufanda ondeaba y que muy pronto se reuniría con su queridísima Juliette.

El buen humor le hacía sentirse bien dispuesto, por ejemplo, para con Angelika. Si con frecuencia la irritaba y humillaba, ahora pensaba en ella casi con ternura. “Una chica buena, sí, una muy buena; esta noche le regalaré algo, para que también ella esté contenta. ¿Podría convivir con Angelika? Sí, sería una existencia cómoda, mucho más que con mi Juliette.” Pero incluso en esos momentos de benevolencia tuvo que reír por haber comparado a Angelika con Juliette. ¡A la pobre pequeña Siebert con la gran Juliette, que era exactamente lo que él necesitaba! Se disculpó mentalmente con Juliette. Mientras tanto, había llegado ya al portal de su casa.

La anticuada villa, en cuyo entresuelo alquilaba una habitación, estaba situada en una de aquellas calles tranquilas que treinta años antes habían contado entre las más elegantes de la ciudad. La inflación había empobrecido a la mayor parte de habitantes de aquel distinguido barrio; sus villas, con terrazas y frontispicios, tenían aspecto inhóspito y abandonado, como los jardines que las rodeaban.
También la viuda del cónsul Mönkeberg, a la que Hendrik pagaba cuarenta marcos al mes por una amplia habitación, pasaba sus estrecheces, a pesar de lo cual había continuado siendo una dama intachable, orgullosa, que llevaba con dignidad sus viejos vestidos de mangas abombadas y su chal de blonda, con un peinado liso, en el que ni un cabello osaba rebelarse, y alrededor de cuyos delgados labios las pequeñas arrugas eran un signo de ironía, no de amargura. La viuda Mönkeberg estaba por encima de las excentricidades y los comportamientos de sus inquilinos; no la asustaban, sino que, por el contrario, buscaba en ellos el lado gracioso. En el círculo de sus amigas, todas mayores, con el mismo refinamiento, la misma pobreza y casi el mismo aspecto que ella, solía contar, con un humor seco, anécdotas de sus inquilinos.

—A veces sube la escalera a la pata coja —decía riendo, casi con tristeza—. Y cuando sale de paseo se sienta a menudo en la acera, ¡figúrense ustedes: sobre los sucios adoquines!, porque tiene miedo de tropezar y caerse.
Mientras sus amigas movían las grises cabezas, perplejas y divertidas a la vez, y hacían crujir sus mantillas, la viuda del cónsul añadía conciliadora:

—¿Qué quieren ustedes, queridas? Es un artista… Quizá un artista importante.
La anciana hablaba despacio y movía sus enjutos, blancos dedos, en los que hacía más de diez años no lucía anillos, sobre las blancas puntillas del mantel.

Hendrik se sentía inseguro en presencia de la señora Mönkeberg; su buena cuna y su pasado lo intimidaban. Por eso no le resultó agradable tropezarse con la anciana en el vestíbulo. Ante su imponente figura se inhibió un poco; se colocó la bufanda de seda roja y se ajustó el monóculo.

—Buenas noches, señora, ¿cómo está usted? —dijo con voz cantarina que no se elevó al final de la fórmula de cortesía, con la cual acentuaba el carácter convencional y vacío de la frase. Acompañó la cortés pregunta con una breve inclinación, a la que dio un estilo casi cortesano con su elegante dejadez.

La viuda Mönkeberg no sonrió; sólo las arruguitas de experta ironía se marcaron un poco más alrededor de los ojos y de los delgados labios al contestar:

—Apresúrese, querido señor, su profesora le espera desde hace un cuarto de hora.
La malévola pequeña pausa que hizo antes de la palabra profesora hizo que Hendrik sintiera ardor en su cara: “Seguro que me he puesto colorado —pensó con vergüenza y enfado—. Pero ella no lo ha notado en la penumbra”, intentó tranquilizarse, mientras se retiraba con la perfecta cortesía de un grande de España.

—Muchas gracias, señora —dijo, y abrió la puerta de su habitación.

En la estancia reinaba una penumbra rosa; sólo estaba encendida la lámpara que había sobre la mesita redonda y baja, al lado del sofá-cama, que estaba cubierta con seda de colores. Envuelto en la matizada penumbra, Hendrik llamó con voz suave, humilde, temblorosa:

—Princesa Tebab, ¿dónde estás?

Desde una esquina oscura le contestó una voz fuerte, profunda, enconada:

—Aquí, cerdo, ¿dónde voy a estar?

—Oh, gracias —musitó Hendrik, que había permanecido junto a la puerta con la cabeza gacha—. Sí… ahora te veo… Estoy encantado de verte…

—¿Qué hora es? —gritó la mujer desde la esquina.

—Alrededor de las cuatro… creo —Hendrik se estremeció.

—¡Alrededor de las cuatro! ¡Alrededor de las cuatro! —se quejó la maligna persona que seguía invisible en la penumbra—. ¡Muy gracioso! ¡Es estupendo!

Hablaba con marcado dialecto del Norte. Su voz era tan ronca como la de un marinero que bebiera, fumara y jurara demasiado.

—Son las cuatro y cuarto —puntualizó en voz muy baja. Con el mismo tono, que no auguraba nada bueno, ordenó—: ¿Querrías acercarte un poco a mí, Heinz? ¡Sólo un poquito! Pero ¡primero enciende la luz!

Al oírse llamar Heinz, Hendrik se estremeció como si le hubieran dado un golpe. No permitía a nadie llamarle así, ni siquiera a su madre: sólo Juliette osaba hacerlo.
Excepto ella, nadie sabía en la ciudad que su verdadero nombre era Heinz. ¿En qué dulce y débil hora se lo había confiado? Heinz era el nombre por el que todos lo habían llamado hasta los dieciocho años. Cuando comprendió claramente que quería ser actor y famoso, cambió ese nombre por el más escogido de Hendrik. ¡Qué difícil había sido lograr que la familia se acostumbrara a ese poco corriente Hendrik y lo tomara en serio! ¡Cuántas cartas había dejado sin contestar, porque empezaban “Mi querido Heinz”, hasta que Bella, su madre, y Josy, su hermana, se acostumbraron al nuevo nombre! Con los amigos de la infancia que habían seguido obstinados con el Heinz, había roto rigurosamente todo contacto; a fin de cuentas, tampoco tenía mucho valor la relación con personas que se empeñaban en recordar penosas anécdotas de un pasado insípido, entre carcajadas de un humor sin tacto.
El joven actor Höfgen había tenido que librar una amarga batalla con agentes, administradores de teatro y redactores de revistas para que escribieran correctamente su nombre artístico. Temblaba de ira y disgusto cuando se veía mencionado en un programa o una crítica como Henrik. La pequeña “d” en el centro del nombre que había elegido tenía para él un significado muy especial, mágico. En el momento en que consiguiera ser conocido por todo el mundo como Hendrik, habría llegado a la meta, sería un hombre hecho y derecho.

Tan predominante papel tenía el nombre en los ambiciosos pensamientos de Hendrik Höfgen, que más que una denominación personal era una tarea, un deber. Y a pesar de ello consentía que Juliette, desde su oscura esquina, lo llamara amenazadora utilizando el abandonado y aborrecido “Heinz”.

Obedeció sus dos órdenes; encendió la luz, de manera que la claridad le cegó los ojos, y dio un par de pasos, con la cabeza gacha, hacia Juliette. Se detuvo a un metro de ella, pero tampoco esto fue suficiente. Ella, con ronca e intranquilizadora amabilidad y los dientes apretados, murmuró:

—Acércate más, jovencito.

Y como él no se moviera de su sitio, lo llamó como a un perro, con tono adulador, para castigarlo cruelmente.

—¡Más cerca, bonito! ¡Venga! ¡Sin miedo!

Hendrik seguía sin moverse, con la cabeza aún baja; los hombros y los brazos colgaban indolentes; alrededor de las sienes y las cejas surgía un rasgo tenso, de sufrimiento; las ventanas de la nariz, ensanchadas, percibían un penetrante perfume, dulce y vulgar, que se mezclaba de manera excitante y penosa con otro más salvaje y nada dulce, el olor de un cuerpo.

Como a la muchacha la aburría e irritaba la postura lastimera de él, hizo sonar su iracunda voz como un ronco lamento de la selva:

—¡No pongas esa cara de mierdica! ¡Ánimo, hombre! —Majestuosamente, añadió—: Mírame a la cara.

Él alzó lentamente la cabeza, mientras se acentuaba el rasgo de sufrimiento. En el rostro macilento, los ojos azul verdosos estaban muy abiertos, de gozo o de miedo. Sin habla, miraba fijamente a la princesa Tebab, a su Venus Negra.

Negra lo era sólo por parte de madre —su padre había sido un ingeniero de Hamburgo—; pero la sangre negra había demostrado ser en ella más fuerte que la blanca; no tenía aspecto de mestiza, sino casi de pura raza. El color de su piel tosca, en algunos puntos agrietada, era pardo oscuro, y en determinadas zonas, como en la hundida frente o en el dorso de las delgadas manos, casi negro. La naturaleza sólo había aclarado la palma de las manos, mientras que ella misma, a base de maquillaje, había cambiado el color de la parte superior de las mejillas: sobre los pómulos fuertes, brutalmente acusados, el pálido colorete se extendía como un rubor tísico. También llevaba maquillados los ojos: las cejas, afeitadas y sustituidas por trazos de carboncillo; las pestañas, alargadas artificialmente; sobre los párpados, sombras azuladas hasta las delgadas cejas. Por el contrario, había dejado de su color natural los carnosos labios. Los resplandecientes dientes, que descubría al reír o reprender, parecían toscos como la piel de las manos y el cuello, y de un tono violeta que contrastaba, por lo turbio, con el sano rojo de las encías y la lengua. En su rostro, dominado por ojos vivos, crueles, inteligentes, y por brillantes dientes, no se notaba la nariz, plana y hundida, hasta que se miraba detenidamente. Esta nariz, en efecto, parecía inexistente; no era como una prominencia en aquella máscara salvaje pero atractiva, sino como una depresión.

Como fondo del rostro en extremo primitivo de Juliette se habría esperado un paisaje selvático en lugar de aquella habitación burguesa con muebles de terciopelo, figurillas y lámparas con pantallas de seda. Pero el decorado no era lo único defraudante, sino la coronación de la cabeza misma: el cabello. No era negro y crespo como hubiera correspondido a esa frente y esos labios; por el contrario, sorprendía porque era lacio, de tono rubio mate. El peinado era muy sencillo, con raya al medio. La morenita se complacía en decir que su cabello siempre había sido así, que no había cambiado nada en él: su color y características los había heredado de su padre, el ingeniero Martens, de Hamburgo.

Que un hombre con ese apellido y profesión hubiera sido su padre parecía cierto, o al menos nadie lo discutía. Por cierto, Martens había muerto años atrás. Una temporada de trabajo en el interior de África no le había sentado bien. Debilitado por la malaria, con el corazón arruinado por las inyecciones de quinina y el exceso de alcohol, regresó a Hamburgo para morir rápida e inadvertidamente. La negrita que había sido su amante quedó en el Congo, así como la criatura, negra de piel, de la que decía ser el padre. La noticia de la muerte del ingeniero no llegó hasta África. Poco después Juliette perdió también a su madre, y se puso en camino hacia la remota y supuestamente maravillosa Alemania. Esperaba disfrutar allí del amor paterno. Pero ni siquiera pudo localizar la tumba del ingeniero. Los restos mortales de su pobre padre se habían perdido, al igual que su recuerdo.

Fue una suerte para la pobre Juliette saber bailar claqué: lo había aprendido entre los suyos. Así consiguió en Hamburgo un contrato en uno de los mejores locales del licencioso barrio de San Pablo. Probablemente esta enérgica e inteligente mujer se habría mantenido allí, e incluso hubiera hecho una carrera honrosa, de no haber sido por su ardiente temperamento y por su tendencia irresistible a las bebidas fuertes. Le gustaba, y no podía evitarlo, atacar a sus conocidos o colegas con una fusta de montar si no estaban totalmente de acuerdo con ella. Una costumbre que al principio divertía en San Pablo, pero que acabó siendo demasiado original y molesta.

Juliette fue despedida, y conoció con rapidez alucinante lo que generalmente se conoce como “hundirse por etapas”, es decir, tuvo que mostrar sus artes en locales cada vez más pequeños y de dudosa categoría. Sus ingresos disminuyeron tanto que pronto se vio obligada a completarlos con otras ganancias. ¿Y qué otra ocupación podía haber para ella sino la de los vespertinos paseos por la Reeperbahn y calles adyacentes? Su bello y oscuro cuerpo, que ella movía con paso firme, orgulloso, casi altanero, no era de los peores ejemplares en aquella patética venta de cuerpos que allí se ofrecía, noche tras noche, a los marineros como a los pobres y a los honorables ciudadanos de Hamburgo.

El actor Höfgen no había conocido a la Venus Negra en la calle sino en un bar estrecho, lleno del humo y jaleo de marineros borrachos, donde ella, por tres marcos cada noche, exhibía su cuerpo y su artístico cloqué. En el programa del sombrío cabaret la bailarina negra Juliette Martens figuraba como “Princesa Tebab”, nombre que sólo podía utilizar en su vida artística, aunque afirmase tener derecho a él en su vida privada. Si daba uno crédito a sus afirmaciones, su difunta madre, la amante abandonada del ingeniero hamburgués, tenía sangre real: era hija de un rey negro riquísimo, generoso, pero que, desgraciadamente, había sido devorado por sus enemigos a una edad relativamente temprana.

En lo que respecta a Hendrik Höfgen, lo que de ella le impresionó no fue su título, aunque también éste le había gustado, sino sus vivaces y crueles ojos, y sus musculosas piernas de color chocolate. Cuando terminó el número de la Princesa Tebab, Hendrik se acercó a su camerino para hacerle una oferta un tanto sorprendente: deseaba que le diera clases de baile.

—Hoy en día un actor tiene que estar tan entrenado como un acróbata —había añadido Höfgen a modo de aclaración.

Pero la princesa no parecía prestar atención a sus explicaciones. Sin concederse tampoco a sí misma la posibilidad de extrañarse, fijó el precio por hora, y la primera cita.

Éste fue el comienzo de las relaciones entre Hendrik Höfgen y Juliette Martens. La morena era “la maestra”, es decir, el ama, y ante ella estaba el hombre pálido como “alumno”, el que obedece, el que se rebaja, el que recibe con el mismo ánimo el frecuente castigo y la rara, mezquina alabanza.

—Mírame —exigía la princesa Tebab.

Y movía terriblemente los ojos, mientras los de él, solícitos y temerosos, pendían del gesto dominante de ella.

—¡Qué guapa estás hoy! —balbuceó él finalmente.

—¡Déjate de tonterías! No estoy más guapa que otras veces —repuso ella, enfadada, mientras se alisaba los pliegues de la falda, que le llegaba por encima de la rodilla.

De las medias de seda negra no se veía más que una pequeña franja; las botas de caña alta, de suave charol verde, le cubrían las pantorrillas. Además de las bonitas botas y de la corta falda, la princesa llevaba una chaquetilla de cuero gris, con el cuello alzado. En los brazos negros, nervudos, tintineaban anchas pulseras de latón. La pieza más elegante de su atuendo era la fusta de montar, un regalo de Hendrik. Era de piel trenzada y color rojo fuego. Juliette golpeaba con ella las botas de alta caña con un ritmo duro y amenazador.

—Has llegado con un cuarto de hora de retraso —dijo tras una larga pausa—.
¿Cuántas veces he de advertírtelo, querido? —Frunció con enfado la frente estrecha, abombada—. ¡Basta ya! Estoy harta. ¡Dame tus pezuñas!
Hendrik levantó lentamente las manos, girando hacia arriba las palmas. No retiraba sus ojos, abiertos e hipnotizados, de la caricatura gesticulante y espantosa, de la amada.

—Uno, dos, tres… —contó ella con voz chillona, mientras levantaba la fusta.
El trenzado de la fusta cayó cruel, de través, sobre la palma de las manos, en las que aparecieron de inmediato cardenales rojos. El dolor que él sintió fue tan fuerte que se le llenaron los ojos de lágrimas. Torció la boca; al primer golpe había soltado un grito ahogado, pero se dominó y permaneció en pie, pálido y petrificado.
—Para empezar, has tenido bastante.

Juliette esbozó una sonrisa cansada que, desde luego, iba en contra de las reglas del juego: no tenía nada de caricatura cruel, sólo burla y algo de compasión.
—¡Cámbiate de ropa! Vamos a trabajar—dijo.

No había ningún biombo detrás del cual él pudiera mudarse. Con los párpados caídos, mirando con desinterés, Juliette observó sus movimientos. Tenía que quitarse toda la ropa y mostrarle a ella su cuerpo claro, demasiado gordo ya, cubierto de vello rojizo, antes de embutirse en la camisa sin mangas a rayas azules y blancas, y en el pantaloncito de gimnasia negro. Finalmente quedó ante ella con aquel poco digno atuendo al que llamaba “traje de entrenamiento”, y que se componía de zapatos negros, abiertos, blancos calcetines, coquetamente enrollados sobre los tobillos, pantaloncillo de satén negro y brillante —como los de los muchachos en clase de gimnasia— y camisa rayada, que dejaba desnudos brazos y cuello.

Ella lo estudió, crítica y fría:

—Has engordado desde la semana pasada, querido —y golpeó burlona las botas verdes con la fusta.

—Perdona… —suplicó él.

Su pálido rostro, con la línea dura del mentón, las sensibles sienes y los hermosos ojos suplicantes, mantuvo su seriedad, y su cuerpo una casi trágica dignidad, a pesar de la grotesca vestimenta.

La negra se ocupó del gramófono. En medio de la música de jazz, que comenzó a sonar de pronto, ordenó hoscamente:

—Empieza ya.

Hizo rechinar los blancos dientes y movió los ojos furibunda: éste era, exactamente, el juego de gestos que él esperaba y deseaba.

Su rostro estaba ante él como la terrible máscara de un dios extraño que tiene su trono en medio de la selva y que exige con su castañetear de dientes y su movimiento de ojos un sacrificio humano. Se lo ofrecen, a sus pies salpica la sangre, humea con su nariz aplastada el conocido olor dulzón y contonea su cuerpo al ritmo del salvaje tam-tam. Alrededor de él, sus esclavos bailan una vibrante danza orgiástica. Mueven con violencia brazos y piernas, saltan, se mecen, alcanzan el paroxismo; su grito se convierte en un suspiro de placer, el respiro en jadeo, y acaban exhaustos. Se dejan caer ante los pies del dios negro al que aman, al que admiran ciegamente, de la única forma en que los hombres pueden amar y admirar a Aquel al que han ofrecido lo más valioso: sangre.

Hendrik había empezado a bailar con lentitud. Pero… ¿dónde estaba la ligereza triunfal que el público y los colegas admiraban en él? Había desaparecido; sólo con gran sufrimiento parecía conseguir mover los pies, sólo sufrimiento que, naturalmente, también suponía placer: así lo revelaba la ensimismada sonrisa de sus labios apretados y su mirada embriagada.

Juliette, por su parte, no tenía intención de bailar. No hacía más que animarle con palmas, gritos toscos y el balanceo rítmico de su cuerpo.

—¡Más rápido, más rápido! ¿Qué tienes hoy en los huesos? ¿Y tú pretendes ser un hombre? ¿Pretendes ser actor y cobrar dinero por dejarte ver? ¡No eres más que un patético pedazo de miseria!

La fusta restalló sobre las caderas y los brazos. Esta vez los ojos no se le llenaron de lágrimas, sino que permanecieron secos y ardientes. Sólo temblaron sus apretados labios. Y la princesa Tebab le fustigó de nuevo.

Continuó durante media hora, sin interrupción, como si se tratara de un entrenamiento formal y no de una perversa diversión. Finalmente jadeó con violencia. Alcanzó el paroxismo. Su rostro quedó cubierto de sudor. Con dificultad, dijo:

—Estoy mareado. ¿Puedo dejarlo ya?

—Tienes que seguir saltando, por lo menos, un cuarto de hora—ordenó ella, consultando el reloj.

Sonó de nuevo la música. Juliette marcaba frenéticas palmas. Hendrik intentó otra vez el zapateado. Pero sus atormentados pies se rebelaron dentro de los coquetos zapatos y los coquetos calcetinitos. Se movió un poco y luego se quedó inmóvil, quitándose el sudor de la frente con mano temblorosa.

—¿Qué tonterías son ésas? ¿Te detienes sin mi permiso? ¿Cómo te atreves?
Dirigió la roja fusta hacia su cara, y él se retiró justo a tiempo para no recibir el terrible golpe. Hubiera sido demasiado aparecer por la noche en el teatro con un morado desde la frente hasta la barbilla. A pesar del ensimismamiento en que se encontraba, sabía que no podía permitirse una cosa así.

—¡Déjalo! —dijo. Y añadió, mientras se separaba de ella—: Basta por hoy.

Ella comprendió que la sesión había terminado. Guardó silencio. Con un suspiro de alivio, le miró mientras se ponía la bata forrada de seda roja, que por cierto estaba rota en varios sitios. Se echó en la tumbona.

El sofá que utilizaba como cama por la noche estaba cubierto durante el día con paños y cojines de colores. Junto al canapé se encontraba la lámpara sobre la mesita redonda.

—Apaga la luz y ven aquí, Juliette —pidió Hendrik con voz melodiosa y quejumbrosa.

Ella se acercó en medio de la penumbra rosa.

—Muy bien —suspiró cuando ella se detuvo a su lado.

—¿Te ha gustado? —preguntó ella secamente.

Había encendido un cigarrillo, y le daba fuego a él, que fumaba de la larga y ordinaria boquilla regalo de Rahel Mohrenwitz.

—Estoy rendido —admitió él.

Ella esbozó una sonrisa bondadosa y comprensiva.

—Estupendo —dijo, inclinándose hacia él.

Hendrik había puesto su ancha y pálida mano cubierta de vello rojizo sobre la brillante rodilla de seda negra. Dijo, soñador:

—¡Qué desagradables resultan mis manos, tan vulgares, sobre tus maravillosas piernas, cariño!

—¡En ti todo es desagradable, cerdito: cabeza, pies, manos, todo! —le aseguró ella con ternura ronroneante.

Luego se deslizó junto a él. Se había quitado la chaquetita de piel gris; debajo llevaba una blusa camisera de seda brillante, a cuadros rojos y negros.

—Te querré siempre —dijo él, rendido—. Eres fuerte, eres pura —y miró sus pechos, duros y puntiagudos, que resaltaban bajo la ceñida seda.

—No sabes lo que dices —repuso ella, despectiva—. Eso es lo que te imaginas. Algunas personas necesitan imaginar cosas así, para sentirse bien.
Él buscaba con sus dedos las suaves y altas botas.

—Pero yo sé que te querré siempre —replicó él con los ojos cerrados—. Nunca encontraré otra mujer como tu. Tú eres la mujer de mi vida, princesa Tebab.
Ella mecía desconfiada su rostro oscuro, serio, sobre el de él, pálido, cansado.
—Pero aun así no me dejas ir al teatro cuando actúas.

—A pesar de ello, actúo sólo para ti. Sólo para ti, mi Juliette. De ti tomo mi fuerza.
—No admito que me lo prohíbas. Iré al teatro quieras o no. La próxima vez estaré sentada en el patio de butacas, y reiré cuando salgas a escena, tontainas.

—¡Eso ni en broma! —repuso él rápidamente. Asustado, abrió los ojos y se incorporó. La visión de su Venus Negra pareció tranquilizarlo. Sonrió, e incluso empezó a recitar—: Viens-tu du ciel profond ou sors-tu de l’abîme, o Beauté?
—¿Qué tontería es ésa? —inquirió ella, impaciente.

—Es de este maravilloso libro —aclaró él, mostrando una edición francesa, encuadernada en amarillo, de Les fleurs du mal de Baudelaire, que había junto a la lámpara, sobre la mesita.

—No lo entiendo.

Pero él siguió recitando:

—Tu marches sur des morts, Beauté, dont tu te moques. / De tes bijoux l’Horreur n’est pas le moins charmant. / Et Meurtre, parmi tes plus chères breloques, / Sur ton ventre orgueilleux, danse amoureusement…

—¿Cómo puedes mentir tan estúpidamente? —dijo ella, y rozó con sus dedos la boca que hablaba.

Él continuó con tono melancólico:

—Tú no me cuentas cómo has vivido, princesa Tebab. En tu tierra, quiero decir.

—Ya no me acuerdo de nada —replicó ella.

Después lo besó, quizá sólo para evitar que siguiera haciendo preguntas indiscretas y poéticas: su boca, muy abierta, animal, con los labios oscuros y enormes, y la lengua rojo sangre, se acercaba lentamente a la otra boca, ávida, pálida.
Tan pronto como ella separó el rostro, Hendrik prosiguió:

—No sé si me has comprendido cuando dije que actúo sólo por ti y para ti.
Mientras él hablaba blanda, soñadoramente, ella acariciaba con diestros dedos su cabello sedoso, sobre cuya palidez proyectaba la lámpara un tenue brillo dorado.
No es que tratara su cabello de forma cariñosa, sino que parecía estar peinándolo.

—Lo he dicho literalmente —continuó él—. Si a la gente le gusto, si tengo éxito, te lo debo a ti. Verte, tocarte, princesa Tebab: esto es para mí un tratamiento milagroso… algo magnífico, un alivio incomparable…

—¡Ah! Tú no sabes más que parlotear y mentir —replicó ella con aire maternal—. Eres el mierdica más divertido que he conocido en la vida.

Para obligarlo a callar, llevó las manos a su rostro; las anchas pulseras tintineaban junto a la barbilla; las palmas comprimían las mejillas. Por fin él calló. Alojó la cabeza en el cojín como si quisiera dormir. Al mismo tiempo rodeó con sus brazos a la muchacha negra, con el ademán del que busca ayuda. Mientras descansaba en su abrazo, ella dejó las manos sobre el rostro de él, como si quisiera impedirle ver la sonrisa tierna e irónica con que lo miraba.

Traducción de Araceli Castro Martínez.