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Para
José Emilio Pacheco
Allí
están, grabadas en la piedra, miles de veces lavadas por
la lluvia y calentadas por el sol, las palabras: apenas una recordación
donde no hay nombres, donde no se alude a ninguno de los caballeros,
ni a él siquiera…
Ni a él, que aquella madrugada del año 1479 había
dejado la tienda para salir a la débil luz solar y leer los
renglones aún olorosos a tinta, indecisos y febriles como
el ánimo que los dictó.
“Gran temor tiene mi vida de mirar vuestra presencia…”
Guareció el pergamino dentro del peto y se volvió
vivamente al oír el son agudo y vibrante que levantaba en
el alba rojiza los primeros estandartes y hacía entrechocar
los metales. Un sordo retumbar cosquilleó las plantas de
sus pies: ya traían los caballos, sujetos por las bridas,
y las colas palpitaban en el frío con gestos de bandera.
“…pues amor en vuestra ausencia me hirió de tal
herida…”
Sobre su hombro se posaron el guante negro y la voz seca, menos
imperiosos que amigables:
—Debéis montar. ¿Rezabais?
No era necesario volverse, cual si el guante y la voz no fueran
alguien, sino algo surgido de uno mismo, el vaho tibio saliendo
de nuestros labios.
—Sí —dijo.
Rezaba a los ojos aquellos, a la grisazul mirada fría cuya
portadora había huido una vez, la falda siseando sobre las
piedras del corredor, dejándolo a él quieto y con
las ardorosas palabras atropellándose labios adentro. A ella
rezaba, no a la madre de sus hijos.
Malditos el lugar, la música y la ocasión. Mil veces
malditos los hacedores de acordadas músicas. ¿Por
qué entonces no opuso ella los castillos más inexpugnables,
muros y baluartes, y barreras, y cavas hondas y chapadas?, pero
ya los laúdes habían iniciado la danza y mi mano acudía
a rozar las yemas de su dedos, y ella sonrió. De modo que
ella y sólo ella es la heridora… Antes del combate
desfallezco.
Nuevamente la mano apretó su hombro:
—¿Os sentís mal?
—No.
Quedó solo, poniéndose lentamente los guantes, con
la cabeza inclinada, no alcanzado por el ajetreo que preludiaba
el ataque, la embestida heroica o mortal. Y en verdad no estaba
allí, en el campamento, no estaba en aquel alba, sino días
y días atrás, en un crepúsculo, oyendo aquella
campana tañida con golpes cada vez más lentos, cada
vez más graves, hasta que sólo ecos y un humo terroso
quedaban sobre las dos hileras de guerreros, sobre los cascos y
los férreos guanteletes posados en los pomos de las espadas,
mientras las últimas paletadas, semideshechas por el viento,
cubrían el montículo que abrigaba al conde de Paredes
y maestre de Santiago, su padre, muerto de aquella mala sangre…
Y no murió sobre el caballo, como quería, sino en
el lecho. Pero hizo guerra a los moros, ganó sus villas y
fortalezas, y cuantas veces ocuparon sus tierras enemigos, él
las recobró por sus manos. Se hubiera dicho que sólo
guerrear sabía, porque sólo a guerrear nos enseñó.
Nunca dama alguna le hiciera flaquear, le alejara el pensamiento
del combate. Yo tengo su sangre, pero estos dedos casi son de mujer
—él lo decía— aunque más manejaron
el acero que la pluma. ¿Qué hubiera dicho al ver que
aquella esquiva dama me hace flaquear en esta hora? ¿Simplemente
hubiera vuelto el rostro comido por la enfermedad, hubiera vuelto
el rostro hacia mí para mostrarme sólo silencio? Pero
no es por miedo que deseo guardarme, sino por querer acabar otra
empresa, por alcanzar otra fortaleza y derretir la fría mirada
grisazul, por detener el altivo paso de faldas susurrantes. Por
vivir hasta entonces quiero no morir. Adamado estoy, que no temeroso.
Vio venir hacia él, sujeto por firmes manos, su caballo.
Se acercaba con el cuello arqueado, uniendo y desuniendo los cascos
con los cascos de su propia sombra, las narices humeantes, los belfos
húmedos… Lo montó cuando otros jinetes le rozaban
ya con sus cabalgaduras. Un guante negro se había alzado
para apremiarle. Aguijoneó el caballo y tomó su lugar
entre los guardias de Castilla que debía capitanear. En la
hilera, las cabezas de los animales remedaban un oleaje multicolor.
Un cuerno ululó, la mano se alzó, ahora enarbolando
una fría llama de acero, la voz saltó por encima de
todos como un pendón desprendido, y súbitamente un
fragor de metálico aguacero, subiendo de la tierra con el
polvo, envolvió el alud de colas, cabezas y espadas, y él
subía y bajaba en la montura, mientras metros y metros de
terreno desaparecían bajo él, corrían a su
lado, golpeados por innumerables cascos. Luego brotó el grito
invariable, repetido por dispersas gargantas, coreado por rugidos:
¡Vivan Isabel y Fernandooo!
No volver atrás, imposible; cabalgando en tiempo de ahora.
No volver al corredor, tomarla del brazo y obligarla a mirarme,
quitar con mi mirada lo gris de sus ojos azules, abrazar su talle,
ahuecar la mano para recibir sus pechos. Yo cabalgando, ella susurrando
velozmente en vuelo de ropas por el corredor, aumentando distancia,
tiempo.
Todas a una, movidas por otro grito, las lanzas se inclinaron hasta
la horizontal, oponiendo puntas y banderines hacia el castillo,
que se acercaba adensándose piedra a piedra, vomitando enemigos
jinetes por la inmensa puerta.
Acortaban terreno: solitarios árboles huían hacia
atrás, rozándolos apenas con sus hojas; montículos
subían y bajaban como ondulaciones de una parda alfombra
sacudida bajo ellos. La mano enguantada en negro y la llama de acero
se alzaban y bajaban una vez y otra, seguidas de colas y grupas
atropelladas, desdibujándose en la polvareda acuchillada
por sesgados rayos de sol. Y entonces los vio: los otros jinetes.
Jinetes amigos, puesto que también cabalgaban contra el castillo,
puesto que también sus lanzas tenían pendones morados.
¿Pero de dónde habían salido, cómo se
habían adelantado en la embestida? Porque ya algunos de estos
repentinos aliados atravesaban el pecho de los del castillo, ya
algunos caían de sus monturas, flechados desde las almenas.
Sus compañeros y él tardarían algún
tiempo en llegar a la refriega, pero los cascos sonaban más
lentamente, se diluían en el silencio, y jinetes y caballos
rozaban apenas el suelo, parecían flotar en el aire.
Vio alzarse el guante negro y la espada, pero no entre los suyos:
entre los jinetes adelantados, y vio cómo guante y espada
eran derribados de un lanzazo. Volvió el rostro: el jinete
de los guantes negros no había caído, cabalgaba a
su lado igual que hasta entonces.
Un ramalazo de lucidez le reveló que los mismos jinetes que
flotaban a su lado cabalgaban allá delante, capitaneados
por un jinete que él conocía. A pesar de la distancia
vio el rostro, vio la mejilla abierta y en carne viva, los rojos
tejidos, el blanco del pómulo, el pus. El rostro comido por
la enfermedad. Volviéndose hacia mí, mostrándome
silencio. Guerreando. Condenándome. ¿Pero por qué?
¿En qué he traicionado a mi estirpe? Lanzó
un grito de terror: aquel jinete ya no era el maestre, sino él
mismo. Y se vio allá, embistiendo hasta la entrada del castillo,
abatiendo la espada sobre los contrarios: se vio alcanzado por una
flecha, expulsando un violento chorro de sangre, cayendo de la montura.
Oyó un gemido y al volverse vio que el jinete de los guantes
negros, atravesado por una lanza, se inclinaba sobre el pescuezo
de su cabalgadura y se deslizaba hacia abajo.
El amigo de mi padre, el mando, el dueño de la grisazul mirada
y el paso susurrante. Algo empujaba su sangre, concentrándola
en el pecho y en las manos. Como si su padre le hubiera habitado
el cuerpo, obligándolo a embestir.
Se encontró ante la puerta del castillo, alzando y abatiendo
furiosamente la espada sobre pechos y cráneos, y cuando escuchó
el zumbido de la flecha, quiso frenar el caballo, echarlo atrás,
pero ya era tarde.
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