El
bricbarca Charlotte había zarpado de Marsella y navegaba
rumbo a Atenas, con tiempo gris y mar gruesa, después de
tres días de fuerte temporal. Un pequeño marinero
llamado Simón, en la cubierta mojada y balanceante, se
sujetaba a un obenque y miraba hacia las nubes viajeras y la verga
del mastelerillo del palo mayor.
Un ave, buscando refugio en el mástil, se había
enredado las patas en una driza suelta de algún aparejo,
y forcejeaba allá arriba tratando de liberarse. El chico
de la cubierta podía verla aletear y agitar la cabeza de
un lado a otro.
Por su propia experiencia en la vida, había llegado a la
convicción de que en este mundo cada cual debía
cuidar de sí mismo, y no esperar ayuda de los demás.
Pero aquella lucha muda, mortal, le tenía fascinado desde
hacía más de una hora. Se preguntaba qué
clase de ave sería. En los últimos días habían
venido a posarse numerosas aves en las jarcias del bricbarca:
golondrinas, codornices y un par de halcones peregrinos; le parecía
que esta vez se trataba de un halcón peregrino. Recordaba
que hacía muchos años, en su país, cerca
de su casa, vio una vez un halcón peregrino posado en una
piedra, a poca distancia, y echar a volar. A lo mejor era la misma
ave. Pensó: «Es como yo. Antes estaba allá
y ahora está aquí.»
Esto despertó en él un sentimiento de simpatía
y de tragedia; siguió mirando al ave con el corazón
en un puño. No estaba presente ninguno de los marineros
para reírse de él; empezó a pensar cómo
podía trepar por las jarcias para ayudar al halcón.
Se echó el pelo hacia atrás, se subió las
mangas, miró por toda la cubierta y empezó a trepar.
Tuvo que detenerse un par de veces en el aparejo oscilante.
Al llegar a lo alto del mástil comprobó que era,
efectivamente, un halcón peregrino. Cuando su cabeza llegó
a la altura del ave, ésta dejó de debatirse, y le
miró con ojos furiosos, desesperados, amarillos. Tuvo que
sujetarla con una mano mientras sacaba el cuchillo y cortaba la
driza. Se asustó al mirar hacia abajo; pero a la vez pensó
que no se lo había ordenado nadie, que era su propia aventura,
y esto le produjo una sensación orgullosa, tranquilizadora;
como si el mar y el cielo, el barco, el ave y él mismo
fueran todo uno. Justo cuando la hubo liberado, el ave le dio
un picotazo en el pulgar, de manera que le hizo sangre, y estuvo
a punto de soltarla. Se enfadó con ella, y le dio un cachete;
a continuación se la metió en el interior de la
chaqueta y bajó.
Cuando llegó a la cubierta, se encontraban allí
el piloto y el cocinero mirando; le preguntaron a voces a qué
había subido al mástil. Él estaba tan cansado
que tenía lágrimas en los ojos. Sacó el halcón
y lo enseñó; mientras éste permanecía
quieto entre sus manos. El piloto y el cocinero se echaron a reír
y se fueron. Simón dejó el ave en el suelo, retrocedió,
y se quedó mirándola. Al cabo de un rato pensó
que no sería capaz de levantarse de la resbaladiza cubierta,
así que la cogió otra vez y fue a colocarla sobre
un rollo de lona. Poco después empezó a ordenarse
las plumas, dio dos o tres violentos aletazos y de repente echó
a volar. El chico pudo seguir su vuelo por encima de los surcos
de agua gris. Pensó: «Allá vuela mi halcón.»
Cuando regresó el Charlotte, Simón se enroló
en otro barco; y dos años más tarde era un avispado
marinero de la goleta Hebe, fondeada en Bodo, en la costa norte
de Noruega, donde había entrado a cargar arenque.
A los grandes mercados de arenque de Bodo acudían barcos
de todos los rincones del mundo: había barcos suecos, finlandeses
y rusos: un bosque de mástiles; y en la playa, un tumultuoso
y heterogéneo despliegue de vida, donde se oían
muchas lenguas y se suscitaban tremendas peleas. Se habían
instalado puestos de venta en la playa, y los lapones, gente pequeña
y amarilla, de movimientos sigilosos y ojos vigilantes, a la que
Simón no había visto en la vida, bajaban a vender
artículos de piel adornados de cuentas. En abril, el cielo
y el mar eran tan claros que resultaba difícil mantener
la vista frente a ellos salados, infinitamente anchos y
poblados de chillidos de aves, como si alguien estuviese
afilando incesantemente cuchillos invisibles en todas partes,
arriba en el cielo.
Simón estaba asombrado de la claridad de estas noches de
abril. No sabía geografía, y no lo atribuía
a la latitud, sino que lo consideraba un signo de buena voluntad
del Universo, un favor. Simón había sido toda su
vida bajo de estatura para su edad, pero este último invierno
había dado un estirón y se había hecho fuerte
de miembros. Esta suerte, pensaba, debía de proceder de
la misma fuente que la bondad del tiempo, de una nueva benevolencia
del mundo. Había estado necesitado de este estímulo,
dado que era tímido por naturaleza; ahora no pedía
más. El resto consideraba que era cosa suya. Se movía
lentamente, orgullosamente.
Una tarde bajó a tierra con permiso, y se acercó
al puesto de un pequeño comerciante ruso, un judío
que vendía relojes de oro. Todos los marineros sabían
que eran de falso metal y que no funcionaban, aunque los compraban
y los exhibían con ostentación. Simón estuvo
contemplando un buen rato estos relojes, pero no compró
ninguno. El viejo judío exhibía diversas mercancías
en su puesto; entre ellas, una caja de naranjas. Simón
las había probado en sus viajes; compró una y se
la llevó. Quería subir a una colina desde donde
poder ver el mar, y comérsela allí.
Siguió andando; y al llegar a las afueras del pueblo vio
a una niña con un vestido rojo, de pie al otro lado de
una cerca, mirándole. Tendría trece o catorce años;
estaba delgada como una anguila, pero tenía una cara redonda,
alegre, pecosa y un par de trenzas largas. Se miraron mutuamente.
¿A quién esperas? preguntó Simón,
por decir algo.
La cara de la niña esbozó una sonrisa extática,
presuntuosa:
Al hombre con quien me voy a casar, naturalmente dijo.
Había algo en su semblante que hizo que el muchacho se
sintiese confiado y feliz; le sonrió un poco.
A lo mejor soy yo dijo él.
¡Ja, ja! rió la niña; es
unos años mayor que tú, para que te enteres.
¿Cómo es eso? dijo Simón;
pues tú no eres tan mayor.
La niña negó con la cabeza solemnemente.
No dijo; pero cuando lo sea, seré guapísima;
y llevaré zapatos marrones con tacones y un sombrero.
¿Quieres una naranja? preguntó Simón,
ya que no podía darle ninguna de las cosas que ella había
mencionado. La niña miró la naranja y luego a él.
Están muy buenas dijo él.
Entonces, ¿por qué no te la comes tú?
preguntó ella.
Yo he comido muchas ya dijo él, cuando
estaba en Atenas. Aquí, ésta me ha costado un marco.
¿Cómo te llamas? preguntó ella.
Me llamo Simón dijo él. ¿Y
tú?
Yo, Nora dijo ella. ¿Qué quieres
a cambio de tu naranja, Simón?
Cuando oyó su nombre en boca de ella, Simón se volvió
audaz.
¿Quieres darme un beso, a cambio de la naranja? preguntó.
Nora le miró seria un momento.
Sí dijo; no me importa darte un beso.
Simón notó que le entraba un calor como si hubiese
estado corriendo. Cuando la niña extendió la mano
para que le diese la naranja, se la cogió. En ese instante
la llamó alguien desde la casa.
Es mi padre dijo, y trató de devolverle la
naranja; pero él no lo consintió. Pues vuelve
mañana dijo ella; entonces te daré el
beso y echó a correr. Él se quedó viéndola
marcharse, y poco después regresó al barco.
Simón no tenía costumbre de hacer planes para el
futuro, y no sabía si volvería para verla o no.
La tarde siguiente tenía que quedarse a bordo, ya que los
demás marineros iban a bajar a tierra; pero no le importaba.
Decidió sentarse en cubierta con Balthazar, el perro del
barco, y practicar con una concertina que se había comprado
hacía algún tiempo. El pálido atardecer le
rodeaba por todas partes; el cielo tenía un matiz débilmente
rosáceo, la mar estaba completamente llana, lechosa: sólo
en la estela de los botes que iban a tierra se quebraba en franjas
de intenso índigo. Y se sentó a tocar; al cabo de
un rato, su propia música empezó a hablarle tan
vehementemente que se detuvo, se levantó y miró
hacia arriba. Entonces descubrió la luna llena en lo alto
del cielo.
El cielo estaba tan claro que apenas hacía falta: era como
si hubiese subido allí por propio capricho. Era redonda,
grave, presuntuosa. Y entonces comprendió Simón
que debía bajar a tierra, costara lo que costase. Pero
no sabía cómo ir, ya que los demás se habían
llevado la yola. Llevaba mucho rato de pie en la cubierta, pequeña
figura solitaria de joven marinero en su barco, cuando vio que
se acercaba la yola de un barco que estaba fondeado más
afuera y llamó. Averiguó que eran marineros rusos
de un barco llamado Anna que iban a tierra. Cuando consiguió
hacerse entender, le llevaron con ellos; primero le pidieron dinero
por el viaje; luego, riendo, se lo devolvieron. Simón pensó:
«Éstos creen que voy al pueblo en busca de mujeres.»
Luego, con cierto orgullo, pensó que tenían razón;
aunque al mismo tiempo estaban infinitamente equivocados, y no
tenían idea de nada.
Una vez en tierra, le invitaron a beber con ellos, y Simón
no quiso decirles que no porque le habían ayudado. Uno
de los rusos era un gigantón, grande como un oso; le dijo
a Simón que se llamaba Iván. Se emborrachó
enseguida, y luego acometió al muchacho con afecto osuno,
le manoseó, sonrió y se rió en su cara, le
regaló una cadena de reloj de oro y lo besó en ambas
mejillas. Simón pensó entonces que él también
tenía que regalarle algo a Nora cuando la viese otra vez;
y en cuanto pudo dejar a los rusos, se dirigió a un puesto
que conocía y compró un pañuelito azul, del
mismo color que los ojos de ella.
Era sábado por la tarde, y circulaba mucha gente entre
las casas: iban en largas filas, algunos cantando, y todos deseosos
de divertirse esa noche. Simón, en medio de esta vida rica
y bulliciosa bajo la luna clara, sentía la cabeza alegre
con su escapada del barco y la bebida fuerte. Se embutió
el pañuelo en el bolsillo; era de seda, cosa que nunca
había tocado anteriormente, un regalo para su amiga.
No recordaba el camino a casa de Nora; se perdió, y volvió
adonde había empezado. Entonces le asaltó un miedo
terrible de llegar demasiado tarde y echó a correr. En
un paso estrecho entre dos casas de madera chocó con un
hombre corpulento, y descubrió que era Iván otra
vez. El ruso cerró los brazos en torno suyo y le sujetó.
¡Bueno, bueno! exclamó desbordante de
alegría; al fin te he encontrado, mi pequeño
pollito. Te he buscado por todas partes; y el pobre Iván
ha llorado porque había perdido a su amigo.
Suéltame, Iván exclamó Simón.
Ah, ah dijo Iván; iré contigo
y tendrás lo que quieras. Mi corazón y mi dinero
son tuyos, todo tuyos; yo también he tenido diecisiete
años, también he sido una pequeña ovejita
de Dios, y quiero serlo otra vez esta noche.
¡Suéltame exclamó Simón,
que tengo prisa!
Iván le sujetaba de tal manera que le hacía daño,
mientras le acariciaba con la otra mano.
Lo siento, lo siento decía. Vamos, confía
en mí, amiguito mío. Nada nos va a separar. Oigo
llegar a los otros: vamos a pasar una noche juntos que la recordarás
cuando seas abuelito.
De repente estrujó al muchacho contra sí, como el
oso que lleva a un cordero. La odiosa sensación de calor
masculino y el corpachón de un hombre pegado a él
enloqueció al flaco muchacho. Pensó en Nora, esperándole,
como una embarcación esbelta en el aire turbio, mientras
él estaba aquí, sufriendo el abrazo caluroso de
un animal peludo. Golpeó a Iván con todas sus fuerzas.
Te mataré, Iván gritó,
si no me sueltas.
¡Bah, después me lo agradecerás! dijo
Iván, y empezó a cantar.
Simón hurgó en su bolsillo buscando la navaja y
consiguió abrirla. No podía levantar la mano, pero
hundió la navaja furiosamente por debajo del brazo del
gigantón. Casi instantáneamente, sintió brotar
la sangre y correrle por la manga hacia abajo. Iván dejó
de cantar de repente, soltó al muchacho y profirió
dos largos y profundos gruñidos. Un segundo después
cayó de rodillas.
Pobre Iván, pobre Iván gimió.
Cayó de bruces. En ese momento Simón oyó
a los otros marineros que se acercaban cantando por el callejón.
Se quedó inmóvil un momento, limpió la navaja
y observó que la sangre derramada había formado
un charco oscuro debajo del enorme corpachón. Luego echó
a correr. Al detenerse un segundo para elegir una dirección,
oyó gritar a los marineros sobre su compañero muerto.
Y pensó: «Tengo que bajar a la mar y lavarme las
manos.» Pero, al mismo tiempo, corría en dirección
opuesta. Al cabo de un rato dio con el camino por el que había
pasado el día anterior y le pareció familiar, como
si lo hubiese recorrido centenares de veces en su vida.
Aflojó el paso para echar una mirada, y de pronto descubrió
a Nora al otro lado de la cerca; estaba a muy poca distancia de
él, cuando la vio a la luz de la luna. Tambaleante y sin
aliento, cayó de rodillas. Durante un momento no pudo hablar.
Buenas noches, Simón dijo ella con su vocecita
acariciadora. Hace rato que te estoy esperando y tras
una pausa añadió: Me he comido la naranja
.
¡Ah, Nora! exclamó el muchacho. He matado
a un hombre.
Nora se le quedó mirando, pero no se movió.
¿Por que has matado a un hombre? preguntó
al cabo de un rato.
Para llegar aquí dijo Simón. Porque
intentaba detenerme. Pero era mi amigo lentamente, Simón
se puso de pie. ¡Me quería! exclamó;
y entonces estalló en lágrimas. Sí
dijo despacio, pensativo. Sí, porque tú
estarías aquí puntualmente. ¿Puedes esconderme?
preguntó. Porque me buscarán.
No dijo Nora; no te puedo esconder. Porque mi
padre es el párroco de aquí, de Bodo, y seguro que
te entregaría, si se enterase de que has matado a un hombre.
Entonces dijo Simón, dame algo para limpiarme
las manos.
¿Qué tienes en las manos? preguntó
ella, y dio un pasito adelante.
Él extendió las manos.
¿Es tuya esa sangre? preguntó ella.
No dijo Simón, es del hombre muerto.
Nora retrocedió un paso otra vez.
¿Me odias ahora? preguntó él.
No, no te odio dijo ella. Pero ponte las manos
en la espalda.
Al hacerlo, Nora se acercó mucho a él, en el otro
lado de la cerca, y le echó los brazos alrededor del cuello.
Apretó su cuerpo joven contra el de Simón y le besó
tiernamente. Simón sintió la cara de ella, fría
como la luz de la luna, sobre la suya; y cuando le dejó,
le flotaba la cabeza, y no sabía si el beso había
durado un segundo o una hora. Nora se enderezó con los
ojos muy abiertos.
Ahora dijo lenta, orgullosamente te prometo
que jamás me casaré con nadie, en toda mi vida.
El muchacho seguía en el mismo sitio, con las manos en
la espalda como si ella se las hubiese atado así.
Y ahora corre dijo ella, porque se acercan.
Se miraron los dos al mismo tiempo.
No lo olvides, Nora dijo. Se volvió y echó
a correr.
Saltó una cerca, y cuando estuvo entre las casas siguió
andando. No sabía adónde ir. Al llegar a un portal
del que salía música y ruido de voces, lo traspuso
lentamente. El recinto estaba lleno de gente: había baile.
Una lámpara colgaba del techo, y brillaba sobre los que
estaban bailando; el aire era espeso y marrón a causa del
polvo que se elevaba del suelo. Había algunas mujeres;
pero muchos de los hombres bailaban unos con otros; y pateaban
el suelo serios o riendo. Al poco de entrar Simón, la multitud
se retiró hacia la pared para dejar espacio a dos marineros
que ejecutaban un baile de su propio país. Simón
pensó: «No tardarán en pasar por aquí
los hombres del bote, en busca del que ha matado a su compañero;
y por mis manos sabrán que he sido yo.» Los cinco
minutos que estuvo junto a la pared del local, en medio de los
alegres y sudorosos bailarines, fueron de gran importancia para
el muchacho. Él mismo se daba cuenta; como si madurase
en ese tiempo, y se volviese como los demás. No suplicaba
a su destino; ni se quejaba. Aquí estaba él: había
matado a un hombre y había besado a una muchacha. No pedía
nada más a la vida; ni la vida podía pedir nada
más de él. Era Simón, un hombre como los
que le rodeaban; e iba a morir, como van a morir todos los hombres.
Sólo tuvo conciencia de lo que pasaba fuera de él
cuando vio que había entrado una mujer, y que estaba de
pie en el centro de la sala despejada, mirando en torno suyo.
Era una vieja ancha y baja de estatura, con ropas laponas, y miraba
con dignidad y fiereza como si fuese la dueña de todo el
pueblo. Era evidente que la mayoría de los presentes la
conocían y le temían un poco, aunque algunos se
reían; el bullicio del baile se apagó al alzar ella
la voz:
¿Dónde está mi hijo? preguntó
con voz chillona, como la de un pajarraco.
Un instante después, sus ojos se clavaron en Simón;
avanzó entre la multitud, que se abrió a su paso,
alargó una mano huesuda, oscura, vieja y le cogió
por el codo.
Vente a casa conmigo dijo. No te hace falta
bailar aquí esta noche. Si no, no tardarás en bailar
más alto.
Simón retrocedió, porque creía que estaba
borracha. Pero al mirarle ella directamente a la cara con sus
ojos amarillos, le pareció que la había visto antes
y que quizá convenía escucharla. La vieja tiró
de él, cruzó la estancia, y Simón la siguió
sin rechistar.
No te ensañes demasiado con el chico, Sunniva le
gritó uno de los presentes. No ha hecho nada malo;
sólo quería ver bailar.
En el mismo instante en que salían por la puerta se produjo
una alarma en la calle: una multitud bajaba corriendo; y uno de
ellos, al dar la vuelta a la casa, chocó con Simón.
Le miró, miró a la vieja y siguió corriendo.
Mientras iban los dos por la calle, la vieja se levantó
la falda y le puso el borde en la mano al muchacho.
Límpiate las manos en mi falda dijo.
No habían andado mucho, cuando llegaron a una casa de madera
y se detuvieron; la puerta era tan baja que tuvieron que inclinarse
para pasar. Al entrar la mujer lapona delante, sin soltarle el
brazo, el muchacho alzó los ojos un momento. La noche se
había vuelto brumosa; había un amplio halo alrededor
de la luna.
La vivienda de la vieja era estrecha y oscura, con un único
ventanuco; en el suelo había un farol que alumbraba débilmente.
Estaba toda llena de pieles de reno y de lobo, y de cuernos de
reno, con los que los lapones suelen hacer botones tallados y
mangos de cuchillo, y el aire aquí era rancio y sofocante.
Tan pronto como estuvieron dentro, la mujer se volvió hacia
Simón, le cogió por la cabeza, le hizo una raya
en el pelo con sus dedos ganchudos y se lo peinó a la manera
de los lapones. Le ajustó un gorro de lapón y retrocedió
para mirarle.
Ahora siéntate en mi taburete dijo. Pero
primero saca la navaja.
Su voz y su gesto fueron tan autoritarios que el muchacho no tuvo
más remedio que hacer lo que decía: se sentó
en el taburete incapaz de apartar los ojos de su rostro, que era
plano y marrón, y como cubierto de suciedad en su red de
finas arrugas. Mientras estaba sentado oyó rumor de gente
en el exterior, y detenerse delante de la casa; luego, alguien
llamó a la puerta, aguardó un momento y volvió
a llamar. La vieja, de pie, se quedó quieta como un ratón.
No dijo el muchacho, y se levantó. Es
inútil; es a mí a quien buscan. Será mejor
para usted que me deje salir.
Dame tu navaja dijo ella. Se la dio, y ella se la
pasó por el pulgar; le brotó sangre y dejó
que goteara sobre su falda. Bueno, entrad gritó.
Se abrió la puerta, entraron dos de los marineros rusos,
y se quedaron de pie en el vano; había más gente
fuera.
¿Ha venido aquí alguien? preguntaron.
Vamos detrás del que ha matado a nuestro compañero,
pero se nos ha escapado. ¿Has oído o visto pasar
a alguien por aquí?
La vieja lapona se volvió hacia ellos, y sus ojos brillaron
como el oro a la luz de la lámpara.
¿Que si he oído o visto a alguien? exclamó.
Os he oído a vosotros gritar asesino por todo el pueblo.
Nos habéis asustado a mí y a mi pobre muchacho;
hasta me he hecho sangre en el dedo cuando recortaba la alfombrilla
de piel que estoy cosiendo. El muchacho está demasiado
asustado para ayudarme, y se ha echado a perder la alfombrilla.
Tendréis que pagármela. Si andáis buscando
a un asesino, pasad y registrad mi casa, que ya os conoceré
yo cuando volvamos a vernos.
Estaba tan furiosa que bailoteaba y sacudía la cabeza como
un ave de presa furiosa.
Entró el ruso, miró por la habitación, la
observó a ella, y reparó en su mano y su falda manchadas
de sangre.
No nos eches ninguna maldición, Sunniva dijo
tímidamente. Sabemos que puedes hacer muchas cosas
cuando quieres. Aquí tienes un marco por la sangre que
has derramado.
Ella extendió la mano y él le puso una moneda en
la palma. Sunniva la escupió.
Ahora marchaos, y no habrá odio entre nosotros dijo,
y cerró la puerta tras ellos. Se llevó el pulgar
a la boca y se lo chupó.
El muchacho se levantó del taburete; se detuvo delante
de ella y se quedó mirándola a la cara. Se sentía
como si se balancease muy alto, con escasa sujeción.
¿Por qué me ha ayudado? le preguntó.
¿No lo sabes? contestó ella. ¿Todavía
no me has reconocido? Pero sí te acordarás del halcón
peregrino atrapado en una driza de tu barco, el Charlotte, cuando
navegaba por el Mediterráneo. Aquel día trepaste
por las jarcias hasta el mastelerillo para ayudar a aquella ave,
en medio de un fuerte ventarrón y con mar gruesa. Aquel
halcón era yo. Las laponas volamos a veces así para
ver mundo. La primera vez que te vi fue cuando iba camino de África,
a ver a mi hermana menor y a sus hijos. Ella es halcón
también, cuando quiere. En aquel entonces vivía
en Takaunga, en una vieja torre en ruinas que allá llaman
minarete.
Se vendó el pulgar con una tira de su falda y se lo mordió.
Nosotras no olvidamos dijo. Te di un picotazo
en el pulgar cuando me cogiste; es justo que me diese un corte
en el pulgar por ti esta noche.
Se acercó a él, y le frotó suavemente sus
dos dedos marrones, como garras, en la frente.
Así que eres mi muchacho dijo, capaz
de matar a un hombre antes que llegar tarde a una cita de amor,
¿no? Las hembras de esta tierra estamos muy unidas. Ahora
te marcaré en la frente, para que las muchachas lo sepan
cuando te miren; y les gustes por eso.
Jugó con el pelo del muchacho, y se lo enroscó en
el dedo.
Ahora escucha, pajarillo mío dijo ella.
El cuñado de mi bisnieto se encuentra en su barca junto
al embarcadero en este momento; va a llevar una remesa de pieles
a un barco danés. Él te devolverá a tu barco
a tiempo, antes de que llegue tu patrón. La Hebe saldrá
mañana por la mañana, ¿no? Pero cuando llegues
a bordo, dale mi gorro para que me lo devuelva sacó
la navaja del muchacho, la limpió en su falda y se la tendió.
Aquí tienes tu navaja dijo. No se la volverás
a clavar a ningún otro hombre; no tendrás necesidad,
pues de ahora en adelante navegarás por los mares como
un auténtico marinero. Ya tenemos bastantes preocupaciones
con nuestros hijos.
El perplejo muchacho empezó a tartamudear unas palabras
de agradecimiento.
Espera dijo ella; te haré una taza de
café para que te reanime, mientras te lavo la chaqueta.
Puso una vieja olla de cobre en el hogar. Al cabo de un rato,
le tendió una bebida caliente, fuerte, negra, en un tazón
sin asa.
Ahora has bebido con Sunniva dijo; has sorbido
un poco de sabiduría, de manera que en el futuro tus pensamientos
no caerán como gotas de agua en la mar salada.
Cuando hubo terminado y dejado la taza, Sunniva le acompañó
hasta la puerta y se la abrió. El muchacho se sorprendió
al ver que casi había amanecido. La casa estaba tan arriba
que podía verse el mar desde allí. Le dio la mano
a la vieja para despedirse.
Ella le miró fijamente a los ojos.
Nosotras no olvidamos dijo. Tú me diste
un golpe en la cabeza, allá, en lo alto del mástil;
así que te lo devolveré y a continuación
le dio una bofetada con todas sus fuerzas, al punto de que la
cabeza le daba vueltas. Ahora estamos en paz dijo;
le dirigió una mirada centelleante, larga, maligna, le
empujó suavemente para hacerle trasponer el umbral y le
hizo un signo afirmativo con la cabeza.
Así, pues, el muchacho marinero regresó a su barco,
que iba a zarpar a la mañana siguiente, y vivió
para contarlo.
Traducción
de Francisco Torres Oliver