Abril-Junio 2006, Nueva época Núm.98
Xalapa • Veracruz • México
Publicación Trimestral


 

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Juventud y primeros relatos
 

Los primeros relatos del autor de
El viaje “eran historias enclavadas
en un Edén eternamente añorado:
el mundo que la Revolución había
convertido en cenizas”.
(Foto: Archivo Sergio Pitol)


  Mis primeros relatos concluían irremisiblemente en una agonía que conducía a la muerte del protagonista o, en el más benigno de los casos, a la locura. Acceder a la demencia, ampararse en ella, significaba vislumbrar una última Thule, el cielo prometido, la isla de Utopía, donde todas las tribulaciones, angustias y terrores quedaban para siempre abolidos.

Estábamos en 1957 y yo tenía veinticuatro años. Me movía con regocijo en un medio de intensa excentricidad donde amigos de distintas edades, nacionalidades y profesiones convivíamos con absoluta naturalidad, aunque, como era de esperarse, prevalecíamos los jóvenes. Fuera del sector ortodoxamente excéntrico, el cual tenía ya un pie hundido en las manías y las obsesiones, a los demás nos caracterizaba el fervor por el diálogo, siempre y cuando fuera divertido e inteligente, la capacidad para la parodia, la falta de respeto a los valores prefabricados, a las glorias postizas, a la petulancia y, sobre todo, a la autocomplacencia. Al mismo tiempo, era obligatorio el acatamiento a un tácito pero rígido sistema de conducta, de modo que aunque nos introdujéramos en el corazón del esperpento no pudiésemos olvidar los buenos modales. En el fondo, y también en la forma, nuestra mejor defensa estribaba en cierto esnobismo del que no podría hoy asegurar si éramos o no conscientes.

Un buen día advertí que mi tiempo y mi espacio se habían saturado y contaminado por el mundo exterior y que el estrépito reducía de modo lamentable dos de mis placeres mayores: la lectura y el sueño. Era, me parece, el primer anuncio de un disgusto radical, de una angustia difusa; en realidad, de un auténtico miedo. Porque había empezado a advertir que esa absorbente mundanalidad, en la que mis amigos y yo aspirábamos a comportarnos como los protagonistas jóvenes del primer Evelyn Waugh, donde cualquier situación podía desorbitarse y convertirse en un inmenso disparate y la risa constituía el más eficaz cauterio para sanear los pozos de engreimiento y solemnidad que uno pudiera almacenar inadvertidamente, comenzaba a convertirse en algo muy distinto al modelo que proponíamos.

Entre los participantes de ese regocijante modo de vida comenzaron a presentarse actitudes que poco antes nos hubieran resultado inimaginables. A veces, al practicar el socorrido juego de la verdad, ése donde en el centro de un círculo de amigos sentados en el suelo se hace girar una botella para que alguien pudiese preguntar a la persona apuntada cualquier intimidad, secreta proclividad de que se había hecho sospechosa, en lugar de resultar una experiencia divertida, se volvía repugnantemente sórdida. En vez de frases ingeniosas comenzaron a producirse imprecaciones, reclamos, llantos, obscenidades. Una carga intolerable se nos había impuesto: pasábamos del juego a la masacre, del carnaval al aullido. Un muchacho recién casado abofeteaba de repente a su mujer, una hermana insultaba soezmente a su hermano y a la novia de éste, un par de amigos íntimos rompían con escandalosa truculencia una intimidad de muchos años.

De día en día crecían las histerias, las suspicacias, los rencores. Todo el mundo parecía haberse enamorado de todo el mundo y los celos se volvían una pasión colectiva. Nuestra compañía parecía alimentarse sólo de toxinas repelentes. Comenzábamos a perder el estilo.

Era necesario huir, cambiar de marco, salir del magma. Alquilé una casa en Tepoztlán y la acondicioné para poder pasar temporadas en ella. Tepoztlán era entonces un pueblo pequeñísimo, aislado del mundo, carente hasta de luz eléctrica. El retiro ideal. Pasé allí días espléndidos; hacía largas caminatas por el campo y, sobre todo, leía. Recuerdo que en mi primera estancia me hundí con fervor en la prosa de Quevedo y en las novelas de Henry James. Por momentos parecía que la salud espiritual se aproximaba.

Era como vivir en el Tíbet sin necesidad de sujetarse a disciplinas místicas. No debe de haber sido tan sencillo el proceso, pero algo ocurrió que a partir de entonces me aproximó al añorado equilibrio. En una ocasión me retiré allí para hacer una traducción que me habían encomendado con prisa. El primer día, en la tarde, me senté a hacer esa tarea, pero en vez de eso comencé a escribir y no pude detenerme sino hasta el amanecer. En unas cuantas semanas escribí mis tres primeros cuentos: “Victorio Ferri cuenta un cuento”, “Amelia Otero” y “Los Ferri”. Cada línea atenuaba las ansiedades del pasado inmediato (el casi todavía presente) y me producía un estupor diferente a cualquier otro conocido hasta entonces. Escribía, como suele decirse, en una especie de fiebre, en un trance mediúmnico, pero con la diferencia abismal de que en ese ejercicio la voluntad ordenaba conscientemente el flujo del lenguaje. Asistía, pues, a la aparición de una forma, a la aplicación de una matemática del caos. Nada tenía que ver esa experiencia fabulosa con la sosa redacción de unos cuantos artículos míos publicados tres o cuatro años antes. Fue aquélla mi primera incursión activa en la literatura, mi salto a la escritura.

No dejaba de sorprenderme que los textos resultantes no tuvieran conexión, al menos en apariencia, con las circunstancias históricas del momento. Al contrario, me remontaba épocas anteriores a mi propia existencia. No escribía sobre la capital, donde yo vivía, sino sobre la pequeña ciudad donde vivió muchos años mi abuela, donde nacieron, fueron jóvenes y se casaron mis padres, donde nació también mi hermano.

Las tramas, los personajes y aun la lluvia de detalles con que intentaba crear la atmósfera adecuada provenían de historias que durante la infancia y la adolescencia le oí relatar repetidamente a mi abuela. Eran historias enclavadas en un Edén eternamente añorado: el mundo que la Revolución había convertido en cenizas. No deja de serme extraño que de todas las reminiscencias hechas por mi abuela y sus amigas contemporáneas de aquel proclamado paraíso, lo único que yo retenía era una interminable cadena de desastres, maldades y venganzas que me llevó a sospechar que en mi mítico San Rafael (nombre que encubría la ciudad de Huatusco) la presencia del demonio superaba con mucho a la de los ángeles. Tal vez a eso se deba la demasiado frecuente mención del demonio en aquellos relatos iniciales, lo que congela el desarrollo de la trama, paraliza a los personajes y crea un innecesario y estorboso clima de perversidad.

Había logrado a través de esos cuentos desprenderme de algunos incómodos espectros. Podrían no ser los del presente, pero sí aquellos con los que conviví en la infancia. Observado desde hoy, el tiempo transcurrido desde el momento en que con mano de sonámbulo tracé en Tepoztlán la historia de un malentendido trágico: el relato de la obediencia inútil de Victorio Ferri, un niño devorado por la demencia, quien, convencido de que su padre es el demonio, comete, para serle grato, todas las vilezas que pudieran parecer el atributo adecuado al hijo y heredero del maligno, para en la agonía final descubrir que nada había valido la pena, que la felicidad que detecta en el rostro de su progenitor se debe a la certeza de que está a un paso de librarse de él, de saberlo a las puertas de la muerte, hasta el día de hoy, cuarenta años más tarde, en que escribo estas páginas, me impulsa a repetir lo que he dicho en otras ocasiones: aquello que da unidad a mi existencia es la literatura; todo lo vivido, pensado, añorado, imaginado está contenido en ella. Más que un espejo es una radiografía: es el sueño de lo real.

Debo a Infierno de todos el poder desasirme de un mundo caducado que no me era propio, relacionado conmigo sólo de modo tangencial, lo que me permitió abordar la literatura con mayor lealtad hacia lo real. Advertí esto con mayor claridad durante un periodo de tenaz lectura de Witold Gombrowicz. Para él la literatura y la filosofía debían emanar de la realidad, pues sólo así tendrían, a su vez, la posibilidad de inferir en ella. Lo demás, insistía el escritor polaco, equivalía a un acto de onanismo, a la sustitución del lenguaje del culto inane de la escritura por la escritura y la palabra por la palabra.

Al hablar de lo real y la realidad me refiero a un espacio amplísimo, diferente a lo que otros entienden por esos términos y confunden la realidad con un aspecto deficiente y parasitario de la existencia, alimentado por el conformismo, la mala prensa, los discursos políticos, los intereses creados, las telenovelas, la literatura light, la del corazón y la de superación personal.

Cuando Infierno de todos se publicó yo residía en Varsovia. Había emprendido tres años antes un viaje por Europa que al inicio imaginaba como muy breve. Viajé por los lugares imprescindibles para luego encalar en Roma durante una temporada. A partir de entonces, por razones y motivaciones varias, me quedé fuera de México, cambiando con frecuencia de destino, casi siempre por intervenciones del azar, hasta finales de 1988, en que regresé al país. Durante esos veintiocho años europeos mis relatos registraron un vaivén incesante. Son, de alguna manera, los cuadernos de bitácora de mis mudanzas terrenales, mis mutaciones y asentamientos interiores.

Soltar amarras, enfrentarme sin temor al amplio mundo y quemar mis naves fueron operaciones que en sucesivas ocasiones modificaron mi vida y, por ende, mi labor literaria. En esos años de errancia se conformó el cuerpo de mi obra. Si obtuve beneficios, uno de ellos fue la posibilidad de contemplar mi país desde la distancia, y, por lo mismo, paradójicamente, sentirlo más próximo. Un sentimiento encontrado de aproximación y fuga me permitió disfrutar de una envidiable libertad, que de seguro no hubiera conocido de haber permanecido en casa. Mi obra habría sido otra. El viaje como actividad continua, las frecuentes sorpresas, la coexistencia con lenguas, costumbres, imaginarios y mitologías diferentes, las diversas opciones de lectura, la ignorancia de las modas, la indiferencia ante las metrópolis, sus reclamos y presiones, los buenos y malos encuentros; todo eso afirmó mi visión.

El cuento que aparece al final de Infierno de todos, “Cuerpo presente”, fechado en Roma en 1961, significa la clausura y despedida de ese mundo vicario sobre el que hasta entonces había escrito. A partir de él surge un nuevo periodo narrativo que aprovecha los escenarios recorridos a modo de telones de fondo para los dramas vividos por algunos personajes, mexicanos en la mayoría, quienes sorpresivamente se enfrentaban a los distintos seres que habitan en su interior, cuya existencia ni siquiera sospechan. Se trata de itinerarios interiores cuyas escalas incluyen la Ciudad de México, algunas poblaciones veracruzanas, Cuernavaca y Tepoztlán, pero también Roma, Venecia, Berlín, Samarcanda, Varsovia, Belgrado, Pekín y Barcelona. Mis personajes suelen ser estudiantes, hombres de negocios, cineastas, escritores, que repentina, sorpresivamente sufren una crisis existencial que los lleva a poner en duda por unos momentos los valores que los han sostenido por medio de un cordón umbilical de extraordinaria resistencia. Romper ese vínculo o continuar atado a él se convierte en el dilema esencial.

Si es cierto que las pulsiones de la niñez nos acompañarán hasta el momento de morir, también lo es que el escritor deberá mantenerlas a raya, evitar que se conviertan en un candado para que la escritura no se transforme en cárcel, sino en reserva de libertades. La experiencia romana me introdujo a nuevos ámbitos, a otros retos y a infinitos titubeos. Me permitió dar por cerrada una etapa e intuir otras posibilidades.


Infierno de todos fue el vehículo que le permitió
a su autor separarse de un mundo caducado que le era ajeno.