Mayo-Junio 2002, Nueva época No. 53-54 Xalapa • Veracruz • México
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De Sombras en la hierba
Isak Dinesen

 

El gran gesto

Llegué a gozar de cierta fama como médico entre los aparceros de la granja; hasta de Limoru o de Kijabe acudían los pacientes a mi consulta. Al comienzo de mi carrera había practicado algunas curas con una suerte prodigiosa, y esto había hecho que mi nombre se extendiera por las manyattas. Posteriormente llegué a cometer grandes errores, que me afligen cada vez que los recuerdo, pero mi prestigio no pareció salir menoscabado e incluso a veces llegué a pensar que la gente me tenía ley precisamente por no ser yo infalible. Este rasgo es también característico de los africanos en otras de sus relaciones con los europeos.
Mi hora de consulta oscilaba aproximadamente entre las nueve y las diez y tenía lugar en la terraza empedrada al este de mi casa.
La mayor parte de los días mis actividades se reducían a llevar en el coche a los enfermos al hospital de Nairobi o al de la Misión escocesa en el territorio kikuyu, ambos buenos. Siempre había algún caso de peste en un lugar u otro del distrito; entonces debíamos llevar a los pacientes al hospital de lucha contra la peste, en Nairobi, de lo contrario la granja era puesta en cuarentena. A mí la peste no me daba miedo, pues sabía que de esa enfermedad lo mismo puede uno morirse que levantarse tan sano como antes y porque, además, consideraba noble morir de una enfermedad a la que papas y reinas habían sucumbido. También se daban casos de viruela casi constantemente, y al mirar aquellas caras jóvenes y viejas en torno mío marcadas de agujeritos, como dedales, para el resto de sus vidas, no podía menos de sentir escalofríos; pero las disposiciones del Gobierno nos tenían sometidos a frecuentes inoculaciones antivariólicas. En cuanto a otras enfermedades como la meningitis o las fiebres tifoideas, jamás me pasó por la cabeza el más leve temor de contagio, por mucho que llevara a los enfermos a Nairobi en el coche o tratara de curarlos en la granja: puede que a mí la fe obedeciera a un instinto, puede que fuera ya en sí una especie de protección. El primer sais que tuve en la granja, Malindi —gran hombre con caballos, por más que fuera enano—, llegó a morir de meningitis prácticamente en mis brazos.
La mayoría de los casos que se me presentaban consistían en accidentes de importancia secundaria acaecidos en la exploración: huesos rotos, cortes, magullamientos, quemaduras, o bien enfriamientos, enfermedades de los niños y afecciones a la vista. Al principio apenas si sabía lo más elemental de lo que se suele enseñar en un curso de enfermeras. La destreza que fui adquiriendo se debió sobre todo a experiencias hechas con mis pacientes, pues la vocación de médico es desmoralizadora. Llegué incluso a entablillar un brazo fracturado o un tobillo sin otra guía en toda la operación que el propio paciente, que pudiendo probablemente hacerse la cura él mismo, se complacía en hacérmela hacer a mí. Varias veces me incitó la ambición a acometer empresas de las que luego debía desistir. Siempre deseaba administrar Salvarsán a mis pacientes, pues en aquellos días esta medicina era relativamente reciente y se administraba en grandes dosis, pero aunque siempre tuve el pulso firme para las armas de fuego, me ponía a temblar en presencia de la jeringa para inyecciones intravenosas. A la disentería la podía mantener, por lo común, a raya con pequeñas y frecuentes dosis de sal de la Higuera, y al paludismo con quinina. Sin embargo, en un caso de paludismo estuve a punto de cometer un asesinato.
Un día, a comienzos de las grandes lluvias, Berkeley Cole, que venía del interior del país, pasó por la granja camino de Nairobi. Unos minutos más tarde apareció Juma para decir que fuera aguardaba un viejo jefe masai con su séquito, el cual venía a pedir algún medicamento para un hijo suyo que había caído enfermo de paludismo, a juzgar por los síntomas que describía.
Los masais eran vecinos míos: sólo tenía que cruzar el río que formaba la linde de mi granja para encontrarme en la Reserva. Pero no siempre permanecían allá los masais. Solían viajar con sus grandes rebaños de ganado vacuno de una a otra parte de la zona herbosa de una extensión aproximada a la de Irlanda, según las lluvias y el estado de pastos. Cada vez que volvían a las proximidades de mis posesiones y plantaban sus tiendas de cuero de vaca para quedarse algún tiempo, me notificaban y yo iba entonces a hacerles una visita.
De haberme encontrado sola aquella tarde, habría salido para hablar del caso con el viejo jefe, darle la quinina y pedirle noticias de los masais. Pero Berkeley, que con uno o dos tragos se había repuesto de su viaje abrasador, estaba tan delicioso y deslumbrante haciéndome el relato de sus viejos recuerdos irlandeses, que decidí continuar a su lado y no interrumpirle. Le di las llaves del botiquín a Kamante, que en su calidad de diestro enfermero a mis órdenes había administrado quinina cien veces a nuestros pacientes, y le dije que le entregara las tabletas al padre del enfermo y le explicara que debía darle al muchacho dos por la noche y seis en el transcurso del siguiente día. Pero después de cenar, estando sentada con Berkeley junto a la chimenea escuchando los discos de Petruchka que me acababan de llegar de Europa, volvió Juma a hacer su aparición en la puerta con su largo kansu blanco como un espectro ominoso para comunicarme que el viejo masai había vuelto, acompañado de algunos de sus hombres. Por lo visto, su hijo, una vez tomada la medicina, se había puesto malísimo con terribles dolores de estómago. Hice entrar al jefe masai y vi que se trataba de un viejo conocido. También conocía a su hijo, por supuesto; éste se llamaba Sandoa, como el gran jefe masai. Dos años atrás habían sido Morani y él quienes me enseñaron el manejo del arco y las flechas. Cayendo en la cuenta de que ni el más inteligente de los indígenas se halla completamente a salvo de los más inexplicables accesos de idiotez, hice despertar a Kamante y le mandé que me enseñara la caja de donde había sacado la quinina. Era lisol.
Berkeley dijo: «Vamos para allá en seguida». Pero estaba lloviendo a cántaros; la carretera del puente de Mbagathi estaba intransitable, por lo que era inútil intentar ir en coche; no quedaba sino atajar a pie por el río. Cogí el bicarbonato y el aceite que siempre usaba para los casos de envenenamiento por substancias corrosivas y nos hicimos acompañar de dos muchachos con linternas de temporal. Los masais también traían linternas. La bajada hacia el río por los altos matorrales y las largas hierbas mojadas era pendiente y pedregosa, pero los masais sabían de un camino mejor que el que yo utilizaba con el caballo, y así que llegamos al río, que venía muy crecido con la lluvia, me pasaron en sus brazos.
Nadie había hablado por el camino. Así que, ya al otro lado del río, subiendo por la larga ladera de la Reserva masai, le dije a Berkeley: «si Sandoa ha muerto ya cuando lleguemos allá, no pienso regresar a la granja. Me quedaré con los masais, suponiendo que ellos quieran». Berkeley no respondió una palabra, pero al cabo de unos instantes me soltó inopinadamente una palabrota de lo más violento. En ese momento acababa de poner el pie encima de la larga columna de una formacion de siafu, las temidísimas hormigas carnívoras del África, capaces de devorar a un hombre vivo. En la perrera, por la noche, mis perros, al sentirse atacados por las siafu, se ponían a aullar lastimosamente en su agonía hasta que alguien acudía en su auxilio. A mi amiga Ingrid Lindstrom, de Njoro, estas asesinas le devoraron una vez toda su manada de pavos. Salen sobre todo por la noche y en la estación de las lluvias. Si uno se ve atacado por las siafu, no queda otro recurso que despojarse de las ropas y hacer que la persona más próxima le arranque los insectos de la carne. Al volverme para ver qué le pasaba a Berkeley, lo vi en medio de la infinita noche negra del África y de la llanura masai, con los calzones caídos, dando pisotones como si estuviera chapoteando, mientras que un toto le alumbraba con una linterna de temporal y otro le iba quitando las voraces y feroces bestezuelas de aquellas piernas de extraña blancura.
Cuando llegamos a la manyatta de los masais hallamos a Sandoa todavía con vida. Por un golpe de suerte, o acaso por una especie de intuición, no había tomado más que una tableta del medicamento de Kamante… También cabía dentro de lo posible que los intestinos de los morani masais fueran más duros que los del resto de los humanos. Le administré el bicarbonato y el aceite, convencida de que debería arrodillarme en acción de gracias, y pude comprobar que mejoraba a ojos vistas antes de que Berkeley y yo emprendiéramos el regreso con las luces grises del alba.
Las picaduras de serpiente eran frecuentes, pero aunque se me murieron por ello bueyes y perros, jamas se me murió un ser humano. La cobra escupidora causaba dolor y grandes molestias. No puedo borrar de mis ojos la imagen de la vieja mujer de un aparcero que se acercaba a tropezones a la casa, quejándose y ciega porque una bicha le había escupido en la cara, estando ella cortando leña en la selva; la debía de haber sorprendido con la boca abierta, porque la lengua y las encías se le habían hinchado horriblemente y aparecían ahora de un violáceo mortecino. Pero el efecto del veneno pudo ser contrarrestado con aceite y bicarbonato y desapareció al cabo de un tiempo.
La moda —el afán de ser comme il faut— se hizo sentir en las enfermedades de la granja igual que en otros aspectos de la vida de los indígenas. Hubo una época en que lo chic era venir a casa en busca de medicina contra las lombrices. Nunca llegué a probar el brebaje, que ya en la botella tenía un repelente aspecto de cieno verde, pero viejos y jóvenes tenían a gala el beberlo. Por fin hube de advertir a mis pacientes de mi falta de fe en su necesidad de tomar medicamento contra las lombrices y que si pretendían seguir tomándolo como aperitivo iban a tener que comprárselo de entonces en adelante; de esta manera puse fin a tan curiosa especie de dandismo. Dos años más tarde se me presentó en la casa un aparcero viejísimo y me pidió que le diera «la medicina verde». Su mujer, según me dijo, tenía una nyoka —palabra que en realidad significa serpiente— en el estómago, y por las noches se ponía la bicha a bramar de tal modo que no los dejaba dormir a ninguno de los dos. Tal como estaba en el umbral presentaba un aspecto démodé, de póstumo seguidor de una moda del pasado.
Mis pacientes y yo colaborábamos y nos entendíamos perfectamente. Denys mantenía que el talento de mi vida consistia en tener un «salón» como los de Madame du Deffand o Mademoiselle de Lespinasse, y que no de otro modo podía calificarse mi trato con los nativos. No digo que se equivocara; es más, diré que el lugar ideal de reunión de dos razas distintas es el «salón» y que su espíritu debe inspirar nuestras mutuas relaciones. Sólo una sombra se cernía sobre la terraza: la del hospital. En el curso de mis primeros años en África, hasta el final de la primera Guerra Mundial, la sombra fue leve como la de los árboles en primavera; después se hizo más grande y oscura.
Durante algunos de los años que pasé en la granja ostenté el cargo de fermier général en el territorio; es decir: con objeto de ahorrar dificultades al Gobierno, yo me encargaba de recaudar los impuestos de mis aparceros, enviando luego a Nairobi la suma total. En este cometido tuve que escuchar muchas veces a los kikuyus quejarse de que se les hiciera soltar dinero para cosas que no les hacían la menor falta, tales como carreteras, ferrocarriles, alumbrado público, policía… y hospitales.
Yo quería comprenderlos y saber hasta dónde llegaba su oposición contra el hospital y a qué era debida, pero no era esto cosa fácil: no me decían una palabra, no contestaban a mis preguntas, como si estuvieran muertos ante mis ojos, según la costumbre africana. Hay que esperar y tener paciencia hasta que se presenta el momento propicio de capturar a estos tímidos pájaros oscuros.
Fue a Sirunga al que le tocó darme alguna información con uno de sus leves movimientos de azogue.
Sirunga era uno de los numerosos nietos de Kaninu, mi gran aparcero, pero su padre era masai. Su madre había sido una de las lindas muchachas que Kaninu vendió al otro lado del río, pero que había vuelto al fin con su hijo a la tierra de su padre. Era una criatura pequeña y frágil con una gracia pronta, salvaje y fugitiva en todos sus movimientos y una imaginación del mismo estilo, loca e inconsciente, tal como no había visto en otro niño indígena y que acaso se debiera a la mezcla de sangres. Los demás muchachos se apartaban de Sirunga, le llamaban «Sheitani» —el Diablo—, cosa que al principío me daba risa —pues por mucha maldad que tuviera, Sirunga no podía ser más que un diablo pequeño—, hasta que me fui dando cuenta de que, a los ojos de los muchachos, estaba poseído por el diablo, circunstancia que su misma pequeñez hacía aún más trágica. Sirunga padecía de epilepsia. No lo sabía yo hasta que tuve ocasión de verlo en un ataque. Estaba echada en el césped delante de la casa charlando con él y con otros totos cuando se levantó de súbito y anunció: «Na taka kufa» —«Me estoy muriendo», o literalmente «Quiero morir», que es como se dice en suahili—. El rostro se le quedó inmóvil, la boca con un rictus de dolor. Los muchachos que lo rodeaban salieron de estampía en todas direcciones. Cuando por fin le vino el ataque, fue algo horrible: se puso rígido y comenzó a echar espuma por la boca. Lo sujeté con mis brazos; nunca había presenciado un ataque epiléptico y no sabía qué hacer. El asombro de Sirunga al volver en sí y verse en mis brazos fue profundísimo; estaba acostumbrado a ver cómo todo el mundo echaba a correr cada vez que le daba el ataque y sus oscuros ojos me miraban con una expresión casi hostil. No obstante, no consintió desde entonces en apartarse de mi lado: ya en otro lugar he escrito que Sirunga ostentaba un cargo de bufón ingenioso y que me seguía a todas partes como una pequeña y revoltosa sombra negra. Sus caprichos y fantasías, absolutamente sin pies ni cabeza, formaban una gran confusión y confundían al que le prestaba oídos. En una época de epidemia en la granja, me explicó Sirunga que una vez, hacía mucho, mucho, mucho tiempo, todo el mundo había estado muy enfermo. «Eso fue, Msabu, cuando el Sol estaba preñado de la Luna —iba por ahí con la Luna en el estómago—, pero así que la Luna le saltó fuera y nació, todos volvieron a ponerse buenos.» Yo no podía hallar la relacion entre su fantasía y los hospitales, en los que no se conseguía este tipo de curación universal. Fueron las palabras «hacía mucho, mucho, mucho tiempo» las que me dieron la clave.
En los tiempos en que los indígenas de las tierras altas tenían libertad de morir como les viniera en gana, seguían los usos habituales de sus padres y madres. Cuando un kikuyu caía enfermo, su gente lo sacaba al exterior en su camastro hecho de palos y pieles, ya que si moría dentro de la choza, ésta no podría volver a ser habitada y había que quemarla. Fuera, bajo los altos flecos de los árboles, la familia se sentaba alrededor suyo y le daba compañía, acudían los aparceros amigos con noticias y murmuraciones de la granja y al llegar la noche rodeaban el lecho de pequeñas hogueras. Si el enfermo mejoraba lo volvían a meter en la choza; si moría lo llevaban a la llanura, al otro lado del río, y allí lo abandonaban para que los buitres, los chacales y los leones de las colinas le sacaran brillo a los huesos.
A mí personalmente me parecía muy bien esta práctica indígena y di órdenes a Farah —que mostraba por ella gran aversión, ya que los mahometanos tapian las tumbas de sus muertos y les tributan solemnes funerales— que si yo moría en la granja, me hiciera pasar el río igual que mis viejos aparceros. Se ponían de manifiesto tantas cualidades auténticas de las tierras altas en aquel castrum doloris bajo el inmenso firmamento, con sus salvajes, libre y voraces enterradores: drama silencioso, una especie de silenciosa diversión, cuyo personaje principal sería al cabo de uno o dos días una nobleza sonriente y silenciosa. Un silencioso y universal espíritu de consentimiento.
El Gobierno prohibió y puso fin a las prácticas funearias de los viejos tiempos y los nativos hubieron de someterse de mala gana. El gobierno y las misiones emprendieron entonces la construcción de hospitales y, en vista de la resistencia de los nativos a entrar en ellos, expresaron su sorpresa y su indignación y tacharon a éstos de ingratos, supersticiosos y cobardes.
A pesar de todo, los africanos les tenían al dolor y a la muerte menos miedo del que nosotros les tenemos, la vida les había enseñado la incertidumbre de todas las cosas; estaban siempre dispuestos a correr el riesgo que fuera. Un viejo con dolor de cabeza me preguntó una vez si no podría cortársela, extraerle el mal que había dentro y volverla a colocar en su sitio, y si yo hubise dicho que sí, con seguridad que me hubiera permitido hacer con él el experimento. Eran otras cosas nuestras las que causaban su irritación.
Nuestra civilización se les presentaba a trozos, como piezas incoherentes de un mecanismo que jamás habían visto actuar y cuyo funcionamiento eran incapaces de imaginarse. Para ellos no habíamos hecho sino transformar el rito en ruina. Lo que más habían llegado a temer en nosotros era el aburrimiento; por eso al ser llevados a un hospital sentían, por supuesto, que se les internaba allí para que se murieran de aburrimiento.
Estaban además muy arraigados en su naturaleza, sus raíces ahondaban en la tierra, se alargaban hasta el pasado y, como todas las raíces, pedían oscuridad. Cuando, con su mente pequeña y confusa de kikuyu-masai, Sirunga me diera una pequeña clave deformada, la referencia a un pasado —«hacía mucho, mucho, mucho tiempo»—, un milenario pasado africano, la apliqué a mi sistema de ideas. Hube de reflexionar entonces que nosotros los blancos sufríamos un error cuando en nuestro trato con los pueblos del viejo continente olvidábamos o ignorábamos su pasado o renunciábamos a admitir su existencia anteriormente a nuestra llegada. Con toda idea habíamos despojado de dimensión la imagen que de ellos teníamos, con lo cual la dejábamos deformarse a nuestros ojos y perder sus contornos naturales de dignidad y armonía; de este error visual derivaban hondas y tristes discrepancias recíprocas. Vi esta opinión confirmada posteriormente al observar el hecho de que los blancos para quienes el pasado era aún una realidad viva —gentes en cuya memoria todavía alentaba el pasado de su país, su nombre y su sangre—, se llevaban mucho mejor con los africanos y convivían con ellos más de cerca, que otros para quienes el mundo había sido creado la víspera o el día en que tuvieron por primera vez un coche.
Los seres de piel oscura, pues, al advertir la proximidad del listo médico de Volaia experimentaban la misma clase de angustia que es de imaginar experimente un árbol al advertir la proximidad de un celoso guardabosque que viene a sacarle las raíces para examinárselas. Les producían unas náuseas mortales e instintivas los reconocimientos médicos en los hospitales, y lo mismo les pasaba con el kipanda, el pasaporte con el nombre y datos del titular que años más tarde hizo obligatorio el Gobierno para todos los indígenas de las tierras altas.
«Nosotras, las naciones de Europa —pensaba yo—, que no tememos iluminar nuestros más recónditos mecanismos, estamos deslumbrando aquí con los focos de nuestra civilización estos ojos oscuros, bien puestos como los ojos de las palomas junto a las aguas (Salomón, V, 12) y esencialmente distintos de los nuestros. Si continuamos por mucho tiempo deslumbrando y cegando de este modo a los africanos, puede que al final suscitemos en ellos una añoranza por las tinieblas, que los arrastrará a los desfiladeros de sus propias montañas desconocidas y de sus propias mentes ignotas.
»Podemos, si así lo preferimos, desear la llegada del día en que los hayamos convencido de que es una empresa grata y meritoria el arrojar luz sobre todo un continente. Mas para ello les serán precisos otros ojos, los mismos que ya poseen los inteligentes, prácticos y viles suahilis del litoral.»
Todas estas circunstancias daban ocasión a que me viera de vez en cuando sin trabajo como médico y a que mi consulta permaneciera vacía.
Esto solía suceder después de haber llevado a un paciente al hospital. Pero también podía ser originado, de modo imprevisto, por razones desconocidas para mí e imposibles de conocer en absoluto, lo mismo que los descansos repentinos que de pronto se toman los trabajadores en el campo. Luego, al cabo de una semana, me traían a lo mejor un paciente o dos con fiebre alta o con un miembro roto, demasiado enfermos ya para un tratamiento eficaz. Tenía la impresión de que me estaban tomando el pelo y perdía la paciencia con ellos. Les hablaba entonces sin piedad:
«¿Por qué tenéis que esperar a venir a mí con vuestros brazos y piernas rotos hasta que estén gangrenados? Luego, al llevaros a Nairobi, el hedor me da náuseas… ¿O con un ojo ulcerado hasta que el globo se haya encogido y consumido para que no pueda curarlo ni el médico más listo de todo Volaia? La vieja gorda Msabu, enfermera del hospital de Nairobi, se pondrá otra vez furiosa conmigo y me dirá que me da igual que se muera o no la gente de mi granja… Ahora, que en lo sucesivo va a tener razón. Sois más testarudos que vuestras cabras y vuestras borregas, y estoy harta de trabajar para vosotros y desde ahora en adelante les pondré vendajes y les daré medicamentos a vuestras cabras y a vuestras borregas y os dejaré que seáis cojos y tuertos, que es lo que os gusta.»
Después de esto se quedaban un rato sin pronunciar palabra, y por fin, con voz dolida, me hacían saber que en lo sucesivo vendrían a mí con sus lesiones a tiempo, si, por mi parte, les prometía no llevarlos al hospital.
En los últimos meses que pasé en la granja, cuando ya se me iba dando poco a poco a entender que mi batalla de tantos años estaba perdida y que habría de renunciar a mi vida en África y regresar a Europa, vino a mi consulta un niñito de seis o siete años llamado Wawerru con graves quemaduras en ambas piernas. Las quemaduras eran cosa frecuente entre los kikuyus, ya que ponían un montón de brasas en medio de la choza, se echaban a dormir alrededor y solía ocurrir que en el transcurso de la noche las brasas resbalaran y fueran a parar sobre los durmientes.
En medio de una existencia extraña e irreal, desconectada del pasado y del futuro, los instantes que pasé asistiendo a Wawerru fueron gratos para mí como la brisa sobre una llanura abrasada. Los Padres franceses me habían regalado un nuevo tipo de ungüento para las quemaduras, recién llegado de Francia. Wawerru era un muchacho endeble, de ojos rasgados, hijo menor y mimado de su familia hasta el punto de creer que todos le tenían que dar gusto; bien él o sus hermanos mayores que lo habían traído a casa se las habían arreglado para que les entrara en la cabeza que el tratamiento tenía que ser cada tres días, con lo que las llagas se le iban sanando. Kamante sabía muy bien, como practicante mío que era, cuánta satisfacción me proporcionaba aquella tarea; cada tres días buscaba con sus ojos de lince al pequeño grupo entre los pacientes de la terraza, y una vez que dejaron de venir, se tomó la molestia de bajar a la manyatta de Wawerru para recordar a la familia sus deberes. De pronto, Wawerru dejó de aparecer, se esfumó de mi existencia. Pregunté por él a otro toto. «Sejui» —no sé—, me respondió. Días más tarde bajé a la manyatta seguida de mis perros.
La manyatta estaba situada al pie de una extensa ladera cubierta de césped y se componía de gran número de chozas, pues el padre de Wawerru tenía varias mujeres, cada una de las cuales vivía en su choza respectiva, en tanto que él —al modo de los kikuyus más ricos— tenía su propia choza en el centro, a la cual podía retirarse del mundo femenino para meditar en paz; completaba el poblado un suburbio irregular de grandes y pequeños graneros.
Al bajar la ladera pude ver al propio Wawerru sentado en la hierba, jugando con otros totos. Uno de sus compañeros de juego se dio cuenta de mí y se lo advirtió, y él, sin pensarlo dos veces ni mirar siquiera salió corriendo hacia el laberinto de chozas y desapareció ante mis ojos. Como tenía aún muy débiles las piernas para sostenerse, salió gateando a cuatro patas como un ratón, con prodigiosa velocidad. Tanta ingratitud provocó en mí un violento acceso de rabia. Puse a Rouge al galope corto para darle alcance y en el preciso momento en que yo saltaba de la silla y corría tras él, se escabulló dentro de una choza, exactamente como un ratón en su agujero. Rouge era un caballo juicioso, y si yo lo dejaba con las riendas sueltas sobre el pescuezo, se quedaría quieto y me aguardaría. En la mano tenía yo el latigo de montar.
Al pasar de la luz del Sol al interior de la choza, me hallé casi a oscuras; dentro había unas cuantas figuras imprecisas, hombres o mujeres. Wawerru, al darse cuenta de que estaba cazado, se echó boca abajo sin decir una palabra. Entonces pude ver que se había quitado los largos vendajes que tan cuidadosamente le pusiera yo y que tenía todas las piernas untadas de arriba abajo con una espesa capa de boñiga. En realidad la boñiga no es un mal remedio contra las quemaduras, pues se seca rápidamente y aísla del aire. Pero en aquel momento, ver y oler aquello me produjo náuseas mortales y por una especie de instinto de conservación empuñé con fuerza el látigo.
Nunca hasta entonces se me había ocurrido establecer una asociación mental entre mi éxito o mi fracaso en la cura de las piernas de Wawerru y mi propio destino, o el destino de la granja. Mientras estaba allí en la choza, acostumbrando mis ojos a la penumbra, vi que ambos eran uno solo y que el mundo en torno mío se entristecía infinitamente hasta convertirse en un lugar sin esperanza. Me había aventurado a creer que los esfuerzos míos lograrían derrotar al destino, y ahora me daba cuenta de mi gran equivocación. Me acababan de presentar un balance que probaba que todo lo que yo emprendiera estaba destinado a fracasar. Mi cosecha iba a ser boñiga. Recordé la vieja canción jacobita:
Se ha hecho ya lo que hacerse podía.
Y todo ha resultado en vano.
No dije una palabra ni pude emitir sonido alguno. Pero bajo mis párpados se acumularon las lágrimas y no pude contenerlas. En unos instantes sentí mi rostro bañado en llanto. Es posible que permaneciera allí de pie mucho tiempo, en el hondo silencio de la choza. Como había que poner fin de algún modo a aquella situación di media vuelta y salí, y era mi llanto tan copioso que por dos veces equivoqué la salida. Fuera de la choza, hallé a Rouge aguardándome; subí a la silla y me puse lentamente en camino. Apenas había cabalgado unos diez metros, cuando me volví para ver si mis perros me seguían. Vi entonces que un grupo de gente había salido de la choza y me miraba. Otros diez o veinte metros más adelante volví a pensar en la cosa y no dejó de chocarme conducta tan poco corriente por parte de mis aparceros. En general, a no ser que quisieran algo y me lo pidieran a gritos —como cuando los totos, surgiendo de las altas hierbas, berreaban pidiendo azúcar— o que salieran a despedirme exclamando cordialmente: «¡Jambu, Msabu!», me veían pasar sin hacerme demasiado caso. Me volví para mirarlos de nuevo. Esta vez había aún más gente en el césped, todos inmóviles, siguiéndome con los ojos. Desde luego, toda la población de la manyatta había salido para vernos a Rouge y a mí desaparecer en la llanura. Entonces pensé: «Nunca hasta ahora me habían visto llorar. Acaso nunca creyeron que pudiera llorar un blanco. No debí haberlo hecho».
Los perros venían detrás de mí, una vez terminada su investigación de los diversos olores de la manyatta y de perseguir a las gallinas. Volvimos juntos a casa.
A la mañana siguiente, muy temprano, antes de que Juma entrara a correr las cortinas de mis ventanas, la intensidad del silencio en torno mío me hizo notar que no lejos se había agrupado una multitud. Ya anteriormente había pasado por una experiencia semejante, de la que ya he escrito algo. Es una cualidad de los africanos: dan a conocer su presencia por medios que no son ni la vista ni el oído ni el olfato, de modo que no puede uno decirse: «Los veo», «los oigo» o «los huelo», sino: «Ahí están». Los animales salvajes poseen esa misma cualidad, pero los domésticos la han perdido. «Han llegado hasta aquí, entonces —reflexioné—. ¿Qué me traerán?» Me levanté y salí.
En la terraza había, en efecto, muchísima gente. Yo los miraba en silencio y ellos, en silencio también, me rodeaban. Estaba claro que si hubiera querido irme no me habrían dejado. Había allí viejos hombres y mujeres, madres con sus bebés a la espalda, moranis insolentes, recatadas nditos y bulliciosos totos de ojos vivarachos.
Pasé la mirada de una a otra cara y me di cuenta de algo en lo que nunca había pensado durante nuestra convivencia cotidiana: que eran muy morenos, mucho más morenos que yo. Poco a poco se fue estrechando el cerco.
Al verse frente a esta especie de muda y mortal decisión por parte del africano, un europeo trata de hallar palabras con que concretarla y darle expresión, de la misma manera que en los cuentos de hadas el hombre que opone sus fuerzas al gigante ha de averiguar el nombre de su adversario y encadenarlo a una palabra para no verse perdido de una manera oscura y fabulosa. Hubo un segundo en que mi mente enloquecida respondió a la situación con una pregunta incongruente: «¿Tienen intención de matarme?» Pero al instante di con la fórmula adecuada. Las gentes de mi granja habían venido para decirme: «Ha llegado la hora». «En efecto, ha llegado —asentí mentalmente—. ¿Pero la hora de qué?» Una vieja mujer fue la primera en abrir la boca.
Todas las viejas de la granja eran buenas amigas mías. Yo las veía con menos frecuencia que a los pequeños e inquietos totos, que siempre estaban rondando por la casa, pero ellas habían convenido en dar por supuesta la existencia de una intimidad y una armonía especiales entre ellas y yo, como si todas hubieran sido tías mías. Con los años, las mujeres kikuyus se encogen y ennegrecen aún más, y si se las compara con las nditos color canela, llenas de savia, tersas lianas de la selva, ellas parecen trozos de cisco, sin peso, disecadas del todo, con una especie de hosca jocosidad en el fondo, productos refinados del hábil horno de carbón de la existencia.
La vieja mujer de la terraza me presentaba su mano derecha cogiéndosela con la izquierda, como si la fuera a regalar. Una quemadura escarlata le cruzaba la muñeca. «Msabu —sollozó en mi cara—, tengo la mano mala, mala. Necesita medicina.» La quemadura era superficial.
Luego vino un viejo que se había dado con el hacha un corte en la pierna; luego dos madres con niños calenturientos; luego un morani con el labio partido y otro con un tobillo dislocado, y una ndito con una contusión en el redondo seno. Ninguna de las heridas era grave. Tuve incluso que examinar una colección de astillas en la palma de la mano de uno que había trepado a un árbol en busca de miel.
Poco a poco me fui haciendo cargo de la situación. Me di cuenta de que la gente de mi granja, en un gran gesto colectivo, había acordado traerme aquel día aquello que siempre quise de ellos contra toda razón y contra la inclinación de su naturaleza. Seguro que habrían estado buscando una solución, aleccionándose mutuamente, discutiendo la cosa: «La hemos estado tratando con demasiada dureza. Está claro que no puede aguantar más. Ha llegado la hora de ser indulgentes con ella».
No había manera de descartar con explicaciones el hecho de habérseme puesto en ridículo. De todos modos, se me ponía en ridículo con mucha generosidad.
Al cabo de uno o dos minutos no pude contener la risa. Ellos, que espiaban mi rostro, al notar el cambio me imitaron. Una tras otra, todas las caras a mi alrededor se animaban y rompían a reír. En las caras desdentadas de las mujeres viejas cien arrugas delicadas trocaban mejillas y mentón en una radiante máscara barroca, pues ya no eran las cicatrices de la guerra de la vida, sino las huellas de muchas risas.
El júbilo recorrió la terraza y se extendió hasta sus bordes como las ondas de una mar rizada. Pocas cosas en la vida hay tan gratas como sentirse rodeado de esta repentina y clara pleamar de risas africanas.

Cuenta la leyenda que un galo
viendo el fiero y fogoso valor de su
[pueblo
abatido en su torno por la rígida
disciplina de las legiones romanas,

al cielo disparó su última flecha altiva,
al dios que había adorado,
al dios que lo había traicionado.
Luego cayó con la frente hendida.

Con los huesos de los galos caídos
los campesinos alzan empalizadas
en torno de sus viñas hermosas
[y fructíferas.
Nadie tuvo tan noble enterramiento.


Traducción de Aquilino Duque