Enero-Marzo 2006, Nueva época No. 97 Xalapa • Veracruz • México
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La cabalgata

José de la Colina

 

Para José Emilio Pacheco

Allí están, grabadas en la piedra, miles de veces lavadas por la lluvia y calentadas por el sol, las palabras: apenas una recordación donde no hay nombres, donde no se alude a ninguno de los caballeros, ni a él siquiera…

Ni a él, que aquella madrugada del año 1479 había dejado la tienda para salir a la débil luz solar y leer los renglones aún olorosos a tinta, indecisos y febriles como el ánimo que los dictó.

“Gran temor tiene mi vida de mirar vuestra presencia…”
Guareció el pergamino dentro del peto y se volvió vivamente al oír el son agudo y vibrante que levantaba en el alba rojiza los primeros estandartes y hacía entrechocar los metales. Un sordo retumbar cosquilleó las plantas de sus pies: ya traían los caballos, sujetos por las bridas, y las colas palpitaban en el frío con gestos de bandera.

“…pues amor en vuestra ausencia me hirió de tal herida…”
Sobre su hombro se posaron el guante negro y la voz seca, menos imperiosos que amigables:
—Debéis montar. ¿Rezabais?
No era necesario volverse, cual si el guante y la voz no fueran alguien, sino algo surgido de uno mismo, el vaho tibio saliendo de nuestros labios.
—Sí —dijo.

Rezaba a los ojos aquellos, a la grisazul mirada fría cuya portadora había huido una vez, la falda siseando sobre las piedras del corredor, dejándolo a él quieto y con las ardorosas palabras atropellándose labios adentro. A ella rezaba, no a la madre de sus hijos.

Malditos el lugar, la música y la ocasión. Mil veces malditos los hacedores de acordadas músicas. ¿Por qué entonces no opuso ella los castillos más inexpugnables, muros y baluartes, y barreras, y cavas hondas y chapadas?, pero ya los laúdes habían iniciado la danza y mi mano acudía a rozar las yemas de su dedos, y ella sonrió. De modo que ella y sólo ella es la heridora… Antes del combate desfallezco.

Nuevamente la mano apretó su hombro:
—¿Os sentís mal?
—No.

Quedó solo, poniéndose lentamente los guantes, con la cabeza inclinada, no alcanzado por el ajetreo que preludiaba el ataque, la embestida heroica o mortal. Y en verdad no estaba allí, en el campamento, no estaba en aquel alba, sino días y días atrás, en un crepúsculo, oyendo aquella campana tañida con golpes cada vez más lentos, cada vez más graves, hasta que sólo ecos y un humo terroso quedaban sobre las dos hileras de guerreros, sobre los cascos y los férreos guanteletes posados en los pomos de las espadas, mientras las últimas paletadas, semideshechas por el viento, cubrían el montículo que abrigaba al conde de Paredes y maestre de Santiago, su padre, muerto de aquella mala sangre…
Y no murió sobre el caballo, como quería, sino en el lecho. Pero hizo guerra a los moros, ganó sus villas y fortalezas, y cuantas veces ocuparon sus tierras enemigos, él las recobró por sus manos. Se hubiera dicho que sólo guerrear sabía, porque sólo a guerrear nos enseñó. Nunca dama alguna le hiciera flaquear, le alejara el pensamiento del combate. Yo tengo su sangre, pero estos dedos casi son de mujer —él lo decía— aunque más manejaron el acero que la pluma. ¿Qué hubiera dicho al ver que aquella esquiva dama me hace flaquear en esta hora? ¿Simplemente hubiera vuelto el rostro comido por la enfermedad, hubiera vuelto el rostro hacia mí para mostrarme sólo silencio? Pero no es por miedo que deseo guardarme, sino por querer acabar otra empresa, por alcanzar otra fortaleza y derretir la fría mirada grisazul, por detener el altivo paso de faldas susurrantes. Por vivir hasta entonces quiero no morir. Adamado estoy, que no temeroso.

Vio venir hacia él, sujeto por firmes manos, su caballo. Se acercaba con el cuello arqueado, uniendo y desuniendo los cascos con los cascos de su propia sombra, las narices humeantes, los belfos húmedos… Lo montó cuando otros jinetes le rozaban ya con sus cabalgaduras. Un guante negro se había alzado para apremiarle. Aguijoneó el caballo y tomó su lugar entre los guardias de Castilla que debía capitanear. En la hilera, las cabezas de los animales remedaban un oleaje multicolor.

Un cuerno ululó, la mano se alzó, ahora enarbolando una fría llama de acero, la voz saltó por encima de todos como un pendón desprendido, y súbitamente un fragor de metálico aguacero, subiendo de la tierra con el polvo, envolvió el alud de colas, cabezas y espadas, y él subía y bajaba en la montura, mientras metros y metros de terreno desaparecían bajo él, corrían a su lado, golpeados por innumerables cascos. Luego brotó el grito invariable, repetido por dispersas gargantas, coreado por rugidos: ¡Vivan Isabel y Fernandooo!

No volver atrás, imposible; cabalgando en tiempo de ahora. No volver al corredor, tomarla del brazo y obligarla a mirarme, quitar con mi mirada lo gris de sus ojos azules, abrazar su talle, ahuecar la mano para recibir sus pechos. Yo cabalgando, ella susurrando velozmente en vuelo de ropas por el corredor, aumentando distancia, tiempo.

Todas a una, movidas por otro grito, las lanzas se inclinaron hasta la horizontal, oponiendo puntas y banderines hacia el castillo, que se acercaba adensándose piedra a piedra, vomitando enemigos jinetes por la inmensa puerta.
Acortaban terreno: solitarios árboles huían hacia atrás, rozándolos apenas con sus hojas; montículos subían y bajaban como ondulaciones de una parda alfombra sacudida bajo ellos. La mano enguantada en negro y la llama de acero se alzaban y bajaban una vez y otra, seguidas de colas y grupas atropelladas, desdibujándose en la polvareda acuchillada por sesgados rayos de sol. Y entonces los vio: los otros jinetes.

Jinetes amigos, puesto que también cabalgaban contra el castillo, puesto que también sus lanzas tenían pendones morados. ¿Pero de dónde habían salido, cómo se habían adelantado en la embestida? Porque ya algunos de estos repentinos aliados atravesaban el pecho de los del castillo, ya algunos caían de sus monturas, flechados desde las almenas.

Sus compañeros y él tardarían algún tiempo en llegar a la refriega, pero los cascos sonaban más lentamente, se diluían en el silencio, y jinetes y caballos rozaban apenas el suelo, parecían flotar en el aire.

Vio alzarse el guante negro y la espada, pero no entre los suyos: entre los jinetes adelantados, y vio cómo guante y espada eran derribados de un lanzazo. Volvió el rostro: el jinete de los guantes negros no había caído, cabalgaba a su lado igual que hasta entonces.

Un ramalazo de lucidez le reveló que los mismos jinetes que flotaban a su lado cabalgaban allá delante, capitaneados por un jinete que él conocía. A pesar de la distancia vio el rostro, vio la mejilla abierta y en carne viva, los rojos tejidos, el blanco del pómulo, el pus. El rostro comido por la enfermedad. Volviéndose hacia mí, mostrándome silencio. Guerreando. Condenándome. ¿Pero por qué? ¿En qué he traicionado a mi estirpe? Lanzó un grito de terror: aquel jinete ya no era el maestre, sino él mismo. Y se vio allá, embistiendo hasta la entrada del castillo, abatiendo la espada sobre los contrarios: se vio alcanzado por una flecha, expulsando un violento chorro de sangre, cayendo de la montura.

Oyó un gemido y al volverse vio que el jinete de los guantes negros, atravesado por una lanza, se inclinaba sobre el pescuezo de su cabalgadura y se deslizaba hacia abajo.

El amigo de mi padre, el mando, el dueño de la grisazul mirada y el paso susurrante. Algo empujaba su sangre, concentrándola en el pecho y en las manos. Como si su padre le hubiera habitado el cuerpo, obligándolo a embestir.
Se encontró ante la puerta del castillo, alzando y abatiendo furiosamente la espada sobre pechos y cráneos, y cuando escuchó el zumbido de la flecha, quiso frenar el caballo, echarlo atrás, pero ya era tarde.