Enero-Marzo 2006, Nueva época No. 97 Xalapa • Veracruz • México
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José de la Colina:
Fiesta de la prosa en el mundo*


Adolfo Castañón

 

Como en los buenos cuentos, regidos por una trama a la vez leve e inexorable, De la Colina se ha dado el lujo de coronar su cauda con un centenar de cuentos de diversa extensión, enfoque, fraseo y asunto que lo confirma y entroniza de inmediato y en forma espontánea como uno de los autores dominantes del cuento contemporáneo, así en México como en el más amplio continente de la lengua española. […]

Corre la voz que De la Colina ha firmado la prosa diaria mejor escrita de la prensa mexicana de estos últimos 40 años, toda una longevidad redactada y leída y releída y vuelta a escribir, transitando con brío ingenioso e imaginativa audacia del cuento y la ficción breve —géneros en que De la Colina sobresale como maestro desde sus más tempranas producciones— al ensayo literario y la traducción, el comentario sabroso y punzante sobre la actualidad literaria, la prosa sin prisa del polemista, la pausa sin pose del contemplador solitario, la mirada escrita del espectador de cine que sabe que la poesía salta y mira por donde nunca se le espera.

José de la Colina nació en Santander en 1934, en una familia de marineros, albañiles y tipógrafos. Su padre era cajista de imprenta y militante anarcosindical en la CNT. De ese señor hereda la pasión por las letras, la curiosidad íntegra y cierta vena libertaria, ácrata o anarca que, por cierto, no es mal ascendente para un artista crítico que terminará usando como uno de sus seudónimos el de Silvestre Lanza en homenaje a la extravagante máquina literaria de Silverio Lanza, a su vez un seudónimo del prosista Juan Bautista Amorós (1865-1912), saludado con entusiasmo por la inteligencia española del entresiglo xix-xx. Quizá esa vena anarca lo ha llevado a traducir al castellano el breve y corrosivo opúsculo Discurso sobre la servidumbre voluntaria, también llamado Contra el uno, de Étienne de la Boetie, el amigo entrañable de Michel de Montaigne. […] Así se refiere De la Colina a sus años de formación en una entrevista reciente con Fernando García Ramírez:

Mi padre, anarcosindicalista y autodidacta, era del tipo del obrero europeo que tenía a gala poseer una pequeña cultura adquirida en su trabajo, por sí mismo. Por el hecho de trabajar en una imprenta, era buen lector, apreciaba la literatura, pero no quería que un hijo se le dedicase a la “carrera” literaria, en la que, decía, se moriría de hambre. “Primero una profesión que te dé para vivir, y, luego, si quieres, escribe.” Él deseaba que mi hermano Raúl y yo fuéramos arquitectos. Y Raúl sí le resultó arquitecto, pero cuando yo dejé la primaria, cursada en el Colegio Madrid, sólo soporté un año de prevocacional en el Politécnico. Y empecé a desertar de las aulas, a vagabundear por la ciudad de México (que no era entonces la impaseable Esmógico City). Leía paseando, me metía a los cines, y eventualmente, más tarde, hacia finales de los años cuarenta, empecé a actuar y escribir en programas de radio para niños y adolescentes, por ejemplo “la legión de los Madrugadores” de la XEQ, y me pagaban algo. No tengo secundaria ni preparatoria ni, mucho menos, Facultad de letras. Soy, para bien o para mal, autodidacta. Mi universidad fue la lectura.

De su madre sólo conocemos la tácita paciencia que una y otra vez refiere el mismo encantado cuento al niño que se duerme para despertar en el día de la página. Se sabe también que, luego del destierro, fue recluido con su familia en un campo de concentración en Francia, en Argelès-sur-Mer; la familia pasó algún tiempo en la insular República Dominicana, cosa que no dejaría de tener cierto ascendiente en los años de formación del prosista, según consta por algunos de sus cuentos. Desde 1955, en que José de la Colina entra en fuego con Cuentos para vencer a la muerte, en la colección Los Presentes animada por Juan José Arreola (por cierto, no se recoge aquí ninguna muestra de aquella distante publicación del “muy joven, increíblemente joven, deslumbrantemente joven”, al decir de Juan García Ponce), hasta la corriente actualidad, De la Colina no ha dejado de ensayar y de experi- mentar, probar, improvisar y renovar las variedades genéricas y formales, técnicas y prosódicas del cuento, el relato, la fábula y toda la suerte de hormas y cuerdas que admite el género. En ese sentido, cabe expresar que en los cuentos de De la Colina se puede repasar como en un museo o una enciclopedia el haz de la tradición muy antigua, hispánica, moderna y mexicana de la innovación cuentística en su fricción innovadora con el catálogo virtual del cuento, así culto como popular, folklórico o bizantino, gótico o mediterráneo high brow o low brow. Y si en los primeros libros de cuentos como Ven, caballo gris o La lucha con la pantera se podía deletrear el arranque de una vocación tentada por experimentar la narración pura de la acción pura, la obsesiva manía de contar sólo lo esencial, enriqueciendo “situaciones muy humanas con símbolos, introspecciones y montajes de cine” —para decirlo en la prosa panorámica de Enrique Anderson Imbert—, en los más recientes ese ánimo inventivo, sin perderse del todo, se va decantando en tramas y alientos contados donde el suspenso de lo que sucederá se ve imperceptiblemente templado por el sentido del humor, la levedad y la gracia y, por supuesto, por una experiencia literaria brillantemente decantada.

Amén o a más de la inteligencia literaria que exhibe a cada instante, el cuentista que sabe, por así decir, reconocer la historia latente en cada cuerda de lo cotidiano, inmediato o remoto —y no extraña que De la Colina sea además consumado cronista y anacronista, agente historiador del presente (istor) y arqueólogo de la nostalgia y de los mundos virtuales—, el impulso narrativo de este lúdico hijo de Gómez de la Serna y de Valle-Inclán, contrapariente de Blaise Cendrars, de Rudyard Kipling y Jorge Luis Borges, último hijo del viento narrativo llamado Robert Louis Stevenson, y hermano de tinta de Corpus Barga, Pedro Garfias (protagonista inolvidable del cuento “El toro en la cristalería”), Max Aub (el de Ciertos cuentos y Cuentos ciertos), José Bianco, García Márquez, Álvaro Mutis y Julio Cortázar, sabe sostener en vilo y con la pura fuerza de su aliento la atención inteligente, pero siempre dispuesta a huir y distraerse, de nosotros —tan semejantes, tan hermanos— los lectores. Tóquense los ejemplos de los cuentos “El tercero” y “Ven, caballo gris” en el libro que así se titula donde se puede ver el pulso con el cual el escritor pasa los bultos de la historia y la épica por la aguja estricta de la prosa.

No le falta nunca el oído. De la Colina es un músico natural y no ha de asombrar la asidua presencia del timbre, la melodía y el ritmo que va atravesando sus cuentos —ora como materia o sujeto, ora como inspiración; impulso o eco (según dejan oír cuentos como “Los Malabé” o “El Fantasma del Correo”, por sólo traer a colación un par). Esa alianza con el aire musical presta a los cuentos de José de la Colina una humedad inconfundible, onírica, que dota a cada una de sus piezas de vehemencia intransitiva, el timbre de un leit- motiv específico y distintivo. Por supuesto, otra de las artes que acompañan e informan el quehacer cuentista de José de la Colina es el cine, arte de la acción e imagen en movimiento, donde lo teatral y lo pictórico se funden, líquidos, con la letra y la música en un solo imán elocuente. De hecho, para este “liberal ateo para quien existe lo sagrado” —como él mismo se define— el oficio de escritor de cuentos va en función de un oficio lector que a su vez deriva en un arte del espectador y del mirón, del voyeur que atisba fascinado el nacimiento del mito en el más humilde recodo del camino, en la anécdota o gesto más trivial. Como en un guión, cada cuento se va tramando desde una experiencia específica que, al ser contada, adquiere la velocidad de la voz que lo sigue. […]
Los cuentos de José de la Colina están inscritos en un círculo magnético de coincidencias y aspiran al insensato propósito de pintar el tiempo vivido y soñado.

Su instinto narrativo lo lleva a descubrir o redescubrir lugares de la imaginación que recorren como un leit-motiv el bosque de la literatura narrativa. Otro ejemplo de esta línea de convergencias sería el cuento “El Cisne de Umbría” que depara ciertas coincidencias con una narración brasileira del tan admirado por Álvaro Mutis, Blaise Cendrars: La tour Eiffel Sidérale (incluida en la novela Lottissement du ciel [1949] y reeditada con variantes bajo el título Café-Express en la Nouvelle Revue Française. No en balde en “El Cisne de Umbría” aparece discretamente la figura del joven capitán Cendreros, voz no muy lejana de Cendrars.

La otra narración que evoca “El Cisne de Umbría” de José de la Colina es la de la brasileña Nélida Piñon: La dulce canción de Caetana (1987). En las tres historias hay una relación particular entre fidelidad y obsesión amorosa, juventud, pasión, arte y paisaje tropical.

Como si fuese capaz de metamorfosearse de persona en género literario, como si fuese un guión, el autor De la Colina es un ente goloso, ansioso de cuentos y ávido de historias. El arte de la suplantación en movimiento, las estrategias del culebrón, la logística de la evolución y de la involución, la retórica de las instituciones legendarias definen su proceso de avidez fabuladora. Una historia bien contada es para De la Colina —como para Marcel Proust, otro de sus maestros— el precio de la vida verdadera, la vida vivida y realmente alcanzada al fin.

II

Hay que señalar la fraternidad y complicidad de José de la Colina con un medio —el de la Generación de Medio Siglo o de la Casa del Lago, o de la Revista Mexicana de Literatura—, su identificación gozosa y generosa con un cierto espíritu del tiempo: la amistad con Jomi García Ascot (y a través de él con Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez), con Carlos Valdés, Huberto Batis, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Gerardo Deniz —su gran amigo y en cierto modo su más próximo consanguíneo de tinta—, Jorge Ibargüengoitia, Alejandro Rossi y, más tarde, con Octavio Paz. […]

Simultáneamente, la extensión hacia el cine: si el cine es el arte de contar la acción mediante imágenes, es inevitable pensar que algunos de los seres aquejados por la manía de contar se hayan reunido en México en torno a una de las figuras creadoras del cine como lo es Luis Buñuel, el mismo que visitaba periódicamente a Álvaro Mutis en la cárcel de Lecumberri. Si como escribió alguna vez De la Colina: la violencia moral de Buñuel constituyó una revolución en el campo de las imágenes, los cronistas de la subversión estética no podían dejar de ser sensibles a su lección.

Junto con Tomás Pérez Turrent, José de la Colina es coautor de un libro de conversaciones: Luis Buñuel. Prohibido asomarse al interior. De hecho, cabría decir que la vida creativa e imaginativa de José de la Colina ha transitado iluminada por el trato simultáneo con dos exponentes originarios de la imaginación creadora moderna: Octavio Paz y Luis Buñuel. Estos dos maestros de la imaginación en libertad supieron dejar sembrada su semilla fluida en la mente sensitiva y lúdica de José de la Colina, autentificándola e infundiendo en una vocación ya de por sí exigente y perfeccionista un obstinado rigor, una fidelidad casi inexplicable al deseo de contar y disimular en el fluido oral una oscura, instintiva geometría deseante.

La mujer, lo femenino, el erotismo no podían dejar de imantar la materia legendaria de este escritor que de La lucha con la pantera a El álbum de Lilith asedia los mitos oscuros del amor y del deseo y parece cautivo de arcaicas sombras deseantes. Una ronda de cifras femeninas —otros tantos personajes inolvidables como la mesera del café de chinos o la floreciente madre de Floreal— guía y deslumbra a este maestro del claroscuro en prosa. La pasión de contar se adelgaza en paralelo a la fibra de narraciones anhelantes, vehementemente intransitivas que van contando las dichosas desdichas de un Zenón enamorado cuyas flechas, en su vuelo, jamás se alcanzan a sí mismas y van dando en un blanco que ahonda el albor perplejo de la página a través de un rito imposible: El álbum de Lilith.

III

El poeta Eduardo Lizalde no ha dejado de ser sensible a las virtudes del prosista que es José de la Colina. Al saludar su libro de crónicas de viaje (Travelogues) titulado Viajes narrados, se expresa así de nuestro autor:

Pero dejando aparte el monto, el número de páginas que cuentan concretamente, los libros de narrativa publicados por José de la Colina no suman en su conjunto menos que los de aquellos respetables y estreñidos ilustres, ¡hay que leerlo!, y yo lo he leído. Y además de leerlo (tarea menos fácil de lo que se supone), hay que tener el ojo y el talento necesarios para apreciar los auténticos logros artísticos, la peculiar sensibilidad del habla coloquial y culta de sus textos, el temperamento encendido y la tensión poética y el oído maestro y los responsos o plegarias o alaridos de ferviente y sigiloso ateo que hay a veces en sus prosas (léase de corrido alguna vez ese notable relato que se titula Los viejos, “españoles y pobricos de Dios”, dedicado por cierto al viejo amigo Otaola) […] De la Colina está hecho para escribir, como otros buenos, incluso grandes, estaban hechos más bien para resistirse a la escritura y a la literatura. Y cuando alguien se pregunta ¿por qué no escribe más con su tan bien dotada pluma?, no se pone a pensar en lo que representa vivir del periodismo cultural que hemos padecido y continuamos padeciendo (lo hemos hecho en suplementos que nos tocara juntos dirigir). Más tiempo, más ocio, más espacio, menos compromisos del día requieren ciertos escritores para forjar la obra mayor. Yo he visto, sin embargo, a De la Colina, día con día, consumar hazañas de sutileza y calidad literarias en el tiempo mínimo y contra el reloj del último round de la pelea editorial de la semana. […]

IV

José de la Colina “pertenece a una generación de exiliados que llegaron niños o mozos al exilio mexicano y que en no pocos aspectos son también mexica- nos”, para decirlo con las palabras con que saluda a Jomi García Ascot en el ensayo “Los trasterrados en el cine mexicano”. Como Luis Rius, Gerardo Deniz, Tomás Segovia, Ramón Xirau, Emilio García Riera, por citar unos cuantos, vive De la Colina desde sus más tempranos años a caballo entre dos mundos: para los españoles, mexicano; para los mexicanos, español, estos autores han tenido que forjar una raíz a partir del limbo apátrida y cosmopolita en que los inscribía el destierro. Esas raíces se afincarían en muchos casos desde y en torno a la cultura y sus instituciones imaginarias, enriqueciendo poderosamente el entorno que los albergaba y abriendo ventanas al mundo. En el caso de José de la Colina sería posible singularizar no sólo relatos y cuentos, personajes y caracteres representativos de la llamada España Peregrina, sino aun configurar un archipiélago imaginario, una suerte de mapa sentimental y afectivo, costumbrista, irónico y humorístico de los mundos y atmósferas, ambientes y rituales que fueron desarrollando esos peregrinos involuntarios en la España raptada que se conviene en llamar México. Es quizá ahí donde nítidamente se advierte la trama que va entreverando y “entre-verdando” la fantasía y la observación descarnada, las máscaras dizque legendarias y la crueldad de la luz artística que para salvar ha de desnudar y despojar. Cuentos como “La madre de Floreal” o “El toro en la cristalería” salvan de la trivialidad y hacen memorable aquella épica sorda y de oscuros humores de los españoles trasterrados, desterrados en un México que era y sigue siendo ensimismado, brutal, gesticulador.

V

En un país donde menudean las autoconmemoraciones y donde la burocracia cultural ha llegado a trivializar cualquier forma de homenaje, la figura disidente y discreta de José de la Colina no podía dejar de ser objeto de cierto reconocimiento público. Acaso el más consistente haya sido el dossier que sobre su obra y figura preparó el escritor José Luis Ontiveros para la revista universitaria Casa del Tiempo.

El número incluye una docena de colaboraciones y abre con una “Entrevista con José de la Colina”. Como parte de ese número, se reproduce el poema (“Paisaje inmemorial”) que Octavio Paz le dedicó al autor de Tren de historias. Los versos vienen acompañados de una carta elocuente dirigida por el poeta a Ontiveros:

Le agradezco que me haya invitado a colaborar en el homenaje a José de la Colina. La figura de este solitario es ejemplar, por más de un motivo: como director y animador de revistas y suplementos culturales, como crítico y cronista de la literatura y del cine, como narrador y cuentista, como traductor. Dije solitario pero me apresuro a añadir: cordial. Podría haber dicho también, sin jugar con las oposiciones, apasionado e irónico, estricto y generoso, colérico y tierno. Una conciencia insobornable, un amigo abierto y leal, un escritor singular: su prosa es una de las mejores de México. Más que un solitario, un libertario: más que un libertario, un espíritu libre.

En la libertad de espíritu de que habla Octavio Paz al final de su carta estriba precisamente una de las virtudes que comparte este autor con otros compañeros de viaje generacional como Juan García Ponce, quien saluda así la obra y la figura del autor de “La tumba india” y “La cabalgata”, entre otros cuentos memorables:

Toda celebración a José de la Colina es una celebración del oficio de escritor. José de la Colina siempre ha estado cerca de la literatura, no digo con la literatura porque a la literatura no se llega nunca. Se le puede ver, palpar, gustar, oler, oír, pero no se llega a ella; se está cerca como lo ha estado siempre José de la Colina. No se puede pedir más. Esta cercanía lleva implícito por eso el hecho de considerar un oficio y José de la Colina puede decir con orgullo: “la literatura es mi oficio”.

Tener esa visión, saber que inevitablemente se es escritor por oficio equivale a haberlo practicado como una necesidad vital y desde todos los ángulos a su alcance. Por eso también José de la Colina conoce con tal perfección todos los elementos de ese oficio.

Es muy fácil hablar de géneros mayores o menores; lo difícil es practicarlos sin ninguna distinción porque todo es literatura. Podemos así hablar de José de la Colina, el autor de tantas y tantas notas sobre libros, sobre pintura, sobre comentarios acerca de la vida literaria; podemos mencionar al José de la Colina hacedor de tantos suplementos, colaborador de tantas revistas, desde que se inició su vida literaria; de José de la Colina el crítico de cine, dueño de una visión del cine y que ha sabido imponerla porque sabe escribir hasta de cine. Ha hecho, en colaboración con Tomás Pérez Turrent, un extraordinario libro de conversaciones con Luis Buñuel, extraordinario no sólo por las respuestas siempre sensacionales de Buñuel, sino por la agudeza de las preguntas, que muestran un conocimiento único de una personalidad y un artista único como Luis Buñuel, y también por la falta de respeto que todo verdadero artista merece. Y podemos hablar, last but not least, de sus libros de cuentos.

VI

El cuento es la unidad narrativa en que se materializa y singulariza la frontera entre las edades infantiles y las edades adultas del ser humano. Es un género que funciona como una bisagra orgánica y simbólica que nombra lo mediato a través de lo inmediato, lo trascendente a partir de lo inminente, lo inmanente a partir de lo contingente. Esa vocación funcional hace del oficio del cuentista un quehacer singular y de forzosa y creciente singularización. Como el poema, el cuento siempre es único, irrepetible. La madurez de José de la Colina como cuentista se puede adivinar por la cantidad de fábulas que sus cuentos auspician o desencadenan pero que el autor ha preferido no escribir y ha descartado declinando las redacciones que considera de algún modo previsibles. En ese sentido, De la Colina ha venido escribiendo —reescribiendo y enmendando— a lo largo de los años y de los cuentos su propio canon cuentístico, compuesto por un centenar de piezas que Traer a cuento reúne por primera vez. Ese canon incluye por supuesto la vanguardia —y De la Colina no ha sido ajeno al benévolo sarampión de los adelantados posteriores al surrealismo como prueba su afiliación espontánea al oulipo o talipo [taller de literatura potencial], inspirado por la inteligencia matemática y poética de Raymond Queneau y luego de Georges Perec—. En español, la parentela y contraparentela de José de la Colina incluye —para no irnos a los apólogos del Conde Lucanor ni a los cuentos de Suárez de Figueroa en El pasajero— los cuentos realistas de Cervantes, de Benito Pérez Galdós (“la revaloración de Pérez Galdós es esencial para la historia literaria del exilio”, ha dicho Arturo Souto), de Leopoldo Alas Clarín, la narrativa modernista hispanoamericana —de Gutiérrez Nájera a Rubén Darío—, el océano narrativo de Ramón Gómez de la Serna —uno de los grandes olvidados de la literatura hispánica del siglo XX al que De la Colina (otro olvidado de tan presente) ha sabido dar siempre su decisivo, ubicuo lugar—, la prosa inventiva de Valle-Inclán y, más modernamente, cierta narrativa en prosa que han practicado en España y América autores como Pedro Salinas, Corpus Barga, Max Aub, Pedro F. Miret y, en América, escritores como Alfonso Reyes, Juan José Arreola y, por supuesto, Jorge Luis Borges.