Enero-Marzo 2006, Nueva época No. 97 Xalapa • Veracruz • México
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Sergio Galindo y Otilia Rauda

José de la Colina

 
Ya en aquel 1959 era Sergio Galindo el admirable autor de Polvos de arroz y acababa de dar a conocer la dura, desgarradora La justicia de enero en la que se había purgado de la experiencia de haber sido agente de Gobernación, y por mi parte yo había publicado algún cuento en La Palabra y el Hombre y tenía un libro de relatos para la colección Ficción de la Universidad Veracruzana, revista y colección dirigidas por Sergio, cuando me invitó él a leer en el Paraninfo de la Universidad Veracruzana, en Jalapa, ¿o en Xalapa?, una conferencia a la que me atreví a titular demasiado ambiciosamente “Novelistas Mexicanos Contemporáneos”, en cuyo texto, por cierto, le dedicaba a Sergio un buen número de líneas a pesar de su urgida, pudorosa recomendación de que no lo hiciera. Como me había ofrecido albergarme en la casa familiar, una casona con patio y corredor a la vez señoriales y cordiales, íntimos y abiertos, dormí en una recoleta habitación, rodeado del silencio y la oscuridad más perfectos, aunque (y esta conjunción adversativa no quiere decir que el hecho me contrarió, muy al contrario) a la mitad de la primera noche me despertaría la líquida metralla, la atronadora delicia, de un también perfecto aguacero tropical, veracruzano, xalapeño, súbitamente desatado allá fuera, sonando en muros, cristales, tejas y hojas, en distintas distancias y varios ritmos, sinfonía salvaje y delicada de la lluvia que parecía destinada a durar eternamente y de pronto cesó de tajo, de modo tan repentino y autoritario como había comenzado, dejando sólo un leve tintineo de gotas en los cuencos de las tejas, en la faz de las hojas, y delgados lloros en los cristales, pocas cosas más bellas que una ventana llorada por la lluvia.

¡Aquella conferencia que di en el Paraninfo en 1959! Desde antes de ver, en la mañanera y friolenta llegada en autobús a Xalapa que empleados municipales pegaban en las paredes de la ciudad carteles color rosa en los que se anunciaba, aunque ellos no supieran, una de mis primeras conferencias, yo la tomaba en serio y hasta con solemnidad, porque no sólo iba a darse en un ámbito universitario sino porque la sola palabra paraninfo que mi imaginación despojaba de sus reales significados (“recinto de actos académicos” y a la vez, increíblemente, “¡padrino de boda!”), me evocaba un paisaje bucólico de ínsulas extrañas y de valles nemorosos y numinosos por los que a veces cruzaban como en la siesta del fauno que en la ocasión sería yo, ráfagas de ninfas y de nínfulas. Y en el acto, entre las presencias femeninas que abigarraban una buena parte de la xalapeña alta sociedad cultural y profesoral allí presente, habría de todo como en la de las señoras, había matronas y matroncillas y señoritas, de no mal o regular ver, y también maravillas ninfescas y ninfulescas particularmente una muchachita delgada, morena, de ojos grises, de elegantes grandes pómulos y carnosos labios a quien el fauno frustrado que siempre he sido logró desconcertar mirándola todo el tiempo de la lectura, sin saber seguramente ella que el tembloroso conferencista se hallaba aún más desconcertado por el hecho de no poder quitarle la mirada. Tan desconcertado que, recurriendo aturdidamente a los libros que tenía a mi lado sobre la mesa, con señaladores de papel en las entrepáginas para tener disponibles los textos de novelas que debía citar, tomé los volúmenes trabucados y como en estado sonámbulo leí un párrafo de La región más transparente atribuyéndoselo a Sergio Galindo y luego uno de La justicia de enero diciendo que su autor era Carlos Fuentes. Este trastueque ocurrió para gozo de mi amigo Francisco González Arámburo, profesor universitario y traductor infatigable de todas las editoriales de México, que se sotorreía con su extraña risa casi afónica y luego vino a felicitarme por el interesante, radical giro que con sólo mi tropezada conferencia acababa yo de dar a la historia de la narrativa mexicana, de modo que se descubría, quién lo hubiera dicho, que Carlos Fuentes era el seudónimo de Sergio Galindo y éste el seudónimo de aquél.

Sergio fue uno de los pocos escritores que tratados personalmente después de leídos me han parecido semejantes a su escritura: sencillo, delgado, a la vez distendido y tenso, con una secreta veta oscura en la caballerosa cordialidad de la mirada y de la voz. Eran tiempos en que los escritores hablábamos de literatura, de libros y autores que nos entusiasmaban, no como ahora en que parecemos más preocupados por la propia situación en el mundo cultural, por los molestos y funestos impuestos, por tener a mano una editorial antes de tener bajo el brazo un libro ya escrito. Y a Sergio, hombre no demasiado parlanchín, sin embargo le gustaba entonces explayarse hablando de páginas amadas cuando conversábamos acerca de La regenta de Leopoldo Alas, de Las olas de Virginia Woolf, de El poder y la gloria de Graham Greene o de La vida breve de Juan Carlos Onetti, libro éste que le había prestado yo, que me dijo haber leído dos veces antes de devolvérmelo y que me glosó apasionadamente una tarde que, en el destartalado, mañoso, peligroso automóvil galindiano, subimos por una empinada y sinuosa carretera, entre lluvia y nieblas y verdísima vegetación, hasta El Bordo, donde sus suegros, me parece, asturianos, tenían un manzanar y una casera industria de sidra y de jamones ahumados cuyos tan diversos aromas ahora, como la humedad y el estruendo de mi inaugural aguacero xalapeño, impregnan para siempre en mi añoranza las páginas de esa tan querible como desgarradora novela llamada precisamente El Bordo que estaba él precisamente escribiendo y de la que me adelantaba como en ráfagas, alternativamente comunicativo y reticente, esbozos de personajes y situaciones.

Creía yo que su querencia en su propia novelística no era el lirismo impresionista e íntimo de la Woolf, ni el lirismo desesperado y autoirónico de Onetti, ni el naturalismo iluminado de Leopoldo Alas Clarín, por mucho que todo eso le atrajera, sino la narración seca, delgada, ceñida estrechamente al asunto, como en Greene; pero ahora, releídas sus novelas de tal modo que ya no predominan en la atención el argumento o la anécdota que ya fueron consumidos en la primera lectura, me parece que tenía Galindo una especie de lirismo implícito, lo que he llamado la música callada de una escritura, que puede encontrarse en autores tan secos o directos como Stendhal o Baroja y tal vez consista, no sólo en la veloz anotación de paisajes, ambientes, personajes, a veces únicamente referidos, sino en un modo de rimar, enlazarse, contraponerse, armonizarse y combatirse las situaciones, los actos, los diálogos, ciertos detalles circunstanciales, y aun meros gestos aislados o recurrentes, y (como muy bien intuye Gilberto Prado Galán en su perspicaz ensayo “Las faces de Otilia Rauda” en el libro colectivo Sergio Galindor Narrador de la Universidad Veracruzana, 1992) una “reasunción de frases en la prosa” que “tiene que ver con las sutiles estratagemas de la intriga y del suspenso”. En esto habría asumido Galindo algunas lecciones de narradores “líricos” como la Woolf y Onetti; lecciones ya tan traducidas y transverberadas a su mundo, su experiencia, su obsesionario particulares que se habrían hecho íntimas y suyas.

Por no sé cuáles motivos no leí Otilia Rauda en el momento en que fue publicada. Lo hice a los pocos días después de la muerte de Sergio, siguiendo mi costumbre de rendir silencioso y solitario homenaje a los escritores estimados que mueren: releyendo una obra suya o, como en este caso, leyéndola por primera vez. La novela me enredó en una fascinación que para mí es la magia de la novela: la capacidad de abstraer al lector del ambiente concreto que lo rodea para sumergirlo en otra realidad tejida por las palabras y en la cual éstas suscitan hechos, personajes, voces, ámbitos, una extraña y a la vez familiar floración humana, a la manera en que toda una flora diversa y colorida nace de las especiales pastillas ¿chinas? que, arrojadas en el agua de una pecera, no tardan en convertirse, abriéndose, esponjándose, en colorido y multiforme paisaje. Y desde luego la flor principal de tal flora es la misma protagonista, esa Otilia a la vez densa y leve, el más angélico monstruo o monstruoso ángel que haya dado tal vez la novelística mexicana, una intensa presencia que desmentiría la denunciada carencia de la literatura mexicana para crear personajes poderosos. Otilia más que una protagonista es una especie de viviente tótem, un objeto de fascinación, un personaje que, sospecho, Galindo venía buscando desde los comienzos de su vocación de novelista y que rima en contrapartida o en negativo con el de su primera novela publicada, Polvos de arroz, de tal modo que si Camerina Rabasa, la patética, ridícula, entrañable gorda sesentona e infantiloide, vive su novela (su novela rosa que torna al gris y aun al negro) como un caso de invisibilidad para sí misma del decadente cuerpo que desmiente sus ilusiones, residiendo en tal prolongada invisibilidad la argucia finamente melodramática del relato, en cambio, en frente, y por lo contrario, es decir rimando en negativo, como contraparte, la atractiva y fea y desinhibida Otilia, cuerpo de tentación y cara de arrepentimiento, ocupa y casi hace estallar el ámbito de la novela con la presencia alucinante de su corporeidad, esa tangible evidencia carnal que es a la vez suntuoso regalo y arma destructora para los hombres, un modo de explorar y colonizar el mundo de los otros cuerpos, de devorar el paisaje novelístico y asimilarlo como el sueño materializado o mejor dicho encarnado de la misma Otilia, cuyo nombre, ha de tenerse esto presente durante la lectura, es diminutivo femenino del germánico Otón, derivado de auda, “propiedad, riqueza, señorío”, y por extensión significa “dueña de señorío”, según el inagotable Diccionario de nombres propios de Gutierre Tibón. Es verdad que el personaje fue antes que nada para su padre literario un nombre y un apellido fascinantes:

—Este personaje es como una pequeña y vieja obsesión mía —me había dicho Sergio en los días en que había comenzado a escribir la novela—. ¿No te suena bien eso de Otilia Rauda?

Me sonaba bien, claro (por la dureza percusiva de la té y lo líquido de la ele en el nombre, y por la vibración de la erre, lo verde de la ú, el serpenteo que daba al apellido la primera sílaba), pero no se me ocurría qué podría hacerse con tales nombre y apellido: cada escritor tiene su pecera y las pastillas ¿chinas? que en ella arroje, como esas afortunadas conjunciones de sílabas, lo mismo podían dar muy buena flora, o mala, o ninguna.

Otilia Rauda floreció espléndidamente. Es un personaje desmesurado, bigger than life, a la vez posesora y poseída de su cuerpo, con el cual invade los espacios de otras vidas, de la novela toda, de nuestra lectura, y esa desmesura le da una calidad trágica y una condición fantástica que se desbordan desde el escenario más o menos histórico en que Galindo la aposenta hasta una suerte de paisaje fronterizo entre la leyenda y la opereta, entre la magia y la ironía. El rostro feo y el cuerpo bellísimo hacen de Otilia una presencia dual, una criatura de zoología fantástica, como una centauresa o una dragona, un personaje que para el cine habría requerido la puesta en escena y en imágenes de un Visconti y un Buñuel. Su folletinesco lirismo, que corre como un río de fuego negro a través del contexto realista de la novela, hace de Otilia un ser de poema, la constante invitación al delirio, al amor y al pavor, pero también a la risa de Rabelais y Quevedo. Cómo siento que Galindo, al írsenos, no haya podido oír mi admiración por una novela que es sobre todo un gran personaje (y la dimensión del personaje da la dimensión de la novela).

(Me pediste, José Luis Rivas, unas páginas sobre Sergio para la Editorial de la Universidad Veracruzana, cuya revista La Palabra y el Hombre, estuvo tan ligada a Galindo, a mi juventud de escritor, como ligada a mí estuvo la paralela colección Ficción, y si las he demorado semanas y semanas es porque a veces ocurre que personas y obras que queremos son las más evasivas a nuestros intentos de esclarecerlas o siquiera evocarlas con el pobre recurso de nuestras palabras. Pero esta tarde se ha abatido una pluvial sinfonía casi tropical, casi veracruzana, casi xalapeña, en la Ciudad de México, un aguacero que ha cruzado años desde aquella noche en la casa familiar del querido amigo ahora ausente y digno para siempre de nuestro recuerdo. Y entonces me he sentado frente a la olivetti a remedar, aunque torpemente, la música de la lluvia, a teclear unas cuartillas sin saber cómo terminarlas, y es que a la escritura le puede dar el capricho de llegarnos en ráfagas, como las lluvias tropicales tan súbitas de incipits como de finis, esos raudos, otílicos aguaceros.)