Enero-Marzo 2006, Nueva época No. 97 Xalapa • Veracruz • México
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Juan Rulfo, fantasma de sí mismo

José de la Colina

 

Yo lo encontraba al azar en ciertas librerías, paseando entre arquitecturas de papel y letras con un paso tranquilo, disfrazándose gustosamente de anonimato, procurando despojarse de su carga de fama y de prestigios, como si se hubiera retirado a una laica vida monástica, como si quisiera despegarse de sus propios libros, ir sembrando secretamente por el mundo el olvido de Juan Rulfo. Cada vez más de apretadas cenizas, de raíces secas, cada vez más su cuerpo resumido en lo esencial, más ceñida la carne al hueso, más afantasmado como personaje de sí mismo, Rulfo paseaba la mirada por los libros y los libros, por el infinito de los libros amén, y no debía tener, pero me temo que lo tenía, remordimiento de haber escrito sólo dos, pero dos que valen por docenas, que son frutos sin perdición, con fuerte concentración de jugos de la tierra, de relámpagos y oscuridades y susurros y miradas como disparos o súbitas apariciones de cuchillos. Su tensa y amarga voz de hombre apartado, reiteradamente orillado hasta de cualquier orilla, su voz como mascullada, nunca se alzaba demasiado e iba recortando sus relatos orales con un filo entre estoico y airado, desgranando las palabras desde una trinchera de penumbra.

¿Rulfo, dice usted? No sé qué dirán otros, pero yo sé que iba perfilando minuciosamente la forma de su ausencia, día con día borrando un poco su figura y su nombre de la realidad común, la de todos, y desdoblándose noche con noche en ese alguien que no vemos, ese alguien que está allá, en ese piso de arriba, detrás de esa ventana encendida entre las mil y mil ventanas encendidas de la ciudad, ese alguien que podemos ver con los ojos de la suposición tal como debe estar sentado solo en un cuarto oyendo desde la alta noche hasta las cercanías del alba discos y más discos de música culta, en la cual se le va, como sabemos por su hijo Juan Pablo, no poca parte de su hacienda, y desde luego la gran inmensidad de sus desvelos: música medieval, cantos gregorianos, los barrocos, Bach, seguramente océanos de Bach. Y de no estar Juan allá en el cuarto encendido oyendo música, imaginamos que estará leyendo no sé qué suerte de viejos cronicones coloniales, actas de registro del nacer y del morir en pueblos detrás de incontables llanos y lomas y montañas, los pueblos hundidos en esa mina sin fondo de la que extraña sus personajes, los pueblos en los que el tiempo está empozado en cada agujero de topo en la tierra, la tierra que es piedra, desollada piedra, por más que lo pétreo se halle en vertiginoso proceso de calcinación, de giratoria y veloz dispersión en polvo terminal y nuevamente inicial y otra vez terminal. Con ese modo tan lento pero seguro que tiene el tiempo para ir confabulando tramas, Rulfo lograba una manera rapidísima de narrar, casi esencialmente hecha de vacíos, de espacios en blanco, de muy expresivas cosas no dichas, apenas aludidas, y no sólo sobre el papel, donde al fin y al cabo se puede borrar y tachar y suprimir frases y hasta páginas enteras, sino también en ese otro espacio de creación, en el hablar detrás de la columnilla de apenas humo surgiendo de la taza de café, humo en volutas que quieren hacerse signos de interrogación, como oídos inmateriales, y se escuchaba a Rulfo hablar como en sus páginas hablan sus alteregos:

—Andaba yo en aquellos años por entre puros pueblos perdidos detrás de unos montes pelones…

Porque esto es lo que reconocíamos en él, en su cabello que ya griseaba, en su rostro concentrado que una antigua y persistente preocupación parecía empequeñecer, en sus manos flacas y finas que con tanta delicadeza mantenían suspensa en el cigarrillo la columna de ceniza cada vez más larga. Limpio y sobriamente bien vestido, de camisas impecables, de corbatas discretas, sin embargo se le veía a Rulfo como rebozado en polvo del camino y de los montes pelones, un Juan sin tierra buscando el terrón de tepetate erosionado por los implacables soles cenitales, los mediodías solitarios y arduos, un Juan de la tierra apedreado por las duras estrellas cuya relojería palpitante y fría pende sobre los pueblos perdidos, los pueblos muertos, los pueblos olvidados de la voluntad del municipio, silenciados en las escrituras de la historia, los pueblos muertos, fantasmas, a los que nunca acabamos de llegar, de los que nunca acabamos de salir, porque pesa la palabra del cacique cruzado de brazos y sombrío y hay un lejano irreal galope rondando furiosamente el lugar todas las noches; pueblos que son un solo repetido pueblo en diálogo de silencios consigo mismo, y hay un perro flaco recorriendo callejones de ecos empozados y diálogos de ecos que persisten aun después de que murió la voz que los produjo, mientras persiste el silencio como un zumbido de la nada, pueblos donde la noche es más fuerte, con entrevisiones del derrumbadero humano.

Prefería Rulfo vestir con predominio de gris. Prefería andar de gris en cuerpo y alma, invisibilizándose por efecto de camuflaje dentro del gris del aire, de las paredes, del cemento. Gris que te busco gris. Los inspectores de famas lo buscaban para preguntarle por qué sólo dos libros y cuándo daría otro libro, y él intentaba hacerse a un lado, hablar de otra cosa, porque sin duda pesaban y ardían mucho los libros que de él se exigían, y cómo explicar que basta con haber escrito lo esencial, dos obras únicas, irrepetibles, insustituibles, según el consejo del poeta: “Di tu palabra y rómpete.” Es cosa de intensidad: las casi ni trescientas páginas de El llano en llamas y Pedro Páramo juntos (qué resumen de Rulfo: páramo y llamas) siguen ahondando en la región futura y sin tiempo de las letras mexicanas. Di tu palabra y bórrate, quizá pensaba Juan Rulfo. Vivía porque no se sobrevivía. Su obra y él respiraban apartados, cada uno por su lado.

Arturo Souto Alabarce te preguntó un día, en el Kiko’s de frente al Caballito: “¿Ya has leído El llano en llamas?” Otaola te dijo: “¿Quieres saber lo que es un libro alucinante?, mira, lee éste”, y te prestó El llano en llamas. Lo leíste en una noche, lo releíste a la noche siguiente, lo devolviste a Otaola y lo compraste para volver a leerlo. Luego compraste, leíste Pedro Páramo, estuviste preso unas infinitas horas en el pueblo del libro, en el pueblo soleado o alunado, moribundo o ya fantasma de una canija vez, estuviste en Comala alzada y derrumbada “como un montón de piedras” en torno a la inasible figura protagónica inscrita en hueco en el tejido, la figura de ese cacique totalitario, de alma sin humedad, que salvo en unas páginas aquí y allá apenas está por sí mismo en el relato general, porque el libro escucha el telefoneo susurrado de los fantasmas, de los muertos que él mató de una manera y otra y que reviven pero sin buena salud, voces que lo evocan o invocan, que tratan de ponerlo en pie, resucitarlo para juzgarlo, condenarlo, vituperarlo, en algún sentido adorarlo, en la gran noche de relámpagos que quieren ser latidos, que quieren imitar la vida. ¿Cómo sería, te preguntaste, el autor de esas narraciones crispadas, obsesivas, que ocurrían en jaliscienses paisajes despellejados, con olor a tierra enjuta, en pueblos donde la noche y la soledad son más fuertes, entre hombres y mujeres como hechos de apretado humo, de alcoholes oscuros y crueles y tiernos y amorosos y rencorosos? Pedro Páramo lo leíste en la noche, de un tirón, alucinado con sus voces espectrales, sus personajes de humo, sus pasiones carbonizadas y en rescoldo, y te preguntabas quién había escrito esas páginas que eran a la vez narración y poesía en prosa, y vivo teatro sin cuerpos, cajón de espantos.

A Rulfo lo encontraste una tarde, solo, tomando una cocacola, en uno de los separos o “caballerizas” del café Chufas de López (penumbra, mesas de hierro y marmolina y asientos de madera; oscura y lustrosa dentro de separos de madera rematados por escuálidas y repetidas figurillas del Quijote, y meseros ceremoniosos de pantalón negro lustroso, de chaquetilla blanca y raída (meseros mexicanos, españolizados algunos por el contacto con una clientela en mayor parte española y refugiada). Y Rulfo no era como lo habías imaginado, no era moreno y alto y fuerte, de rasgos mestizos, sino más bien un hombre menudo, de tipo europeo, blanco y hasta con algún tono rosa en las mejillas, y encogido de hombros, con un aire tímido, con un fino rostro como achicado por una honda y calcinante preocupación, y con una elegancia vestimentaria modesta y seca. Te le presentaste con algún miedo de estar interrumpiéndole un silencio ascético. Estaba cuidadosamente dejando formarse un suplementario, frágil cilindro de ceniza en el extremo del cigarrillo que sostenía delicada, aristocráticamente, con cuidadosos dedos. Y temiste que con sólo tu voz pudieras destruirle el cilindro de ceniza pacientemente mantenido en el cigarrillo como si el tabaco y el tiempo debiesen ser o fuesen infinitos.

—¿Usted escribe?, preguntó.
—Estoy tratando, dijiste.
—¿Y qué escribe?
—Cuentos, y también he empezado una novela.
—Qué bueno, pero le voy a dar un consejo: si de veras quiere ser escritor mejor no se junte con escritores. Eso es lo peor si quiere escribir de veras. No ande en las capillitas de los intelectuales, los intelectuales de orita son jotos, y cuando no son jotos son pendejos, o cabrones, o lo más seguro es que sean las tres cosas. No lea a los de aquí, lea a Faulkner, lea a Ramuz, lea a Cipriano Campos Alatorre, ésos sí le van a servir.
—Yo he leído una cosa de Ramuz, dijiste.
—Qué cosa.
—El gran espanto en la montaña.
—Ésa es muy buena, pero lea también Derboranza, ésa es mejor, ¿y a qué horas escribe usted?
—A cualquier hora.
—No haga eso. Hay que disciplinarse. La mejor hora para escribir es temprano en la mañana, cuando están sosegados el cuerpo y el cerebro y cuando está usted solo, solos usted y su alma, porque después anda usted enredado en sus trabajos y con las gentes, y ya usted no es usted, se agorsoma uno. Y peor si va con los otros escritores y con los intelectuales, entonces ya no tiene uno remedio, se puede hasta volver joto. Pero siéntese, tómese una coca.
—Gracias, tomaré una horchata.
—Mejor. Yo tengo el pinche vicio éste de la Cocacola. Pero es buena la Cocacola. Esto y Faulkner es lo mejor que hacen los gringos… ¿Usted cómo me dijo que se llama?
—José de la Colina.
—Ah, hijo del diplomático.
—No…
—Del empresario éste de la lucha libre.
—No, soy español de nacimiento, vine a México después de la guerra civil española.
—Con razón se le ve tan blanquito, como que no le da mucho el sol, ¿no?
Pensaste que tampoco a Rulfo parecía darle mucho el sol, que era como un hombre-topo que hubiera salido un momento de su madriguera.
—¿Y le sale esto de escribir?, preguntó.
—A veces estoy en racha y escribo muchas páginas de seguida, pero otras me atranco.
—Le voy a dar otro consejo: cuando se sienta enrachado, párele ahí, las rachas son muy engañosas, se siente uno genio y empieza a escribir puras babosadas. Cuando se le figure que está haciendo la novela más grande de todos los siglos, ahí nomás párele usted, porque está usted en un puro espejismo. Mejor déjelo por ese día, y váyase a dormir. Al otro día no se ponga luego-luego a escribir, mejor haga ejercicio, salga a caminar, camine mucho, hasta que se canse y le dé hambre, y luego cómase un buen bisteck, y vuelva a caminar o tome una siesta, y sólo entonces, y si tiene ganas de escribir, pero sólo si de veras tiene ganas, ahora sí póngase a escribir.

Estabas ya muy extrañado, te lo habían descrito hombre de muy pocas palabras pero ahí estaba hablando largo y tendido, y no sabías qué decirle, te parecían muy extrañas todas esas cosas: bistecks, caminatas, siestas, que a tu juicio muy poco tenían que ver con la inspiración, con el estilo, con el soplo sublime de la literatura.

—¿Y qué hace uno cuando se atranca?, preguntaste.
—Cuando uno se atranca es porque ya le tocaba atrancarse, así que mejor no insista, en serio, váyase a dormir o a pasear, y coma bien, no lea, no se le ocurra andar con escritores e intelectuales, espérese a volver a sentir las ganas de escribir, no se fuerce, sobre todo no se fuerce. ¿En qué trabaja usted?
—Hago programas de radio.
—No me diga que es usted locutor.
—No, los programas los escribo.
—No se lo aconsejo, lo mejor es tener un trabajo que no se relacione con escribir: lo que sea, carpintero o chofer de camión, o padrote, o caco, lo que sea, no importa cuánto tiempo trabaje usted en esas cosas. Si de veras va a ser usted escritor, siempre se guardará un tiempecito para escribir. Hasta siendo ratero y estando en la cárcel se puede escribir, como dicen que hizo Cervantes, y claro que no le aconsejo que sea usted ratero, es un decir. O mejor métase de coime a un burdel, lo aconseja Faulkner. Puede que sea lo mejor: se escriben cosas de hombre, no de jotos. ¿Ha leído a Faulkner? Faulkner, no haga caso de que sea gringo: es el más grande, y no es joto, Faulkner dice que el mejor trabajo para un escritor es de coime en un burdel, porque en las mañanas, cuando las pirujas están dormidas, tiene usted tiempo para escribir, y en las noches conoce usted a la gente más interesante de la ciudad. ¿Ha leído a Faulkner?
—Algo. Santuario… El sonido y la furia…
—Léalo todo, pero en buenas traducciones. Pero que no vayan a ser argentinas, esos ches cuando no son jotos son unos cursis y unos pedantes, dicen “garantido” y “pollera” y siempre están llorando tangos. Y, otra cosa: no lea a Borges. Ora en México todos están leyendo a Borges, ése es demasiado argentino, ahorita es la peor plaga de la literatura en español. Y tampoco lea Sur, es una revista de pedantes y jotos exquisitos. ¿A usted qué escritores le gustan?
—Me gusta Valle Inclán.
—Muy bueno, sólo que no lea Tirano Banderas, es un puro relajo, parece que lo hubiera escrito para el cine gringo: no se sabe si los personajes son mexicanos o peruanos o de la Patagonia, mejor lea las Sonatas, ésas son buenas, aunque un poquito floreadas.
—He leído el Tirano y las Sonatas…
—¿Y a quién más lee?
—A Ramón.
—A cuál Ramón. ¿López Velarde?
—Ramón Gómez de la Serna.
—No lo lea, ése escribe que’squ’el jabón es el pez más dificil de pescar en el baño y babosadas de ésas. ¿Y qué más lee?
—Ahora estoy leyendo a Saroyan.
—Ése es muy blando, muy empalagoso, a cada rato sus personajes están llorando o diciendo que aman a toda la humanidad. Mejor lea a Erskine Caldwell, pero nomás no se empache de lecturas, el empacho de lectura apendeja más que el empacho de comida, y haga ejercicio, el alpinismo es muy bueno, y salga lo más que pueda de la ciudad, las ciudades matan a los escritores, están llenas de intelectuales y escritores y jotos. ¿Usted es de los refugiados españoles?
—Sí.
—Pero ni modo que haya estado en la guerra, está usted muy guayabito.
—No, en la guerra no estuve, pero me tocó la guerra, de niño.
—Escriba de eso, escriba de cosas fuertes y que usted haya vivido. No le crea a Arreola, orita todos quieren escribir como Arreola. Arreola es bueno, pero los arreolitas quieren hacer literatura de encajitos, puro trutrú, puras mariconerías y babosadas. Y mejor no quiera vivir de lo que escribe. Métase a una oficina donde no trabaje mucho o que nomás haga como que trabaja, pero mejor métase a una fábrica, a una carpintería, o hágase padrote si quiere y si tiene las facultades. El chiste es que trabaje usted donde no haya que escribir. Nomás escriba lo que usted siente que tiene que escribir. ¿De qué son sus cuentos?
—Pues, de personas que conozco, o que me imagino que conozco.
—Sígale por ahí, no escriba de fantasmas, ni de policías, ni de intelectuales, mucho menos escriba de maricones, si usted escribe de maricones un día se le va a caer la manita, y con la manita caída se escribe muy mal, cositas muy floreaditas. Le aconsejo que escriba a mano, sin manita caída, y después lo pase a máquina, porque con la letra de máquina agarra usted distancia de lo que escribió. Y no lea en seguida lo que escribió, espérese al día siguiente, cuando esté bañado y rasurado y bien desayunado, y luego déjelo reposar unos días más, déjelo enfriar, que cuando lo vuelva a leer le parezca que no lo escribió usted, que lo escribió otro, y luego corríjalo de estilo, quítele todas las palabras que sobren. Cuando uno empieza a escribir siempre hay tres palabras pendejas por una palabra buena, o siquiera una palabra que sirva. Yo creo que hay que quitar como dos terceras partes de lo que escribió uno de puro ramalazo, así nomás de primera mano, pero de cualquier modo siempre hay algo que quitar, para que los árboles duren hay que podarlos. Y si cuando escribe se está usted engolosinando con lo que escribió, lo mejor es que tire todo a la basura… Lo azucarado no sirve, nomás crea diabetes…
Luego leíste, acabado de publicar y en un solo desvelo, el Pedro Páramo (porque lo decíamos así: el Pedro Páramo, como se dice el Quijote o el Ulises), esa murmurante colmena de fantasmas, novela a la vez paralítica y veloz, un tejido de monólogos espectrales en que cada muerto habla desde su tumba incomunicante, entre paréntesis de silencios, todos contando historias paralizadas en apagones o reanimadas por súbitos lampos: historia de novela gótica desarticulada y trasplantada al abrupto paisaje mexicano, dicha por un coro gemebundo o iracundo de voces en torno a un personaje tanto más fuerte y oscuro y fascinante por cuanto no está presente en la novela, es sólo la silueta de una ausencia, es sólo el recuerdo y los relatos de unos muertos, el fantasma más poderoso y a la vez más huidizo de un intenso poema en prosa disfrazada de novela.

Y recuerdo a Rulfo:
El cuerpo menudo, frágil, los hombros encogidos, el cuerpo algo flotante en trajes de una modesta elegancia, con preferencia por las telas oscuras o grises. Una frente abulbada y noble, con un leve copete ondulado, y la delicada y a la vez muy firme línea de la mandíbula, y las manos flacas y bien formadas, venosas, y la dentadura algo errabunda, mascadora de las palabras, y un aire de empleadito inteligente y rinconeado. Hombre de silencios reconcentrados, minerales, a veces engañosos, como si reprimieran torrentes de palabras que súbitamente saltaran en monólogos como largos géisers. Y recuerdo que su máscara de hombre callado y hasta hosco se iba desmoronando al segundo café americano, a la segunda cocacola, al tercer cigarrillo, y entonces era como si alguna humedad, algún verdín, alguna respiración vegetal y líquida, le recorriera el pétreo, polvoriento paisaje interior.