Enero-Marzo 2006, Nueva época No. 97 Xalapa • Veracruz • México
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A orillas del Oise

José de la Colina

 
Este río, medita Robert Louis Stevenson, estuvo a punto de tragarme el otro día en que durante tres horas habíamos navegado cuatro amigos y yo en una barquichuela desde Origny, proeza tan mezquina que a decir verdad, para avanzar tan poco trecho, casi hubiera sido mejor ir por tierra.

Pero yo le he perdonado al río su tentativa de asesinato, pues en ella no sólo intervinieron los desgobernados vientos que soplaron del cielo y derribaron el árbol que a su vez derribó nuestra barquilla, sino que además intervino mi pobre ciencia de la navegación y el hecho permanente y comprensible de que el Oise, como todas las corrientes de agua, sabe que su patria de origen y de destino es la mar e intenta reunírsele. En su prisa, cómo no han de enfurecerlo tantas vueltas y revueltas que debe hacer a través del territorio y que ni los más expertos geógrafos han contado, pues no existe mapa en que aparezcan las infinitas contorsiones de su curso.

Así, pues, he perdonado a este río porque es parte del misterio sagrado del mundo y porque después de una buena mujer, de un buen libro y de un buen tabaco, nada hay tan placentero en la tierra como un río, no hay música ni novela ni drama ni clase alguna de espectáculo, salvo quizá el mar mismo o el fuego, que nos subyugue a tal modo la mirada y el pensamiento.

Aquí estoy mirando el río como tantas veces, o no tanto el río como los juncos de la orilla, y me pregunto:

¿Por qué tiemblan los juncos en el río?
¿Existe acaso un arcaico y potente mito que susurra cuando el viento pasa sobre el río y entre los juncos?

No lo sé, pero siento que no hay en la naturaleza muchas cosas que sean tan fuertes para el corazón y el pensamiento del hombre.

El temblor de los juncos en el río es una elocuente pantomima del terror, es para que se llenen de alarma la mirada y el pensamiento y el corazón del hombre al ver tantos despavoridos que buscan refugio en los remansos de la ribera y que tiemblan, ¿tal vez de frío? No me extrañaría, metidos como están hasta el pecho en la corriente, ¿o tal vez no habrán podido acostumbrarse a la furiosa violencia del río, o al milagro de su continuidad? No, no lo sé. Yo sospecho que Pan, antes de que su muerte fuera proferida desde los cielos del Mediterráneo, hizo flautas con los antepasados de estos juncos, y de esas flautas hizo melodías cuyos ecos tal vez, si hubiera suficiente silencio, si la tierra no hiciese tanto ruido al girar y rozar con el espacio, podríamos oír en esta mañana gris, porque algo en mí dice que todavía hoy, con las manos del agua y el soplo del aire, la vieja divinidad tañe para las nuevas generaciones que habitan a lo largo de este valle.

Es la misma melopea dulce y ríspida que nos canta la belleza y el terror del mundo.