Mayo-Junio 2002, Nueva época No. 53-54 Xalapa • Veracruz • México
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Isak Dinesen
Hannah Arendt

Las grandes pasiones son tan raras
como las obras maestras.
Balzac
 

La baronesa Karen Blixen, cuyo nombre de soltera era Karen Christentze Dinesen —llamada Tanne por su familia y Tania primero por su amante y luego por sus amigos—, fue la autora danesa de rara distinción que escribió en inglés por lealtad a la lengua de su amante muerto y, siguiendo el espíritu de la antigua coquetería, medio escondió medio mostró su autoría agregando a su nombre de soltera el seudónimo masculino «Isak», lo que significa «el que ríe». Supuestamente, la risa debía encargarse de varios problemas preocupantes, el menos importante de los cuales era tal vez su firme convicción de que no era muy apropiado para una mujer ser escritora y, por lo tanto, una figura pública; la luz que ilumina el ámbito público es demasiado fuerte para ser halagadora. En esta cuestión tenía experiencia, dado que su madre había sido una sufragista activa en la lucha por el derecho de voto de las mujeres en Dinamarca, y probablemente una de esas mujeres excelentes que nunca hubiera provocado a un hombre para que la sedujera. Cuando tenía veinte años, había escrito y publicado ya algunos cuentos e incluso la habían alentado a que continuara, pero ella se negó a hacerlo. «Nunca quiso ser escritora», «tenía un miedo intuitivo a sentirse atrapada» y cualquier profesión, que inevitablemente le asigna a uno un papel definitivo en la vida, habría sido una trampa que le obstaculizaría las infinitas posibilidades de la vida misma. Tenía más de cuarenta y cinco años cuando comenzó a escribir profesionalmente y casi cincuenta cuando apareció su primer libro Seven Gothic Tales. En esa época había descubierto (tal como sabemos de «Los soñadores») que la mayor trampa en la vida es la propia identidad. «No voy a ser nunca más una única persona… Nunca más tendré el corazón y toda mi vida unidos a una sola mujer», y que lo mejor que se les podía dar a los amigos (por ejemplo Marcus Cocoza en el cuento) era no preocuparse «demasiado por Marcus Cocoza», pues esto significa «en realidad ser su esclavo y prisionero». Por lo tanto, la trampa no era tanto el hecho de escribir o de hacerlo profesionalmente, sino el tomarse a uno mismo en serio e identificar a la mujer con el autor cuya identidad queda inevitablemente confirmada en público. El hecho de que el dolor de haber perdido su vida y a su amante en África tuvieran que haberla convertido en escritora y haberle dado una especie de segunda vida se entendía mejor como una broma, y «A Dios le encantan las bromas» se convirtió en su máxima durante los últimos años de su vida. (Le gustaba vivir según estos lemas y había comenzado con navigare necesse est, vivere non necesse est, para luego adoptar el lema de Denys Finch-Hatton: Je responderay, responderé y daré cuenta y razón.)
Pero había algo más que el temor de verse atrapada que hacía que, en una entrevista tras otra, se defendiera enfáticamente contra la noción común de que ella fuera una escritora nata y una «artista creativa». La verdad es que ella jamás sintió ninguna ambición o necesidad en particular de escribir, y mucho menos de ser escritora; lo poco que había escrito en África podía omitirse, pues sólo le había servido en «épocas de sequía» para disipar sus preocupaciones sobre la granja y aliviar su aburrimiento cuando no tenía otra cosa que hacer. Sólo en una ocasión «había creado algo de ficción para ganar dinero», y a pesar de que con The Angelic Avengers ganó algún dinero, llegó a ser «terrible». No; ella había comenzado a escribir por el simple hecho de «que tenía que sobrevivir» y «sólo sabía hacer dos cosas: cocinar y… tal vez, escribir». Había aprendido a cocinar primero en París y luego en África para agasajar a sus amigos, y para entretener tanto a sus amigos como a los nativos había aprendido a contar historias. «Si hubiera podido permanecer en África, jamás se habría convertido en escritora». Pues, «moi, je suis une conteuse, et rien qu’une conteuse. C’est l’historie elle-même qui m’intéresse, et la façon de la raconter». («Soy una narradora de cuentos y nada más. Lo que me interesa es la historia y la forma de relatarla»). Lo único que necesitaba para empezar era la vida y el mundo, casi cualquier tipo de mundo o de medio; pues el mundo está lleno de historias, de hechos y ocurrencias, de sucesos extraños que sólo aguardan a ser contados, y la razón por la cual, generalmente, no se relatan estos hechos es, según Isak Dinesen, la falta de imaginación; pues sólo si puedes ser imaginativo con lo que de todos modos ha sucedido, repetirlo en la imaginación, verás las historias, y sólo si tienes la paciencia de contarlas una y otra vez («Je me les raconte et reraconte») podrás llegar a contarlas bien. Esto, claro está, es lo que hizo durante toda su vida, pero para convertirse en una artista, ni siquiera para convertirse en una de esas viejas y sabias narradoras profesionales de cuentos que encontramos en sus libros. Sin repetir la vida en la imaginación no se puede estar del todo vivo, la «falta de imaginación» impide que las personas «existan». «Sé leal a la historia», tal como una de sus narradoras le advierte a los jóvenes, «hay que ser eterna y constantemente leal a la historia»; esto no significa otra cosa que ser leal a la vida, no hay que crear la ficción sino aceptar lo que la vida te da, demuestra que estás a la altura de todo recordándolo y analizándolo, repitiéndolo en tu imaginación; esta es la forma de mantenerse con vida. Y vivir en el sentido de estar plenamente viva fue desde el principio y siguió siéndolo hasta el final su único objetivo y deseo. «Vida, no te dejaré ir a menos que me bendigas, sólo entonces te dejaré ir». La recompensa de relatar historias es poder dejar que se vayan: «Cuando el narrador es leal… a la historia, entonces, al final, hablará el silencio. Cuando se ha traicionado la historia, el silencio no es otra cosa que vacío. Pero nosotros, los fieles, cuando hemos dicho nuestra última palabra, oiremos la voz del silencio».
No cabe duda de que esto requiere habilidad, y en este sentido el hecho de narrar historias no sólo es parte de la vida, sino que puede convertirse en un arte por derecho propio. Para convertirse en arte también se necesita tiempo y un cierto distanciamiento respecto de la tarea impetuosa e intoxicante del puro vivir que tal vez sólo el artista nato puede lograr en medio de la vida. De todas formas, en el caso de esta escritora, una gruesa línea divisoria separa su vida de su vida posterior como autora. Sólo cuando perdió lo que había constituido su vida, su hogar en África y su amante, cuando regresó a Rungstedlund como un completo «fracaso» y con nada en sus manos excepto el dolor, la tristeza y los recuerdos, pudo convertirse en artista y en el «éxito» que de otra forma jamás hubiese logrado ser: «A Dios le encantan las bromas», y las bromas divinas, tal como los griegos bien sabían, suelen ser crueles. Lo que ella hizo entonces fue único en la literatura contemporánea a pesar de que podría comparárselo con algunos escritores del siglo xix; se me ocurren las anécdotas y cuentos cortos de Heinrich von Kleist y algunos cuentos de Johann Peter Hebel, en especial Unverhofftes Wiedersehen. Eudora Welty lo caracterizó de manera acertada en una breve frase de extrema precisión: «Ella hacía una esencia de una historia: de la esencia hacía un elixir, y del elixir comenzó a componer la historia de nuevo».
La relación de la vida de un artista con su trabajo siempre ha planteado problemas embarazosos, y nuestra avidez por ver registrado, mostrado y discutido en público lo que una vez eran asuntos estrictamente privados es tal vez menos legítima de lo que nuestra curiosidad está dispuesta a admitir. Lamentablemente, las preguntas que nos obliga plantear la biografía de Parmenia Migel no son de este orden. Decir que esta obra es inclasificable sería ser demasiado benévolo, y a pesar de que cinco años dedicados a la investigación aportaron aparentemente «el material suficiente… para un trabajo monumental», apenas encontramos más que citas de material publicado con anterioridad ya sea en libros y entrevistas sobre el tema o tomadas del libro: Isak Dinesen: A Memorial, que Random House publicó en 1965. Los pocos hechos aquí revelados por primera vez muestran una falta total de rigor profesional, y los podría haber detectado cualquier compilador. (Un hombre que está a punto de suicidarse [su padre] no pudo haber declarado tener «una premonición… sobre su muerte próxima»; en la página 36 se nos informa que su primer amor debe «permanecer en el anonimato», pero sin embargo nos revela su nombre en la página 210; nos dice como de paso que su padre «había simpatizado con los comuneros y que era de tendencia izquierdista» y, a través de la voz de una tía, nos enteramos de que sentía una tristeza profunda por los horrores que había presenciado durante la Comuna de París». Podríamos llegar a la conclusión de que era un hombre desilusionado si no supiéramos por el memorial antes mencionado que luego escribió un libro de memorias «donde… rinde justicia al patriotismo e idealismo de los “comuneros”». Su hijo confirma la simpatía de su padre por la Comuna y agrega que «en el parlamento, su partido era la Izquierda».) Peor que estos descuidos es la equivocada delicadeza aplicada al más importante de los nuevos hechos que contiene el libro: la infección venérea; el marido del que se había divorciado, pero cuyo nombre y título siguió llevando (¿tal vez por la «satisfacción de ser llamada baronesa», como sugiere su biógrafa?), le dejó «una herencia de enfermedad», cuyas consecuencias sufrió toda la vida. Su historia clínica hubiera sido de sumo interés; su secretaria relata hasta qué punto los últimos años de su vida estuvieron consumidos por «una lucha heroica contra los perjuicios de la enfermedad… como si un ser humano tratara de detener una avalancha». Y lo peor de todo es la impertinencia ocasional, casi inocente, tan típica de los adoradores profesionales que rodean a la mayoría de las celebridades; Hemingway, quien en su discurso de agradecimiento al aceptar el Premio Nobel dijo que deberían habérselo dado a «esa hermosa escritora Isak Dinesen», «no podía evitar envidiar el aplomo y la sofisticación [de Tania]» y «necesitaba matar para mostrar su hombría, extirpar la inseguridad que en realidad nunca superó». Todo esto era innecesario y hubiera sido mejor no decir nada al respecto, si no fuera por el lamentable hecho de que había sido la misma Isak Dinesen (¿o fue la baronesa Karen Blixen?) quien había encargado esta biografía y pasó horas y días con Migel para darle instrucciones y, poco antes de morir, le recordó una vez más «mi libro», obligándola a prometer que lo terminara «tan pronto como muera». Pues bien, ni la vanidad ni la necesidad de adoración —el triste sustituto de la confirmación suprema de la propia existencia que sólo el amor, el amor mutuo, puede dar— pertenece a los pecados mortales; pero son apuntadores insuperables cuando necesitamos sugerencias sobre cómo hacer el ridículo.
Es obvio que nadie podría haber relatado la historia de su vida como ella misma y la pregunta de por qué no escribió su autobiografía es tan fascinante como incontestable. (Es una pena que su biógrafa nunca le hizo esta pregunta tan obvia.) El libro Out of Africa (Memorias de Africa, Madrid, 2000), que a menudo se ha llamado autobiográfico, es particularmente reticente y calla casi todas las cuestiones que su biógrafa debería haberle planteado. No nos cuenta nada sobre su infeliz matrimonio y su divorcio, y sólo el lector atento se dará cuenta de que Denys Finch-Hatton fue algo más que un amigo que la visitaba a menudo. Tal como lo señala su mejor crítico, Robert Langbaum, el libro es «una auténtica novela pastoril, tal vez la mejor prosa pastoril de nuestro tiempo», y puesto que es pastoril y no dramática, ni siquiera en la narración de la muerte de Denys Finch-Hatton en un accidente de avión y de las últimas semanas desoladas en las habitaciones vacías con las cosas ya guardadas en cajas, puede incorporar muchas historias sino sólo insinuar, con escasas y tenues alusiones, la historia subyacente de una gran pasión que fue entonces y siguió siendo hasta el final la fuente de sus narraciones. Ni en África ni en ningún otro momento de su vida escondió nada; se percibe que debió de estar orgullosa de haber sido la amante de este hombre que en sus descripciones aparece curiosamente carente de vida. En Memorias de África admite su relación sólo implícitamente; «en África, él no tenía otro hogar que la granja, vivía en mi casa entre sus safaris», y cuando regresaba, la casa «sacaba afuera lo que había en ella; hablaba tal como hablan las plantaciones de café cuando florecen con los primeros chaparrones de la estación de lluvia»; en esos momentos «las cosas de la granja decían lo que en realidad eran». Y ella, como había «hecho muchas [historias] mientras él había estado ausente», solía estar «sentada en el suelo con las piernas cruzadas como la misma Scherezade».
Cuando ella se llamaba a sí misma Scherezade, se refería a algo más que el mero hecho de narrar historias, el «Moi, je suis une conteuse et rien qu’une conteuse». Las Mil y una noches —cuyos «cuentos estaban por encima de todo para ella»— no sólo eran entretenimientos; produjeron tres hijos varones. Y su amante, que «cuando venía a la granja le preguntaba: “¿Has encontrado un cuento?”» se parecía al rey árabe que «por estar desasosegado le encantaba la idea de escuchar el cuento». Denys Finch-Hatton y su amigo Berkeley Cole pertenecían a la generación de jóvenes a los que la Primera Guerra Mundial había hecho definitivamente incapaces de soportar las convenciones y cumplir con los deberes de la vida corriente, de seguir sus carreras y desempeñar sus papeles en una sociedad que los aburría en extremo. Algunos de ellos se convirtieron en revolucionarios y vivieron en el sueño de su país del futuro; otros, por el contrario, escogieron el país soñado del pasado y vivían como si «su mundo… ya no existiera». Todos compartían la fundamental convicción de que «ellos no pertenecían a su siglo». (En términos políticos se podría decir que eran antiliberales en la medida en que el liberalismo significaba aceptar el mundo tal como era junto con la esperanza de su «progreso»; los historiadores saben hasta qué punto coinciden la crítica conservadora y la revolucionaria respecto al mundo de la burguesía.) En ambos casos deseaban ser «parias» y «desertores», bien dispuestos a «pagar por su obstinación» en lugar de asentarse y fundar una familia. Denys Finch-Hutton iba y venía a su antojo y nada estaba más lejos de su mente que el lazo del matrimonio. Nada podía atarlo y hacerlo regresar excepto la llamada de la pasión, y la mejor forma de impedir que esa llama se extinguiera por el tiempo y la inevitable repetición, por el hecho de conocerse demasiado bien y de haber oído todos los relatos, era volverse inagotable en crear nuevos. Seguramente, ella estaba no menos angustiada que Scherezade por poder entretener, y no menos consciente de que su fracaso significaría su muerte.
De allí la grande passion por África, aún salvaje, sin domesticar, el entorno perfecto. Allí se podía trazar la línea “entre la respetabilidad y la decencia y [dividir] las relaciones con humanos y animales según la doctrina. Los animales domésticos entran dentro de la clasificación de respetables y los salvajes en la de decentes; se sostenía que mientras la existencia y el prestigio de los primeros se decidía por su relación con la comunidad, los otros estaban en contacto directo con Dios. Los cerdos y aves eran merecedores de nuestro respeto siempre y cuando devolvieran lealmente lo que se invertía en ellos, y… se comportaran tal como se lo esperaba de ellos. Nosotros nos incluíamos entre los animales salvajes, admitiendo con tristeza lo inadecuado de nuestra devolución a la comunidad —y a nuestras hipotecas— pero dándonos cuenta de que ni siquiera para obtener la más alta aprobación de nuestro entorno podíamos renunciar a este contacto directo con Dios que compartíamos con los hipopótamos y los flamencos.”
Entre las emociones, la grande passion es tan demoledora de lo socialmente aceptable, tan desdeñosa de lo que se estima «merecedor de nuestro respeto» como lo fueron los expulsados y desertores respecto a la sociedad civilizada de la que provenían. Pero la vida se vive en sociedad y, por eso, el amor —desde luego no el amor romántico que prepara el escenario para la felicidad conyugal— también es destructivo para la vida, como bien sabemos de las famosas parejas de amantes de la historia y de la literatura que todas terminaron en el dolor. Escapar de la sociedad, ¿no podía significar eso poseer, más que una gran pasión, una vida apasionada? ¿No fue esa la razón por la que ella abandonó Dinamarca exponiéndose a una vida sin la protección de la sociedad? «¿Qué se me había ocurrido al poner mi corazón en África?», se preguntó, y la respuesta le vino de la canción del «Señor» cuya «palabra ha sido como una lámpara para mis pies y una luz en mi camino»:

Quien huye de la ambición
y gusta vivir al sol,
buscando su propia comida,
y se contenta con lo que tiene,
ven acá, ven acá, ven acá:
aquí no hallarás ningún enemigo,
salvo el invierno y un clima duro.

Y si llegara a suceder
que algún hombre se vuelva loco
dejando su fortuna y su comodidad,
haciendo caso a su obstinación,
ducdame, ducdame, ducdame:
aqui encontrará
grandes locos como él,
si es que viene a mí.

Scherezade, con todo lo que su nombre implica, que vivía entre los «grandes locos» de Shakespeare, quien dejó la ambición y gustó vivir al sol, y al haber encontrado un lugar a «tres mil metros de altura» desde donde reírse de la «ambición de los recién llegados, de las misiones, de la gente de negocios y del mismo gobierno, para hacer respetable el continente africano», que sólo quería preservar a los nativos, los animales salvajes y a los aún más salvajes excluidos y desertores de Europa, los aventureros que se convirtieron en guías y en cazadores de safaris, en «su inocencia del período antes de la Caída»: así fue como ella quería ser, como quería vivir y como se veía a sí misma. No era necesariamente la manera en que aparecía ante los demás, en particular ante su amante. Él la llamó primero Tania y luego amplió el nombre en Titania. («Hay tanta magia en esta gente y esta tierra», dijo ella a él; y Denys «le sonrió con afectuosa condescendencia. “La magia no está en la gente o en la tierra, sino en el ojo del espectador… Tú les das tu propia magia, Tania… Titania”».) Parmenia Migel eligió su nombre como título para su biografía, y no hubiera sido un mal título si hubiese recordado que el nombre implica algo más que la reina de las hadas y su «magia». Los dos amantes entre los que cayó el nombre por primera vez, siempre citando a Shakespeare, sabían algo más; sabían que la reina de las hadas era capaz de enamorarse de Bottom y que tenía una idea irreal de sus propios poderes mágicos:

Y purgaré tu pesadez mortal para que puedas
partir como un espíritu etéreo.

Pues bien, Bottom no se transformó en ningún espíritu etéreo y Puck nos cuenta la verdad sobre el asunto con propósitos prácticos:

Mi señora está enamorada de un monstruo…
Tania despertó y de inmediato se enamoró de un asno.

El problema es que la magia resultó ser, una vez más, totalmente ineficaz. La catástrofe que finalmente la alcanzó se la había buscado ella misma cuando decidió quedarse en la granja a pesar de que debía saber que cultivar café «a tanta altitud no era provechoso», y para empeorar las cosas, ella «no sabía ni aprendió demasiado sobre el café y persistió en la convicción de que su poder intuitivo le diría qué hacer», tal como lo señaló su hermano con tierno recuerdo después de su muerte. Sólo cuando fue echada de la tierra, mantenida durante diecisiete años con el dinero de su familia, que le había permitido ser reina, reina de los cuentos, entendió la verdad. Cuando recordó de lejos a su cocinero africano Kamante, escribió: «Allí donde el gran chef caminaba sumido en sus pensamientos, lleno de sabiduría, nadie veía otra cosa que un Kikuyo pequeño y patizambo, un enano de cara chata e inexpresiva». Sí, nadie excepto ella, que siempre repetía todo en la magia de su imaginación de donde surgían las historias. Sin embargo, lo decisivo de la cuestión es que incluso esta desproporción, una vez descubierta, puede convertirse en material para una historia. Así, volvemos a encontrar a Titania en «Los soñadores», sólo que ahora se llama «Donna Quixota de la Mancha» y le recuerda al viejo sabio judío, que en la historia juega el papel de Puck, las «serpientes danzarinas» que una vez vio en la India, serpientes que «no son venenosas» y que matan, si es que matan, sólo por la fuerza de un abrazo. «De hecho, verla desplegando sus grandes espirales para revolverse y por fin aplastar un ratón de campo es suficiente para hacernos destornillar de risa». En cierta forma, es así como uno se siente al leer página tras página sobre sus «éxitos» posteriores en la vida y cómo los disfrutaba, magnificándolos fuera de proporción; que tanta intensidad, tanta pasión malgastara en las selecciones del Club-del-libro-del-mes y en membresías honorarias en sociedades prestigiosas, que el temprano reconocimiento sensato de que la pena es mejor que nada —«entre el dolor y la nada prefiero el dolor» (Faulkner)— fuera finalmente premiado con la pequeña recompensa de premios y honores debe ser triste desde un punto de vista retrospectivo; el espectáculo en sí seguramente estaría muy cerca de la comedia.
Los cuentos salvaron su amor y los cuentos también salvaron su vida después del desastre. «Se puede soportar todo el dolor si se lo pone en una historia o se cuenta una historia de él.» La historia revela el significado de aquello que de otra manera seguiría siendo una secuencia insoportable de meros acontecimientos. «El genio silencioso y abarcador del consentimiento» que también es el genio de la verdadera fe —cuando su sirviente árabe se entera de la muerte de Denys Finch-Hatton responde «Dios es grande», igual que el Kaddish hebreo, la plegaria de muerte dicha por el familiar más cercano, no dice más que «Sagrado sea Su nombre»—, surge de la historia porque en la repetición de la imaginación los hechos se han convertido en lo que ella denominaría «destino». El ser hasta tal punto uno con el propio destino que nadie puede distinguir a la bailarina del baile, y que la respuesta a la pregunta: ¿Quién eres? sea la respuesta del cardenal: «Permítame… responderle en la forma clásica y contarle una historia», esta es la única aspiración digna del hecho de que se nos haya otorgado la vida. Esto también se denomina orgullo y la verdadera línea divisoria entre las personas es si son capaces de «enamorarse de [su] destino» o si «aceptan como éxito lo que otros garantizan como tal… en la cotización del día. Ellos tiemblan, con razón, ante su destino». Todas sus historias son, en realidad, «anécdotas del destino», y nos dicen una y otra vez cómo al final tendremos el privilegio de juzgar o, para decirlo de otro modo, cómo perseguir uno de los «dos caminos de pensamiento para una persona inteligente…: ¿Qué quiso significar Dios al crear el mundo, el mar y el desierto, el caballo, los vientos, la mujer, el ámbar, los peces y el vino?».
Es cierto que el hecho de narrar una historia revela significado sin cometer el error de definirlo, que crea consentimiento y reconciliación con las cosas tal como son realmente, y que incluso podemos confiar en que contiene la última palabra que esperamos del «día del juicio». Y sin embargo, si escuchamos la «filosofía» de los relatos de Isak Dinesen y pensamos en su vida según esta misma filosofía, no podemos evitar ser conscientes de cómo el menor malentendido, el menor cambio de énfasis en la dirección equivocada terminará por arruinarlo todo. Si es verdad, tal como lo sugiere su «filosofía», que nadie posee una vida que valga la pena para meditar qué historia de vida no puede ser contada, ¿no se desprende de ello que la vida podría ser e incluso debería ser vivida como una historia, que lo que uno tiene que hacer en la vida es que la historia se haga realidad? En una ocasión escribió en su cuaderno de notas: «El orgullo es la fe en la idea que Dios tenía cuando nos hizo. Un hombre orgulloso es consciente de la idea, y aspira a realizarla». Por lo que ahora sabemos de sus primeros años de vida, parece bastante claro lo que ella trató de hacer cuando era joven, «realizar» una «idea» y anticipar el destino de su vida volviendo realidad una vieja historia. La idea le llegó como una herencia de su padre, a quien había querido mucho —su muerte, cuando ella tenía diez años, fue su primer gran dolor, y el hecho de que se había suicidado, como supo después, el primer gran golpe del cual se negaba a recuperar— y la historia que había pleneado actuar en su vida estaba destinada a ser la secuencia de la historia de su padre. Éste había tenido una relación con «une princesse de conte de fées a la que todo el mundo adoraba», que había conocido y amado antes de su matrimonio y que murió de repente a la edad de veinte años. Su padre se lo mencionó y una tía había afirmado posteriormente que él nunca había podido reponerse de esa pérdida, y que el suicidio era el resultado de ese dolor incurable. La joven, como se llegó a saber, había sido una prima del padre y la mayor ambición de la hija fue entonces pertenecer a esa parte de la familia de su padre, de la alta nobleza danesa, «una raza totalmente diferente» de su propio medio, tal como lo relata su hermano. Fue natural que uno de sus miembros, que había sido la sobrina de la muchacha muerta, se convirtiera en su mejor amiga, y cuando «se enamoró “por primera vez y para siempre”, tal como solía decir» fue con otro de sus primos segundos, Hans Bror Blixen, quien había sido sobrino de la joven muerta. Y como éste no le prestaba mayor atención, decidió incluso a los veintiséis años, edad suficiente para tener la madurez necesaria —para aflicción y sorpresa de todos los que la rodeaban— casarse con su hermano gemelo y partir con él para África, justo antes de estallar la Primera Guerra Mundial. Lo que siguió fue sórdido y despreciable, de ningún modo un material que se pudiera poner en una historia o sobre el que se pudiera narrar una historia. (Se separó inmediatamente después de la guerra y se divorció en 1923.)
¿O acaso sí era posible? Por lo que sé, jamás escribió una historia sobre este absurdo matrimonio, pero sí escribió algunos cuentos sobre lo que debió de haber sido para ella la lección obvia de sus locuras juveniles, es decir, sobre el «pecado» de hacer realidad una historia, de intervenir en la vida según un modelo preconcebido en lugar de aguardar con paciencia que la historia surja, de repetir en la imaginación algo diferente a la creación de una ficción, y luego tratar de vivir según ella. El primero de estos cuentos es «El poeta» (en Seven Gothic Tales); otros los escribió casi veinticinco años después (lamentablemente, la biografía de Parmenia Migel no contiene ningún resumen cronológico), «La historia inmortal» (en Anecdotes of Destiny) y «Ecos» (en Last Tales). El primero narra el encuentro entre un joven poeta de procedencia campesina y su benefactor de alto rango, un caballero anciano que en su juventud había caído bajo los hechizos de Weimar y «del gran Geheimrat Goethe», con el resultado de que «fuera de la poesía, para él la vida no tenía ningún ideal real». Por desgracia, ninguna ambición tan alta ha convertido jamás a un hombre en poeta y cuando se dio cuenta de que «la poesía de su vida tenía que provenir de algún lugar» decidió adoptar el papel de «un mecenas» y empezó a buscar «un gran poeta» digno de consideración, y lo encontró adcuadamente cerca, en la ciudad donde vivía. Pero un verdadero mecenas, uno que sabía tanto sobre poesía, no podía contentarse del todo con pagar dinero; también tenía que proporcionar las tragedias y las penas a partir de las cuales sabía que la poesía obtenía sus mejores inspiraciones. Por lo tanto se casó con una joven mujer y arregló las cosas de tal manera que los dos jóvenes bajo su protección tenían que enamorarse sin ninguna posibilidad de matrimonio. Bien, el final es bastante sangriento; el joven mata a su benefactor de un tiro, y mientras que el anciano en su agonía de muerte sueña con Goethe y Weimar, la joven, viendo a su amante como en una visión «con la soga al cuello,» lo mata. «Sólo porque le convenía que el mundo fuera hermoso, se propuso conjuntarlo para que así fuera», se dijo a sí misma. «¡Tú!», le gritó, «¡Tú, poeta!».
La perfecta ironía de «El poeta» tal vez la entienden mejor aquellos que conocen la Bildung alemana y su desafortunada relación con Goethe tan bien como su autora. (El cuento contiene varias alusiones a poemas alemanes de Goethe y Heine y también a la traducción de Homero hecha por Voss. También podría interpretarse como una historia sobre los vicios de la Bildung.). «La historia inmortal», por el contrario, está concebida y escrita como un cuento popular. Su héroe es un «comerciante de té inmensamente rico» de Cantón con buenas razones para «tener fe en su propia omnipotencia», y quien sólo al final de su vida entra en contacto con los libros. Entonces se sintió molesto porque relataban cosas que nunca habían sucedido y se enfureció cuando se enteró de que quizás la única historia que conocía (sobre un marinero que llegó a la costa, conoció a un viejo caballero, «el hombre más rico» del pueblo, y éste le pidió que «hiciera lo mejor» en la cama de su joven esposa que todavía podía tener un hijo y le dio una moneda de cinco guineas por su servicio) «nunca haya sucedido y… nunca suceda y es por eso que se cuenta la historia». Entonces, el anciano se pone a buscar un marinero para hacer realidad la historia que se contaba en todos los puertos del mundo. Todo parece ir bien, salvo que el joven marinero se niega a reconocer a la mañana siguiente cualquier similitud entre la historia y lo que le había sucedido durante la noche, rechaza las cinco guineas y le deja a la dama en cuestión el único tesoro que posee: «un enorme caracol rosa brillante» del cual «cree que no haya otro igual en el mundo».
«Ecos», el último en esta categoría, es una continuación tardía de «Los soñadores» en Gothic Tales, la historia de Pellegrina Leoni. «La diva que había perdido la voz» vuelve a escucharla en sus viajes en el muchacho Emanuele, a quien comienza a hacer a su propia imagen, de modo que su sueño, su mejor sueño y el menos egoísta, se haga realidad: que renaciera la voz que había proporcionado tanto placer. Robert Langbaum, a quien he mencionado más arriba, señala aquí que «Isak Dinesen se acusaba a sí misma» y que la historia, tal como lo sugieren de todos modos las primeras páginas, trata «sobre el canibalismo» y nada en ella confirma que la cantante «haya estado formando al muchacho para restaurar su propia juventud y para hacer resurgir a la Pellegrina Leoni a la que ella había enterrado en Milán doce años atrás». (La elección misma de un sucesor masculino imposibilita esta interpretación.) La conclusión de la misma cantante es: «Y la voz de Pellegrina Leoni no volverá a escucharse nunca más». El muchacho, antes de tirarle piedras, la había acusado: «Usted es una bruja, un vampiro… Ahora sé que moriría si volviera a usted» para la próxima lección de canto. Estas mismas acusaciones las podría haber proferido el joven poeta a su mecenas, el joven marinero a su benefactor y, en general, todas aquellas personas que, bajo el pretexto de ser ayudadas, son utilizadas para hacer que los sueños de otros se hagan realidad. (Ella misma creyó que podía casarse sin estar enamorada porque su primo «la necesitaba y que era tal vez el único ser humano que la necesitaba», cuando, en realidad, ella lo usó para empezar una nueva vida en el este de África, para vivir entre los nativos tal como lo había hecho su padre cuando vivió como ermitaño entre los indios chippeway. «Los indios son mejores que nuestra gente civilizada de Europa», le había dicho a su hija de pequeña, cuando su mejor don era que nunca olvidaba. «Sus ojos ven más que los nuestros, y son más sabios».)
Así, los primeros años de su vida le habían enseñado que, aunque se puedan relatar historias o escribir poemas sobre la vida, no se puede hacer la vida poética, vivirla como si fuera una obra de arte (como lo había hecho Goethe) o usarla para realizar una «idea». La vida puede contener la «esencia» (¿qué otra cosa podría contener?); el recuerdo, la repetición en la imaginación, pueden descifrar la esencia y darle a uno el «elixir»; y, en ocasiones, uno puede tener hasta el privilegio de «hacer» algo con él, como, por ejemplo, «componer una historia». Pero la vida en sí no es esencia ni elixir, y si uno la trata como tal, ella sólo le tenderá trampas. Fue quizás la amarga experiencia de las trampas de la vida lo que la preparó (aunque un poco tarde, tenía alrededor de treinta y cinco años cuando conoció a Finch-Hatton) para sentir la grande passion, que de hecho no es más rara que una obra maestra. Narrar historias fue lo que, de todos modos, la hizo finalmente sabia y no una «bruja», una «sirena» o una «profetisa», tal como pensaban los que la rodeaban. La sabiduría es una virtud de la edad madura y parece que sólo le llega a aquellos que, durante la juventud, no fueron ni sabios ni prudentes.

Traducción de Claudia Ferrari
y Agustín Serrano de Haro