Enero-Marzo 2006, Nueva época No. 97 Xalapa • Veracruz • México
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La muerte ejemplar de Oscar Wilde

José de la Colina

 
Gentlemen, mes amis, me disculpo: estoy ocupado en agonizar… ¿A qué vienen ustedes? ¿A pedirme anécdotas, frases imperecederas, golpes de ingenio, ocurrencias divulgables y un poco de poesía, y a verme agonizar brillantemente, en “estilo wildiano”?… Dicen que yo me jactaba de haber puesto el genio en mi conversación y sólo el talento en mis obras, pero ¿quién lo dijo?… ¿Acaso fue ese tal Oscar Wilde, la irlandesa vergüenza de Inglaterra, de nombre impronunciable en las cenas de la alta sociedad?… Yo no sé quién es ese Oscar, ese Wilde… Sólo sé que soy el oscuro Sebastian Melmoth, según estoy inscrito en el libro del registro del hotel, llevado con tan buena letra por el amable monsieur Dupoirier, al que Wilde debe no sé qué inmensa cantidad de francos, pues vivió siempre por encima de sus posibilidades… Les juro: no soy el que piensan ustedes, no soy ese lamentable desterrado de su gloria y de su City… Yo todo lo que puedo hacer, ay, si este jadeo, si estos vómitos, si estos dolores y estos borborigmos y estos rechinidos del esqueleto me dejan, es decirles que Oscar Wilde ya murió… O tal vez está ahora caminando por los bulevares con su última figura de gran figurón destartalado, despeluchado e incómodo, con su ridículo abrigo desbordado y de botones a punto de saltar por la traidora barriga, e irá buscando la fuente del verde y alucinatorio ajenjo… Acaso diga que un día volverá a escribir, y nadie se lo cree… Pero, en fin, si ustedes insisten, es verdad: estuvo aquí conversando conmigo hace unos momentos, locuaz y chispeante, y me pidió una copa de ajenjo… Es que parece que el ajenjo es su obsesión, como la de ese otro ser también literato y sumamente inmoral, amante de los muchachitos, o muchachotes: el tal Verlaine… El Wilde de esta tarde no era yo, sino el fantasma de Oscar y mi propia alucinación… Ya ustedes saben: él aun en la época en que rebosaba de vida, tenía algo de fantasma. Ahora yo, su alter ego, he enflaquecido y estoy de color precadáver, pero él era un gigante y un atleta un tanto gordo pero horriblemente blanco y, ¿saben?, una lady que lo sospechaba ya vicioso, y que sin embargo no dejaba de invitarlo asiduamente a tomar el five o’clock tea para oír sus chistes y luego distribuirlos como propios, lo apodaba “la gorda oruga blanca”, qué horror… Y ese Wilde que ustedes dicen que soy yo, estuvo aquí, al borde mi cama y de mi agonía, derramando ingenio, y se reía él mismo de lo que decía, y luego estallaba en sollozos, y poniéndose repentinamente serio me contó su vida, arguyendo que era la mía… ¡Por Dios!, ¿he sido alguna vez Oscar Wilde?… Tal vez… Ya no lo sé… En fin, confieso que he soñado a veces que era un artista delicado, un autor de poesía bella aunque un tanto faisandée, el irlandés que dominó la sociedad inglesa con sus juegos de palabras, con su cultura oxfordiana, sus ropas exquisitamente extravagantes, su melena de dos crenchas como de virgen prerrafaelita, sus manos grandes y blancas y sus paradojas y su diabólico o angélico sense of humour: el Petronio londinense, el dictador de la moda y del buen gusto, el gurú esteta de cuyos dictum y gestos estaban pendientes los snobs, y el dramaturgo que escribía un teatro en el que la lengua de Shakespeare, de Ruskin, de Walter Pater, se traducía en una fiesta de equívocos, de absurdo, de inteligentes tonterías y chisporroteantes chifladuras, en deslumbrantes tragedias, vistas por el reverso cómico y frívolo, para hacer desternillarse de risa y aplaudir locamente a los ingleses y ponerme, perdón, poner a Oscar Wilde en lo más alto de la fama… ¿Han visto esa Importancia de llamarse Ernesto que es el juego desesperado e irónico de las palabras con las que nos escondemos y nos atacamos y deshacemos todos, un manifiesto contra la engañosa “verdad de la vida”? Y Oscar Wilde fue casado y tuvo hijos y un respetable home sweet home, me dicen, y la society lo aplaudía… Sí, fui por años un ciudadano de corbatas espectaculares, clavel verde en el ojal y conducta socialmente correcta, pero, ay, la bestia voluptuosa ronroneaba en mí, ¿o en Oscar?… Y aclaremos: eso de la bestia no lo digo, uf, despectivamente… No he deplorado un solo instante de los que dediqué al placer; eché la perla de mi alma en la copa de vino; descendí por el sendero de las margaritas al son de las flautas y viví libando y haciendo miel; pero a final de cuentas eso resultaba empalagoso, idiota… Continuar la misma vida hubiera sido un error, una limitación, y Oscar debía ir adelante, tomar el sendero hacia la mitad oscura del jardín, que también tenía sus encantos… Decidí que ahora mi nuevo e inexplorado terreno debía ser el de la tragedia, porque ésa sería la perla de mi corona, el capítulo final, bien acabado, de mi leyenda y mi gloria (perdón: la de Oscar)… Sería mi mejor drama, no puesto en escena, sino en la vida o en el otro tablado acaso más convincente, más cabal en su ilusión de realidad: el de las cartas de la Justicia… Era una trampa y yo deseaba loca, secretamente, inconscientemente quizá, caer en la trampa… Es más: yo me armé la trampa… Me ayudaron otros, ¡ese Bossie Douglas, mi amado viejo boy!, que me usó como un puñal o como un veneno contra mi perseguidor, su odiado padre, el Marqués de Queensberry, el inventor de las reglas del boxeo, ¿lo sabían ustedes?, y un energúmeno en su honorabilidad ridícula… Pero el que más me empujó a la tragedia fue sobre todo un enemigo mío y mi mayor amante: Oscar Wilde… La primera parte del drama sin ficción fue mi apogeo: resplandecían mi arrogancia, mi genio, mis jeux d’esprit, mi malabarismo verbal… Yo llevaba la mise en scéne, y el actor que siempre había alentado en mí, es decir en Oscar, representó la mejor de sus obras… Pero, hélas, vino el segundo acto y fui vencido… Venció Queensberry y vencieron los acusadores y los mercenarios testigos y, en fin, una Inglaterra virtuoso, de sanas costumbres y maneras, fortaleza de la moral y del indigesto plumb cake, y entonces me coronaron de espinas y sombras, me engrandecieron como el príncipe del mal y del vicio, como antes lo fui del ingenio y la belleza: el verbócrata supremo… No sabían, acaso no lo sabía yo, que Oscar Wilde mismo era el que iba tejiendo los hilos en el revés de la trama… En esas ráfagas de sueño que aún me asaltan, me veo condenado, encarcelado, desangrándome los dedos en la fabricación de cestos, paladeando mi desgracia como el más fino licor, escribiendo mi mejor poema, La balada de la Cárcel de Reading, porque las canciones más bellas son las más desesperadas… ¿Un poema algo melodramático? Así es, si queréis… Fui el desdichado, el despojado, el viudo, el tenebroso, el voluntariamente ciego Príncipe Feliz de mi hermoso cuento tristísimo… Y luego hice la mejor confesión, tan hipócrita, tan secretamente sincera: la Epistola in carcere et vinculis, apodada De profundis (mal título, pues lo único grande está en la superficie), en la que yo mismo, con mi mejor prosa, gesticulo en el tribunal (¿el teatro?) de mi ego…

Y bueno, Oscar el proscrito, el desterrado, ya no escribirá, pues el oscuro Sebastian Melmoth se lo ha prohibido… La tragedia de mi vida ya está bien así; lávenla, péinenla con raya en medio y hermosas crenchas a los lados, y únanla a mis Obras Completas, que deberán imprimirse en papel Biblia… Y ahora, con su amable permiso, voy a morir como corresponde… Este chirriar de huesos, estos vómitos, gases y estertores, esta agonía, esta viva putrefacción visceral, esta farsa espantosa y vulgar de morirse, como si hubiesen triunfado las buenas almas, los decentes ciudadanos acusadores, los justos jueces, la sociedad correcta que ayer me aplaudió y hoy me escupe, es en verdad mi hora de triunfo… Yo, Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde, autor de cuentos inmortales, de apólogos morales e inmorales, y de las más trágicas comedias de risa, y de una fastuosa literatura hablada, yo, en las últimas palpitaciones del fin de siècle, vivo mi muerte y gozo mi victoria definitiva… Y sólo pido que se me juzgue ahora en esa foto de otros tiempos míos, los de mi esplendor. Aparte lo demodé del atuendo y la pose y de cierta flotante cursilería, ¿verdad que estoy allí muy vivo, y que era yo una obra de arte, a mi manera? ¿Y verdad que he triunfado?.