Enero-Marzo 2006, Nueva época No. 97 Xalapa • Veracruz • México
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Octavio Paz en su placita (el Mundo)

José de la Colina

 
Cuando se le creía aquí, en su México fraternal y a veces adverso, ya estaba en otra parte, aunque de todas maneras nunca dejaba de estar aquí, inasible como una gota de azogue yendo y viniendo en el filo de la navaja. Ahora está en todas partes y en ninguna, y se le ve de pie en la luz total y totalitaria del mediodía, apoyado en el tronco de un árbol hermano (un fresno, sin duda) y mirando y leyendo los detalles de su pequeña plaza de Mixcoac, que tiene el nombre de Gómez Farías, pero es la de su niñez, la de su memoria, la plaza que es un lugar central suyo y de todo el mundo, pues como decía Jules Renard: “Mi pueblito es el centro del mundo, porque el centro del mundo está en cualquier parte.”

Y allí o aquí Octavio Paz mira con mirada clara la plaza materna, el caserón paterno, la placa con el nombre de su abuelo Ireneo Paz, y aquella pared cuya rajadura en el muro era como un sexo femenino abierto, disponible y esquivo, y mentalmente el poeta reconstruye una lírica geografía de ciudades y paisajes simultáneos: París que gira no en torno a la demasiado vista Torre Eiffel, sino en torno a la alegórica y alquímica Tour Saint-Jacques, y Angkor de enlazadas esculturas nunca acabando de surgir de la piedra y la selva, y Londres fundada cada brumosa mañana por las campanadas del Big Ben, y Nueva York recorrido por el subway febril como por un populoso y tumultuoso monólogo interior, y Tenochtitlan con el sueño vengativo de un corazón de oscuras aguas ocultas, y Tokio y su bullente cuerpo nocturno tatuado de mensajes en gas neón, y M; con ecos de metralla y retrospectivo grito de “No pasad nuevamente la Ciudad de México en palimpsesto sobre Technotitlan, y el Paseo de la Reforma con su pueblo de estatuas célebres aunque algunas anónimas, y el nocturno barrio de Ildefonso y el mediodía asolador del Zócalo, y algún lugar de Yucatán en la estación total entre la piedra y la flor. Luego la mirada del poeta retornaba como siempre a la placita Mixcoac, aún viva en la ciudad muerta de México, ahora degradada a Smógico City.

Lugares de la Historia y de la vida y la obra de Octavio; lugares leídos con palabras, que son pasos, que vuelven a ser palabras escritas y nuevamente pasos, una y otra vez y siempre como por primera vez.

Octavio, de ojos europeos, de manos de indígena mexicano, voz de niño gozosamente preso en las lejanas órbitas del trompo y de las canicas dibujadas sobre suelo soleado, donde en la noche la Luna dejará cicatrices de ramajes.

Octavio avanza con el pensamiento y la mirada y la escritura, sus únicas armas, entre árbol, piedras, olas, idiomas, civilizaciones, ideologías, literaturas, pituras, danzas, ritos, asesinatos, revueltas, revoluciones, hombres de su siglo y de los otros siglos, y entre sueños y pesadillas de la Historia, casi sin parpadear, siempre interrogando al instante, efímero y eterno latido de tiempo, que es el único y grande irrisorio material de esa ilusión, ese inútilmente esperanzado invento de todos los hombres de todos los tiempos: la Eternidad.

“¿No te parece?”, preguntaba dubitativo, alucinado por su propia mirada clara.
Escribió, entre sus casi innumerables libros, El mono gramático, en el que la andadura por el camino indio de Galta es a la vez un viaje en el espacio y en el tiempo y en la ilusión de la Eternidad, libro de rumorosa escritura en movimiento, de constante interrogación del camino y del instante en trance de eternizarse. En sus poemas intentaba mirar a los ojos a las palabras, hacerlas revelar su secreto, preguntarles por su sentido y su contrasentido, y a veces, abrazándolas, combatía con ellas.

¿Pero cuál sería su palabra clave, la palabra central de Octavio Paz? Trato de encontrarla y no me queda en las manos ninguna palabra-cosa, sino la preposición entre, una palabra que es lazo, puente, puerta, paso a nivel y a desnivel de la medianoche al mediodía, trayecto equidistante de la moneda respecto a la mano que la lanzó y el punto más alto que alcanzará, y un ir y venir permanente entre la vida y la literatura como entre vasos comunicantes. (Vasos comunicantes, me dice un diccionario, son dos recipientes cuyas bases están unidas por un tubo; si los recipientes contienen el mismo líquido, el nivel de éste en ambos es idéntico; en caso de que tengan líquidos de densidades r y r’ distintas, las alturas h y h’ de las dos superficies libres en los recipientes, contadas a partir de la superficie de separación de los dos líquidos, son inversamente proporcionales a las respectivas densidades:

r •h = r’ •h’

Se usan para comparar las densidades de los líquidos, para conocer el nivel del líquido en una caldera o depósito, etc.)

Y además de la palabra entre, palabra que fluye, palabra esencial y activa aun si no está visible, si sólo está implicita en la escritura de Paz, que suele ser de frases breves, eléctricas salvo cuando se despliega en las fluviales oraciones- párrafos de El mono gramático, suelen abrirse los dos puntos ortográficos, verticales, :, como puertas que dan a otras puertas: andar: escribir: leer: andar: escribir: hablar: respirar. Poesía: palabras que pasan de la andadura a la danza. Poema: arquitectura aérea que se hace, se deshace, se rehace, en giros y equilibrios sobre la página.

Yo veía a Octavio cenando cada noche en torno a la mesa convivencial con fantasmas y seres vivos. Le oía conversar entre los fantasmas Emiliano Zapata y André Breton (¿o serán Emiliano Breton y André Zapata?). Lo veía enviar mujeres de lujosa desnudez a la celda donde místicamente Juan de Yepes, apodado “de la Cruz”, sueña a Dios, o fantasmas varones a la nocturna / diurna soledad de Sor Juana Inés, también con su Cruz. Y él no dejaba de articular y desarticular ideas, deshacerlas y rehacerlas para que no se le petrificaran en formas de ideología, siempre cuestionando a la Historia y confrontándola con las mitologías orientales y occidentales y suyas o ajenas.

Sus poemas los decía con su pequeña voz nada declamatoria. Y, tanto en el poema como en la conferencia y en la conversación, su mano izquierda hacía el gesto de lanzar al aire una moneda, de echar un volado, de jugar al “águila o sol” como se dice en México, al “cara o cruz” como se dice en España: el pulgar retenido por un momento, como un resorte entre los otros dedos plegados, se alzaba súbitamente para enviar al aire la moneda invisible: la palabra. El gesto era tal como el de la mano que Tamayo dibujó para la portada de la primera edición de Águila o sol, y la moneda/palabra trazaba su curva entre arriba y abajo, entre una idea y otra, entre una imagen y su contraria, trazando su camino de instantes, y dando a la página y a la mirada del lector un horizonte de epifanías.

El instante (“¿no te parece?”) es sólo una gota en la lluvia del tiempo. Un latido entre latidos. Un parpadeo de la luz. O el colibrí volando en su zumbido de alas, cometa que cabe en la mano y escapa al horizonte y vuelve a la palma de la mano.

Ahora el fantasma de Octavio toma al instante como a un pájaro, lo mira con amor (porque un poeta, aun si aspira a la eternidad, está enamorado de las criaturas del tiempo), y lo transforma en palabra y lo posa en la página que leemos. Y desde el papel la palabra / instante resurge nuevamente, recobra su instante: su rumor de invisibles alas de águila, su luz de sol de mediodía. Y qué extraño es que en las páginas de Octavio Paz apenas haya gerundios, porque el gerundio es un estar pasando, algo entre esto y lo otro, un instante hacia lo eterno, o viceversa, o lo contrario, o lo mismo, “¿no te parece?”. Es decir: el modo en que Octavio, descontento con su condición de fantasma, logra estar siempre en todas partes, aunque siempre entre nosotros.

En México no nieva, pero en su placita de Mixcoac Octavio mira flotar, en la luz del mediodía, la eterna nieve del Tiempo.