Enero-Marzo 2006, Nueva época No. 97 Xalapa • Veracruz • México
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Los Malabé

José de la Colina

 

Para Antonio Montaña

Tomábamos el café bajo el parasol circular, mi rando un mar liso y restallante de luz y volviendo las espaldas a las casuchas de madera gris que se veían amontonadas allá abajo como por un colérico manotazo de gigante. Los barcos paraban allí a recoger el café que don Francisco Malabert enviaba a los Estados Unidos. A eso y nada más. Los marineros no bajaban a beber y pelear en la única taberna del puerto, ni a vaciar su lujuria en un cuerpo negro o mulato. No; allí sólo cargar la mercancía —los miles y miles de sacos con las invariables letras en negro: malabert— y descargar algún piano de cola, algunas cajas de vino, algunos finos perfumes, algunos frondosos sombreros o un automóvil último modelo. Encargos de los altos empleados de la compañía, de sus mujeres o bien de la misma familia Malabert.

Durante cuatro soleados atardeceres yo había intentado obtener para mi compañía una importante rebaja sobre una partida de café, pero a pesar de mi persuasiva labia —de eficacia comprobada por mi magnífica historia de agente— no conseguía atraer al viejo hasta la transacción. Aquella tarde, como las anteriores, don Francisco me escuchaba cortésmente. Es decir, escuchaba mi voz, atendía a mi gesto, pero rechazaba las palabras, las ignoraba. Aún me pregunto qué había de irreductible en aquel mulato sesentón de piel casi azul, de labios finos, de recortado ademán y elegante atuendo blanco. Tomaba un sorbito de café, otro de ron, me miraba un momento, miraba hacia el mar, bebía un trago de café, otro de ron y me preguntaba, la voz quebrada intentando ocultar el origen tropical, esforzándose en una buena pronunciación castellana:

—¿Le parece a usted, don Felipe?
Y yo redoblaba mis razones, traía a colación argumentos patrióticos. Porque represento a una companía cuyo membrete, al menos, se imprime en español: la Consolidada Mercantil, S. A.
Y don Francisco Malabert:
—¿Le parece, don Felipe?
Su pequeña mano cuidaba de que la ceniza del cigarro no cayera en sus cegadoras ropas. Uno de sus pies, casi de niño, balanceaba levemente una sandalia.
—¿Le parece a usted, don Felipe?
Aquel hombre tenía colgado el corazón de un cable de acero. De las rendijas de sus ojos salía muy poco de aquella mirada que parecía un tranquilo humo interior.
—¿Le parece a usted?

El mar refulgía, el sol giraba en el cielo, carbonizando los ojos. Un runrún tartajeó en la lejanía, acercándose hacia nosotros; distinguí sobre la palpitante llanura de agua un punto que trazaba detrás suyo un surco de espuma. El punto adquirió el aspecto de un escarabajo y finalmente su más auténtica apariencia: la de una lancha movida a motor. El blanco surco se hacía circular, apuntaba hacia un pequeño embarcadero de la bahía.

Don Francisco Malabert se inclinó, sacando la cabeza del círculo de sombra y lanzó toda su mirada hacia la embarcación. Sus ojos no pestañearon hasta que el runrún no se detuvo en el desembarcadero; y un negro joven, en pantalón de baño, saltó a tierra, amarró la lancha y entró en una caseta. Don Francisco recogió su mirada, suspiró y dijo:

—Muy bien, don Felipe, tendrán ustedes la rebaja.
El asombro y el contento cayeron sobre mí como una catarata de dólares. Hubo un paréntesis de silencio. Luego, don Francisco, otra vez la mirada escondida tras las inescrutables rendijas, el pie columpiando la sandalia, añadió:
—La partida saldrá en cuanto arribe el Espíritu Tranquilo. ¿Le parece a usted?
La voz se deshizo en el sol, junto con el humo de su cigarro.

Eran monótonos los días en espera del buque principal de la flotilla Malabert, el Espíritu Tranquilo. La biblioteca de aquel caserón de múltiples patios y pasillos sólo me ofrecía libros sobre historia y economía… y además en francés. Pensando en la ganancia que arrojaría mi tanto por ciento en aquella comisión, procuré ser por lo menos un huésped divertido para la pequeña y elegante momia azul y sus dos hermanas, doña Rosario Dulce y doña Gloria de los Ángeles Malabert, solteronas algo más que maduritas. Había advertido que ninguna de ellas se hablaba con su hermano, salvo para darle los buenos días, las buenas tardes y las buenas noches.

De modo que en las sobremesas nocturnas debía repartir mi conversación entre don Francisco y las dos hermanas, las dos sesentonas atrincheradas en un acre olor de santidad, en un silencioso aire de intransigencia; intransigencia para él, para su mundana elegancia, para su mirada, para sus gestos, o quizá para algún error cometido en un ayer no muy lejano. En retribución a mis interesantes charlas, las señoritas me obsequiaron con repetidos conciertos gramofónicos de Verdi y Schubert.

Una tarde, víspera del arribo del barco, recordé que no conocía el poblado —que bien podía llamarse Malabert, porque ése era el nombre del que lo hizo surgir de la nada, o mejor dicho, del café, en aquella olvidada costa—. Me extrañaba que el mismo don Francisco no me hubiera invitado a visitarlo. A decir verdad, nunca había visto al viejo dar un solo paso más allá del caserón…

Decidí proponer a don Francisco un paseo por sus dominios. Lo hice cuando admirábamos su amplia colección de mariposas —mariposas cruelmente fijadas con alfileres al terciopelo escarlata de sus cajitas—. Don Francisco me miró repentinamente, algo alterado, despegó los labios, creo que para aceptar. Escuchamos el frufrú de doña Gloria de los Ángeles cruzar la sala, perderse en el corredor. Don Francisco bajó la cabeza.

—Oh, le acompañaría encantado —murmuró—, pero ellas… Quiero decir, yo… ¿Me disculpará usted si le digo que me es imposible acompañarlo?
Apresuradamente, me ofreció su automóvil, pero lo rechacé diciendo que prefería estirar un poco las piernas. Me despidió con un gesto vago, como si fugazmente hubiera cruzado su ánimo el intento de retenerme.

Así que recorrí el pueblo. Pero acaso la palabra pueblo sea un nombre excesivo para aquellas dos líneas paralelas de casas de madera gris, en medio de las cuales sólo había un espacio de tierra aplanada, con charcos y pedruscos, que tampoco merecía llamarse calle, aunque de cuando en cuando pasara por allí un flamante automóvil. Pero los del lugar decían pueblo porque había una taberna, una peluquería, una iglesia, una tienda que tenía de todo un poco. Al final de la… bien, llamémosla calle, estaba la estación ferroviaria, con los destartalados furgones que traían de tierra adentro el café de don Francisco.

En veinte minutos había finalizado mi paseo, y un poco deprimido busqué el mar. Al pasar por un desembarcadero reconocí una lancha y un negro joven con pantalón de baño guinda. Sí, eran los mismos. La lancha se balanceaba en el agua dando ligeros tirones a la amarra, como si quisiera tímidamente irse mar adentro. El dueño, con el sombrero de paja inclinado sobre los ojos y las manos enlazadas bajo la nuca, yacía sobre ella bien despatarrado, moviendo los dedos de los pies.

—¡Hola, blanco! —gritó al verme—. ¿Paseando?
—Sí —respondí, deteniéndome—. ¿Descansando?
—Ya tú veh. Ehperando la brisa, que no ha de tardá en llegá. Aquí el só eh un tormento de crihtiano. Pero tú llevah un buen sombrero pal só. Se ha de sentí frehquito el melón, ¿no eh verdá, blanco?
Me acerqué a él, divertido.
—Oye blanco, de verdá: súbete aquí a gosá del balanseo.
Saturado como me hallaba de Verdi, Schubert y familia Malabert, pensé que la charla del negro me haría olvidarlos; lo que realmente olvidé era que el sello de los Malabert estaba impreso en todo, hasta en el aire de aquel lugar. Subí al bote y una blanquísima sonrisa me saludó desde el rostro oscuro.
—Tú veh, s’está bien aquí, ¿eh, blanco?
—Muy bien.
—Es tó lo que yo pido, tó lo que yo pido.
La quietud nos rodeaba. Como si sólo unos metros de agua se balancearan bajo el bote. Y el sol flameaba arriba, quemando un cielo blanco. Miré hacia la casa de los Malabert: en la terraza vigilaba solitario el rojo parasol. El negro había seguido mi mirada.
—¿Te acomoda don Paco Malabé, blanco?
—Es un caballero —dije.
—Sí señó, qué caraho. Un caballero, un perfecto caballero. Y una persona de verdá verdá. Mira, blanco, ahí donde tú lo veh a Paco Malabé tan caballero y tan millonario, él se venía con mucho gusto a conversá acá con nosotros…
Meneó la cabeza, mirándose los dedos de los pies.
—Pero no lo dehan… —dijo.
“Imposible”, me había dicho don Francisco. Imposible. Eso había dicho el poseedor de los cafetales más extensos del país, el dueño de cuatro barcos de carga y de todo objeto, animal y ser humano de aquellos lugares.
—Esah cañah sin asúca, esoh esqueletoneh con faldah no lo dehan ni sacá lah nariseh. Sólo para ir a misa.
Casi lo tenía en mis oídos: el frufrú de la falda de doña Gloria de los Ángeles Malabert.
—No lo dehan…
—¿Por qué? —pregunté— ¿Está enfermo?
—¿Enfermo, dise? Según como tú lo veah. Sí señó, según como tú lo veah. Aunque pué que se le llame enfermedá, pué.
—¿Qué le pasa, entonces?
El negro hurgó con su mirada en mis ojos, movió el brazo hacia atrás, palmeó el motor de la lancha.
—¿Te fijah, blanco? Eh un motó disel. Un disel de loh buenoh. Arranca casi solito.
Siguió palmeando el metal. Paf paf paf… Callábamos. La sombra veloz de una gaviota me cruzó la frente sudorosa, como queriendo enjugármela. Allá lejos, detrás de las ondulantes paredes de calor, bufaba un automóvil.
—Él me lo regaló —añadió el negro—. Y te voy a desí por qué, por un favor de ná, sólo por callarme la boca.
Me miró inclinando la cabeza a un lado, la quijada suelta.
—Oye, blanco, ¿tú me dah tu palabra de caballero que no se loh cuentah a nadie? ¿Que no cuentah lo que yo te voy a contá?
—Palabra de caballero.
—Júralo.
—Lo juro.
—Pueh tú veráh…

Una mañana de domingo. Nepomuceno Sánchez, recostado en su bote, esperando la brisa que no tardaría en llegar, soñaba como siempre con su motor diesel y calculaba los años y centavos de espera que iban de aquel día al motor. Y salían muchos años, demasiados centavos. Y Nepomuceno suspiraba.

En uno de sus cálculos vio venir las tres correctas figuras de los Malabert: don Francisco y sus hermanas. Iban al cobertizo que hacía de cochera, en donde estaría esperándolos ya con el motor en marcha aquella eficaz combinación de Cadillac y chofer blanco que don Francisco adquiriera hacía poco.
Don Francisco saludó al joven negro:

—¡Hola, Nepomuceno!
—¡Hola, don Paco! —saludó el negro con su voz de tronco húmedo—. ¡Hola, niña Gloria de loh Anheleh, niña Rosario Dulse!

Pero doña Gloria de los Ángeles y doña Rosario Dulce eran así: no saludaban a un negro aunque les pusieran brasas bajo los pies. ¡Pobre don Paco, vivir entre esos ehqueletoneh! Tan buena persona, tan caballero que sus millones y millones no le impedían tomarse una o dos cervecitas con los negros en la taberna de Concepción Mejía.

Los Malabert entraron en el cobertizo. Un minuto después salió de allí el automóvil, un zumbido envuelto en metal, perdiéndose entre las palmeras calvas y las ondas que el calor meneaba perezosamente sobre la carretera.
Un enorme, un quieto espacio de sol y silencio. El mar dejando sobre la arena morosas planchas de agua. Una gaviota repitiendo su milésimo círculo en la altura. Luego, la silueta recortada en blanco, de pequeños pasos saltarines, don Paco Malabé, apareció caminando por la veredita costera, venía hacia Nepomuceno, ya llegaba, decía:

—Negro, yo quiero que tú vengas a casa, que deseo hablar contigo.
“Y qué caraho, blanco, yo lo seguí, porque pa’ eso tá uno, y máh cuando la gente eh de verdá verdá. Y me llevó al caserón, abrió la puerta y entramoh loh doh en lo ojcuro, tú te imaginah, ahí loh doh solitoh…”

Los dos, el atlético negro en su traje de baño guinda y el mulato rico, delgado, pequeño, con sus labios finos, sus canas, sus ojitos soñadores. Ahí, en la húmeda sombra del zaguán, a unos pasos del jardín incendiado en colores.
“Y entonseh noh vimoh un ratito, ¿te fijah?, yo a él y él a mí. Y luego don Paco Malabé me dise con una vosesita de ná, me dise:
—Oye negro, ¿tú me hablahteh una vé de un motó?”

En aquella mañana dominical, una vez terminado el servicio religioso, doña Rosario Dulce y doña Gloria de los Ángeles Malabert vuelven en el impetuoso coche, inquietas porque su hermano las abandonó en pleno sermón del padre Barriga, y Paco nunca había hecho eso. Dan prisa al chofer, le palmean el hombro, para llegar pronto a casa y enterarse de si Paquito está enfermo, en cuyo caso sacarán de cajones no abiertos en muchísimo tiempo toda una romería de yerbas medicinales, de pastillas infalibles, de benéficas pomadas, y le harán tomar humeantes infusiones, lo acostarán en la gran cama en que el pobrecito quedará como náufrago, y volverán a sentir que es un niño que juega al enfermo para darles oportunidad de sacar a relucir los tesoros de ternura que ellas, ¡ay!, guardan en el interior de sus secas estampas.

Descienden del coche, las dos caminando bajo las sombrillas de color impreciso (acaso verde, acaso amarillo), las dos agitando los armatostes que ahuecan sus vestidos; se llegarán al portón de noble madera labrada, harán que el aldabón, la principesca mano metálica y verdinegra, dé tres golpes —que resuenan en todos los pasillos, en todas las habitaciones, en el jardín, en toda la amplitud inmóvil y callada que habita la mansión—, esperarán, volverán a tocar, pero antes del tercer aldabonazo la puerta rechina alejándose de los nudillos de Rosario Dulce, y un soplo de fresca penumbra roza a través de los velos los rostros arrugados.

—¿Paquitooo?

Avanzan por el pasillo, sus nerviosos murmullos apagados por el murmullo de las faldas, avanzan y pasan la sala, una alcoba, y luego otra —es la de Gloria de los Ángeles, y el armario muestra los cajones abiertos, desbordando ropas revueltas—, llegan a la habitación de Paquito, empujan la puerta, y entonces se han quedado inmóviles, como congeladas por un terrible fogonazo de magnesio: en la habitación, de pie, hay una mujer extraña, una mujer pequeña, de piel casi azul, de labios delgados, de ojitos que encierran un lento humo interior; luego una fugaz silueta negra y guinda ha saltado por la ventana, se oye su zambullida en el mar, mientras esa mujer, esa desconocida mujer de apellido Malabert, sonríe temerosa, recordando que cuando Paquito, hace muchos años, en la infancia, se disfrazó de niña, el entonces vivo señor Malabert lo castigó con dos meses de encierro en casa.