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Como
en los buenos cuentos, regidos por una trama a la vez leve e inexorable,
De la Colina se ha dado el lujo de coronar su cauda con un centenar
de cuentos de diversa extensión, enfoque, fraseo y asunto
que lo confirma y entroniza de inmediato y en forma espontánea
como uno de los autores dominantes del cuento contemporáneo,
así en México como en el más amplio continente
de la lengua española. […]
Corre la voz que De la Colina ha firmado la prosa diaria mejor escrita
de la prensa mexicana de estos últimos 40 años, toda
una longevidad redactada y leída y releída y vuelta
a escribir, transitando con brío ingenioso e imaginativa
audacia del cuento y la ficción breve —géneros
en que De la Colina sobresale como maestro desde sus más
tempranas producciones— al ensayo literario y la traducción,
el comentario sabroso y punzante sobre la actualidad literaria,
la prosa sin prisa del polemista, la pausa sin pose del contemplador
solitario, la mirada escrita del espectador de cine que sabe que
la poesía salta y mira por donde nunca se le espera.
José de la Colina nació en Santander en 1934, en una
familia de marineros, albañiles y tipógrafos. Su padre
era cajista de imprenta y militante anarcosindical en la CNT. De
ese señor hereda la pasión por las letras, la curiosidad
íntegra y cierta vena libertaria, ácrata o anarca
que, por cierto, no es mal ascendente para un artista crítico
que terminará usando como uno de sus seudónimos el
de Silvestre Lanza en homenaje a la extravagante máquina
literaria de Silverio Lanza, a su vez un seudónimo del prosista
Juan Bautista Amorós (1865-1912), saludado con entusiasmo
por la inteligencia española del entresiglo xix-xx. Quizá
esa vena anarca lo ha llevado a traducir al castellano el breve
y corrosivo opúsculo Discurso sobre la servidumbre voluntaria,
también llamado Contra el uno, de Étienne de la Boetie,
el amigo entrañable de Michel de Montaigne. […] Así
se refiere De la Colina a sus años de
formación en una entrevista reciente con Fernando García
Ramírez:
Mi padre, anarcosindicalista
y autodidacta, era del tipo del obrero europeo que tenía
a gala poseer una pequeña cultura adquirida en su trabajo,
por sí mismo. Por el hecho de trabajar en una imprenta, era
buen lector, apreciaba la literatura, pero no quería que
un hijo se le dedicase a la “carrera” literaria, en
la que, decía, se moriría de hambre. “Primero
una profesión que te dé para vivir, y, luego, si quieres,
escribe.” Él deseaba que mi hermano Raúl y yo
fuéramos arquitectos. Y Raúl sí le resultó
arquitecto, pero cuando yo dejé la primaria, cursada en el
Colegio Madrid, sólo soporté un año de prevocacional
en el Politécnico. Y empecé a desertar de las aulas,
a vagabundear por la ciudad de México (que no era entonces
la impaseable Esmógico City). Leía paseando, me metía
a los cines, y eventualmente, más tarde, hacia finales de
los años cuarenta, empecé a actuar y escribir en programas
de radio para niños y adolescentes, por ejemplo “la
legión de los Madrugadores” de la XEQ, y me pagaban
algo. No tengo secundaria ni preparatoria ni, mucho menos, Facultad
de letras. Soy, para bien o para mal, autodidacta. Mi universidad
fue la lectura.
De
su madre sólo conocemos la tácita paciencia que una
y otra vez refiere el mismo encantado cuento al niño que
se duerme para despertar en el día de la página. Se
sabe también que, luego del destierro, fue recluido con su
familia en un campo de concentración en Francia, en Argelès-sur-Mer;
la familia pasó algún tiempo en la insular República
Dominicana, cosa que no dejaría de tener cierto ascendiente
en los años de formación del prosista, según
consta por algunos de sus cuentos. Desde 1955, en que José
de la Colina entra en fuego con Cuentos para vencer a la muerte,
en la colección Los Presentes animada por Juan José
Arreola (por cierto, no se recoge aquí ninguna muestra de
aquella distante publicación del “muy joven, increíblemente
joven, deslumbrantemente joven”, al decir de Juan García
Ponce), hasta la corriente actualidad, De la Colina no ha dejado
de ensayar y de experi- mentar, probar, improvisar y renovar las
variedades genéricas y formales, técnicas y prosódicas
del cuento, el relato, la fábula y toda la suerte de hormas
y cuerdas que admite el género. En ese sentido, cabe expresar
que en los cuentos de De la Colina se puede repasar como en un museo
o una enciclopedia el haz de la tradición muy antigua, hispánica,
moderna y mexicana de la innovación cuentística en
su fricción innovadora con el catálogo virtual del
cuento, así culto como popular, folklórico o bizantino,
gótico o mediterráneo high brow o low brow. Y si en
los primeros libros de cuentos como Ven, caballo gris o La lucha
con la pantera se podía deletrear el arranque de una vocación
tentada por experimentar la narración pura de la acción
pura, la obsesiva manía de contar sólo lo esencial,
enriqueciendo “situaciones muy humanas con símbolos,
introspecciones y montajes de cine” —para decirlo en
la prosa panorámica de Enrique Anderson Imbert—, en
los más recientes ese ánimo inventivo, sin perderse
del todo, se va decantando en tramas y alientos contados donde el
suspenso de lo que sucederá se ve imperceptiblemente templado
por el sentido del humor, la levedad y la gracia y, por supuesto,
por una experiencia literaria brillantemente decantada.
Amén o a más de la inteligencia literaria que exhibe
a cada instante, el cuentista que sabe, por así decir, reconocer
la historia latente en cada cuerda de lo cotidiano, inmediato o
remoto —y no extraña que De la Colina sea además
consumado cronista y anacronista, agente historiador del presente
(istor) y arqueólogo de la nostalgia y de los mundos virtuales—,
el impulso narrativo de este lúdico hijo de Gómez
de la Serna y de Valle-Inclán, contrapariente de Blaise Cendrars,
de Rudyard Kipling y Jorge Luis Borges, último hijo del viento
narrativo llamado Robert Louis Stevenson, y hermano de tinta de
Corpus Barga, Pedro Garfias (protagonista inolvidable del cuento
“El toro en la cristalería”), Max Aub (el de
Ciertos cuentos y Cuentos ciertos), José Bianco, García
Márquez, Álvaro Mutis y Julio Cortázar, sabe
sostener en vilo y con la pura fuerza de su aliento la atención
inteligente, pero siempre dispuesta a huir y distraerse, de nosotros
—tan semejantes, tan hermanos— los lectores. Tóquense
los ejemplos de los cuentos “El tercero” y “Ven,
caballo gris” en el libro que así se titula donde se
puede ver el pulso con el cual el escritor pasa los bultos de la
historia y la épica por la aguja estricta de la prosa.
No le falta nunca el oído. De la Colina es un músico
natural y no ha de asombrar la asidua presencia del timbre, la melodía
y el ritmo que va atravesando sus cuentos —ora como materia
o sujeto, ora como inspiración; impulso o eco (según
dejan oír cuentos como “Los Malabé” o
“El Fantasma del Correo”, por sólo traer a colación
un par). Esa alianza con el aire musical presta a los cuentos de
José de la Colina una humedad inconfundible, onírica,
que dota a cada una de sus piezas de vehemencia intransitiva, el
timbre de un leit- motiv específico y distintivo. Por supuesto,
otra de las artes que acompañan e informan el quehacer cuentista
de José de la Colina es el cine, arte de la acción
e imagen en movimiento, donde lo teatral y lo pictórico se
funden, líquidos, con la letra y la música en un solo
imán elocuente. De hecho, para este “liberal ateo para
quien existe lo sagrado” —como él mismo se define—
el oficio de escritor de cuentos va en función de un oficio
lector que a su vez deriva en un arte del espectador y del mirón,
del voyeur que atisba fascinado el nacimiento del mito en el más
humilde recodo del camino, en la anécdota o gesto más
trivial. Como en un guión, cada cuento se va tramando desde
una experiencia específica que, al ser contada, adquiere
la velocidad de la voz que lo sigue. […]
Los cuentos de José de la Colina están inscritos en
un círculo magnético de coincidencias y aspiran al
insensato propósito de pintar el tiempo vivido y soñado.
Su instinto narrativo lo lleva a descubrir o redescubrir lugares
de la imaginación que recorren como un leit-motiv el bosque
de la literatura narrativa. Otro ejemplo de esta línea de
convergencias sería el cuento “El Cisne de Umbría”
que depara ciertas coincidencias con una narración brasileira
del tan admirado por Álvaro Mutis, Blaise Cendrars: La tour
Eiffel Sidérale (incluida en la novela Lottissement du ciel
[1949] y reeditada con variantes bajo el título Café-Express
en la Nouvelle Revue Française. No en balde en “El
Cisne de Umbría” aparece discretamente la figura del
joven capitán Cendreros, voz no muy lejana de Cendrars.
La otra narración que evoca “El Cisne de Umbría”
de José de la Colina es la de la brasileña Nélida
Piñon: La dulce canción de Caetana (1987). En las
tres historias hay una relación particular entre fidelidad
y obsesión amorosa, juventud, pasión, arte y paisaje
tropical.
Como si fuese capaz de metamorfosearse de persona en género
literario, como si fuese un guión, el autor De la Colina
es un ente goloso, ansioso de cuentos y ávido de historias.
El arte de la suplantación en movimiento, las estrategias
del culebrón, la logística de la evolución
y de la involución, la retórica de las instituciones
legendarias definen su proceso de avidez fabuladora. Una historia
bien contada es para De la Colina —como para Marcel Proust,
otro de sus maestros— el precio de la vida verdadera, la vida
vivida y realmente alcanzada al fin.
II
Hay
que señalar la fraternidad y complicidad de José de
la Colina con un medio —el de la Generación de Medio
Siglo o de la Casa del Lago, o de la Revista Mexicana de Literatura—,
su identificación gozosa y generosa con un cierto espíritu
del tiempo: la amistad con Jomi García Ascot (y a través
de él con Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez),
con Carlos Valdés, Huberto Batis, Juan García Ponce,
Juan Vicente Melo, Gerardo Deniz —su gran amigo y en cierto
modo su más próximo consanguíneo de tinta—,
Jorge Ibargüengoitia, Alejandro Rossi y, más tarde,
con Octavio Paz. […]
Simultáneamente, la extensión hacia el cine: si el
cine es el arte de contar la acción mediante imágenes,
es inevitable pensar que algunos de los seres aquejados por la manía
de contar se hayan reunido en México en torno a una de las
figuras creadoras del cine como lo es Luis Buñuel, el mismo
que visitaba periódicamente a Álvaro Mutis en la cárcel
de Lecumberri. Si como escribió alguna vez De la Colina:
la violencia moral de Buñuel constituyó una revolución
en el campo de las imágenes, los cronistas de la subversión
estética no podían dejar de ser sensibles a su lección.
Junto con Tomás Pérez Turrent, José de la Colina
es coautor de un libro de conversaciones: Luis Buñuel. Prohibido
asomarse al interior. De hecho, cabría decir que la vida
creativa e imaginativa de José de la Colina ha transitado
iluminada por el trato simultáneo con dos exponentes originarios
de la imaginación creadora moderna: Octavio Paz y Luis Buñuel.
Estos dos maestros de la imaginación en libertad supieron
dejar sembrada su semilla fluida en la mente sensitiva y lúdica
de José de la Colina, autentificándola e infundiendo
en una vocación ya de por sí exigente y perfeccionista
un obstinado rigor, una fidelidad casi inexplicable al deseo de
contar y disimular en el fluido oral una oscura, instintiva geometría
deseante.
La mujer, lo femenino, el erotismo no podían dejar de imantar
la materia legendaria de este escritor que de La lucha con la pantera
a El álbum de Lilith asedia los mitos oscuros del amor y
del deseo y parece cautivo de arcaicas sombras deseantes. Una ronda
de cifras femeninas —otros tantos personajes inolvidables
como la mesera del café de chinos o la floreciente madre
de Floreal— guía y deslumbra a este maestro del claroscuro
en prosa. La pasión de contar se adelgaza en paralelo a la
fibra de narraciones anhelantes, vehementemente intransitivas que
van contando las dichosas desdichas de un Zenón enamorado
cuyas flechas, en su vuelo, jamás se alcanzan a sí
mismas y van dando en un blanco que ahonda el albor perplejo de
la página a través de un rito imposible: El álbum
de Lilith.
III
El
poeta Eduardo Lizalde no ha dejado de ser sensible a las virtudes
del prosista que es José de la Colina. Al saludar su libro
de crónicas de viaje (Travelogues) titulado Viajes narrados,
se expresa así de nuestro autor:
Pero
dejando aparte el monto, el número de páginas que
cuentan concretamente, los libros de narrativa publicados por José
de la Colina no suman en su conjunto menos que los de aquellos respetables
y estreñidos ilustres, ¡hay que leerlo!, y yo lo he
leído. Y además de leerlo (tarea menos fácil
de lo que se supone), hay que tener el ojo y el talento necesarios
para apreciar los auténticos logros artísticos, la
peculiar sensibilidad del habla coloquial y culta de sus textos,
el temperamento encendido y la tensión poética y el
oído maestro y los responsos o plegarias o alaridos de ferviente
y sigiloso ateo que hay a veces en sus prosas (léase de corrido
alguna vez ese notable relato que se titula Los viejos, “españoles
y pobricos de Dios”, dedicado por cierto al viejo amigo Otaola)
[…] De la Colina está hecho para escribir, como otros
buenos, incluso grandes, estaban hechos más bien para resistirse
a la escritura y a la literatura. Y cuando alguien se pregunta ¿por
qué no escribe más con su tan bien dotada pluma?,
no se pone a pensar en lo que representa vivir del periodismo cultural
que hemos padecido y continuamos padeciendo (lo hemos hecho en suplementos
que nos tocara juntos dirigir). Más tiempo, más ocio,
más espacio, menos compromisos del día requieren ciertos
escritores para forjar la obra mayor. Yo he visto, sin embargo,
a De la Colina, día con día, consumar hazañas
de sutileza y calidad literarias en el tiempo mínimo y contra
el reloj del último round de la pelea editorial de la semana.
[…]
IV
José
de la Colina “pertenece a una generación de exiliados
que llegaron niños o mozos al exilio mexicano y que en no
pocos aspectos son también mexica- nos”, para decirlo
con las palabras con que saluda a Jomi García Ascot en el
ensayo “Los trasterrados en el cine mexicano”. Como
Luis Rius, Gerardo Deniz, Tomás Segovia, Ramón Xirau,
Emilio García Riera, por citar unos cuantos, vive De la Colina
desde sus más tempranos años a caballo entre dos mundos:
para los españoles, mexicano; para los mexicanos, español,
estos autores han tenido que forjar una raíz a partir del
limbo apátrida y cosmopolita en que los inscribía
el destierro. Esas raíces se afincarían en muchos
casos desde y en torno a la cultura y sus instituciones imaginarias,
enriqueciendo poderosamente el entorno que los albergaba y abriendo
ventanas al mundo. En el caso de José de la Colina sería
posible singularizar no sólo relatos y cuentos, personajes
y caracteres representativos de la llamada España Peregrina,
sino aun configurar un archipiélago imaginario, una suerte
de mapa sentimental y afectivo, costumbrista, irónico y humorístico
de los mundos y atmósferas, ambientes y rituales que fueron
desarrollando esos peregrinos involuntarios en la España
raptada que se conviene en llamar México. Es quizá
ahí donde nítidamente se advierte la trama que va
entreverando y “entre-verdando” la fantasía y
la observación descarnada, las máscaras dizque legendarias
y la crueldad de la luz artística que para salvar ha de desnudar
y despojar. Cuentos como “La madre de Floreal” o “El
toro en la cristalería” salvan de la trivialidad y
hacen memorable aquella épica sorda y de oscuros humores
de los españoles trasterrados, desterrados en un México
que era y sigue siendo ensimismado, brutal, gesticulador.
V
En
un país donde menudean las autoconmemoraciones y donde la
burocracia cultural ha llegado a trivializar cualquier forma de
homenaje, la figura disidente y discreta de José de la Colina
no podía dejar de ser objeto de cierto reconocimiento público.
Acaso el más consistente haya sido el dossier que sobre su
obra y figura preparó el escritor José Luis Ontiveros
para la revista universitaria Casa del Tiempo.
El número incluye una docena de colaboraciones y abre con
una “Entrevista con José de la Colina”. Como
parte de ese número, se reproduce el poema (“Paisaje
inmemorial”) que Octavio Paz le dedicó al autor de
Tren de historias. Los versos vienen acompañados de una carta
elocuente dirigida por el poeta a Ontiveros:
Le agradezco que me
haya invitado a colaborar en el homenaje a José de la Colina.
La figura de este solitario es ejemplar, por más de un motivo:
como director y animador de revistas y suplementos culturales, como
crítico y cronista de la literatura y del cine, como narrador
y cuentista, como traductor. Dije solitario pero me apresuro a añadir:
cordial. Podría haber dicho también, sin jugar con
las oposiciones, apasionado e irónico, estricto y generoso,
colérico y tierno. Una conciencia insobornable, un amigo
abierto y leal, un escritor singular: su prosa es una de las mejores
de México. Más que un solitario, un libertario: más
que un libertario, un espíritu libre.
En la libertad de espíritu
de que habla Octavio Paz al final de su carta estriba precisamente
una de las virtudes que comparte este autor con otros compañeros
de viaje generacional como Juan García Ponce, quien saluda
así la obra y la figura del autor de “La tumba india”
y “La cabalgata”, entre otros cuentos memorables:
Toda
celebración a José de la Colina es una celebración
del oficio de escritor. José de la Colina siempre ha estado
cerca de la literatura, no digo con la literatura porque a la literatura
no se llega nunca. Se le puede ver, palpar, gustar, oler, oír,
pero no se llega a ella; se está cerca como lo ha estado
siempre José de la Colina. No se puede pedir más.
Esta cercanía lleva implícito por eso el hecho de
considerar un oficio y José de la Colina puede decir con
orgullo: “la literatura es mi oficio”.
Tener esa visión, saber que inevitablemente se es escritor
por oficio equivale a haberlo practicado como una necesidad vital
y desde todos los ángulos a su alcance. Por eso también
José de la Colina conoce con tal perfección todos
los elementos de ese oficio.
Es muy fácil hablar de géneros mayores o menores;
lo difícil es practicarlos sin ninguna distinción
porque todo es literatura. Podemos así hablar de José
de la Colina, el autor de tantas y tantas notas sobre libros, sobre
pintura, sobre comentarios acerca de la vida literaria; podemos
mencionar al José de la Colina hacedor de tantos suplementos,
colaborador de tantas revistas, desde que se inició su vida
literaria; de José de la Colina el crítico de cine,
dueño de una visión del cine y que ha sabido imponerla
porque sabe escribir hasta de cine. Ha hecho, en colaboración
con Tomás Pérez Turrent, un extraordinario libro de
conversaciones con Luis Buñuel, extraordinario no sólo
por las respuestas siempre sensacionales de Buñuel, sino
por la agudeza de las preguntas, que muestran un conocimiento único
de una personalidad y un artista único como Luis Buñuel,
y también por la falta de respeto que todo verdadero artista
merece. Y podemos hablar, last but not least, de sus libros de cuentos.
VI
El
cuento es la unidad narrativa en que se materializa y singulariza
la frontera entre las edades infantiles y las edades adultas del
ser humano. Es un género que funciona como una bisagra orgánica
y simbólica que nombra lo mediato a través de lo inmediato,
lo trascendente a partir de lo inminente, lo inmanente a partir
de lo contingente. Esa vocación funcional hace del oficio
del cuentista un quehacer singular y de forzosa y creciente singularización.
Como el poema, el cuento siempre es único, irrepetible. La
madurez de José de la Colina como cuentista se puede adivinar
por la cantidad de fábulas que sus cuentos auspician o desencadenan
pero que el autor ha preferido no escribir y ha descartado declinando
las redacciones que considera de algún modo previsibles.
En ese sentido, De la Colina ha venido escribiendo —reescribiendo
y enmendando— a lo largo de los años y de los cuentos
su propio canon cuentístico, compuesto por un centenar de
piezas que Traer a cuento reúne por primera vez. Ese canon
incluye por supuesto la vanguardia —y De la Colina no ha sido
ajeno al benévolo sarampión de los adelantados posteriores
al surrealismo como prueba su afiliación espontánea
al oulipo o talipo [taller de literatura potencial], inspirado por
la inteligencia matemática y poética de Raymond Queneau
y luego de Georges Perec—. En español, la parentela
y contraparentela de José de la Colina incluye —para
no irnos a los apólogos del Conde Lucanor ni a los cuentos
de Suárez de Figueroa en El pasajero— los cuentos realistas
de Cervantes, de Benito Pérez Galdós (“la revaloración
de Pérez Galdós es esencial para la historia literaria
del exilio”, ha dicho Arturo Souto), de Leopoldo Alas Clarín,
la narrativa modernista hispanoamericana —de Gutiérrez
Nájera a Rubén Darío—, el océano
narrativo de Ramón Gómez de la Serna —uno de
los grandes olvidados de la literatura hispánica del siglo
XX al que De la Colina (otro olvidado de tan presente) ha sabido
dar siempre su decisivo, ubicuo lugar—, la prosa inventiva
de Valle-Inclán y, más modernamente, cierta narrativa
en prosa que han practicado en España y América autores
como Pedro Salinas, Corpus Barga, Max Aub, Pedro F. Miret y, en
América, escritores como Alfonso Reyes, Juan José
Arreola y, por supuesto, Jorge Luis Borges.
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