Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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El Diario como creación
 


“Escribir un diario es establecer un diálogo con uno mismo y un conducto adecuado para eliminar toxinas venenosas”, opina Sergio Pitol. (Foto: César Pisil)

  Escribo un diario. Lo inicié hace treinta y cinco años, en Belgrado. Es mi cantera, mi almacén, mi alcancía. De sus páginas se alimentan vorazmente mis novelas. Desde hace un año lo he desatendido demasiado; las entradas han sido mínimas: unos pocos renglones que señalan el fallecimiento de algún ser querido, desde luego mi hermano, también Sacho, mi perro, y otros amigos más. Escribir un diario es establecer un diálogo con uno mismo y un conducto adecuado para eliminar toxinas venenosas. Quizás el abandono al que aludo se debe a que ese diálogo indispensable se ha trasladado a mis últimos libros, casi todos con un fuerte sedimento autobiográfico; siempre ha estado presente en mis novelas, primero furtiva, luego descaradamente ha llegado a permear hasta mis ensayos literarios. En fin, en cualquier tema sobre el que escribo logro introducir mi presencia, me entrometo en el asunto, relato anécdotas que a veces ni siquiera vienen al caso, transcribo trozos de viejas conversaciones mantenidas no sólo con personajes deslumbrantes, sino también con gente miserable, ésa que pasa las noches en estaciones de ferrocarril para dormitar o conversar hasta la madrugada.

Sospecho que por haberme movido todo el tiempo en un entorno abigarrado –excesivamente gregario, primero en la universidad, luego en las bulliciosas editoriales donde trabajé y aún más tarde en el servicio diplomático, donde la vida social podía ser bastante agobiante–, después, al acogerme a la tranquilidad de Xalapa, mi literatura se fue transformando. Aquel sofisticado pasado me presentaba una múltiple variedad de personajes, gestos y ademanes, usos y costumbres, vestimentas, temas de conversación, a pesar de dar la impresión de todo ser exacto. Pero quien diga que los diplomáticos están cortados con una misma medida, que sólo difieren en el color de la piel y la conformación de los ojos o el uniforme nacional para la celebración de las fiestas patrias, se equivoca. Quien convive largo tiempo con ese cuerpo y escruta con paciencia y malicia a ese interesante círculo llegará a la conclusión de que la uniformidad allí es un dislate o, por lo menos, una exageración. Esas personas que giran durante todo el día de ceremonia en ceremonia, elegantemente vestidas y calzadas, con el mismo rostro inexpresivo, podrían abarcar todas las variaciones que presenta Balzac en su Comedia humana, y aún otras más. En cierto modo ese puñado de damas y caballeros podría ser un congreso de manías, obsesiones, extravagancias y complejos, sometidos, eso sí, a una perfecta educación de hierro. Ser miembro de aquel cuerpo me enriqueció ampliamente: algunos aspectos de mis protagonistas, sobre todo los más excéntricos, los más delirantes, los verdaderos raros, surgieron de esa esfera. Así pues, al abandonar el amplio mundo perdí una fuente de datos inagotable y comencé, en soledad, a hurgar en mis propios sentimientos, a buscar algún sentido a mis actos, a arrepentirme o gozar de mis errores, a establecer la historia de mi trato con el mundo, lo que significa tocar la realidad, o fragmentos de ella, en una especie de semivigilia cercana a la perturbada incoherencia que tienen algunos sueños.

En ese esfuerzo de imponer mi presencia en la escritura me sentía cercano a Witold Gombrowicz, específicamente al del periodo argentino, a sus soberbios diarios y sus últimas novelas, donde él aparecía como un personaje caracterizado de payaso, asido a una inmensa libertad, feliz de parodiar a los demás y también a sí mismo. ¡La libertad absoluta! Nadie sabe exactamente lo que eso es. Yo la concibo como una posibilidad de no adular a los poderosos, ni arrodillarme para lograr premios, homenajes, becas o cualquier otra canonjía.

Alea jacta est: así pasan las cosas. Uno no advierte el proceso que lo conduce a la vejez. Y un día, de repente, descubre con estupor que el salto ya está dado. Mido el futuro por décadas y el resultado es escalofriante: si bien me va, me quedan aún dos.

Vuelvo la mirada hacia atrás y percibo el cuerpo de mi obra. Para bien o para mal, está integrada. Reconozco su unidad y sus transformaciones. Me desasosiega saber que no ha llegado al final. Temo que en el futuro pueda, sin darme cuenta, volverme complaciente con ella, cegarme al grado de disimular con “efectos” sus blanduras, sus torpezas, del mismo modo que lo hago ante el espejo del baño cuando trato de disimular con mis muecas las arrugas.


Estudio de Pitol en Xalapa,
ciudad donde, según él, su literatura se fue transformando.
(Foto: Mauricio Chalons)