Revista de Investigación Educativa 1
julio-diciembre, 2005
ISSN 1870-5308, Xalapa, Ver
Instituto de Investigaciones en Educación, Universidad Veracruzana


 
El cambio organizacional y la universidad pública1
 
   
 
Wietse de Vries*

Politics is the art of looking for trouble,
finding it everywhere,
diagnosing it incorrectly
and applying the wrong remedies.

Groucho Marx

Change is one thing, progress is another.
“Change” is scientific, “progress” is ethical;
change is indubitable, whereas progress
is a matter of controversy.

Bertrand Russell

Introducción

Hablar del cambio en el siglo XXI, cuando estamos apenas en el 2002, resulta un poco complicado. Las predicciones raras veces aciertan: prácticamente todas las profecías que rodearon al año 2000 quedaron invalidadas apenas entrando al 2001. El ataque a las torres gemelas en Nueva York cambió el panorama mundial de un día al otro, incluyendo a las teorías sobre la globalización y el fin de la historia. Así, no me atreveré a especular acerca de la educación superior en el 2098 y me limitaré a hacer un análisis de lo que ha pasado –y lo que no ha pasado– en los últimos diez años en la educación superior mexicana, particularmente en las universidades públicas.

Si hablamos de cambio, podemos empezar por constatar que, por suerte, las universidades públicas en México se han transformado en la última década. Basta acordarse de que, hacia finales de los ochenta, había un consenso amplio de que la universidad estaba en crisis, que ya no respondía a las demandas sociales, que estaba enfrascada en pleitos políticos internos, y que carecía de insumos básicos para poder funcionar decentemente. Una década más tarde la universidad cuenta con estabilidad, mayores recursos, laboratorios y bibliotecas más o menos actualizados, plantas académicas mejor calificadas y planes y programas actualizados. Hay exámenes de admisión, estímulos a la docencia, nuevas construcciones y colegiaturas más altas.

Como investigadores hemos hecho, a lo largo de los últimos diez años, un esfuerzo para documentar esta transformación de las universidades, del sistema y de las políticas. Se trata de un campo de estudio relativamente nuevo, que empezó a surgir simultáneamente con las políticas públicas para reformar el sistema, para evidenciar lo que estaba sucediendo. Como consta en esta literatura, efectivamente, mucho ha cambiado y todo parece andar mejor. Puede ser que las cosas no avanzan tan rápido como uno quisiera, pero avanzamos. Si uno sale el viernes por la tarde de la universidad, se queda con la sensación de que pasó una semana agitada, llena de acontecimientos y novedades.

Pero si regresamos a la universidad el lunes en la mañana, o después de una visita al exterior, igualmente surge la sensación de que todo sigue igual. Los problemas parecen ser los mismos de siempre. Ahora bien, ¿cómo explicar esta contradicción? ¿Cómo es que uno puede trabajar en una universidad como la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), que ha adquirido fama nacional por sus reformas, y opinar que no ha cambiado mucho?

El cambio organizacional

El problema se debe a cómo se define el cambio organizacional. Dentro de la sociología y de las teorías de las organizaciones, el cambio siempre ha sido un concepto difícil. Solemos adoptar como definición algo semejante a “diferente que en el pasado”. Si bien ésta es una definición operativa útil para estudiar una sola organización, no resulta adecuada en el momento de querer hacer comparaciones entre instituciones o países, o para juzgar el cambio en sí.

Por esta razón, los estudios “comparativos” existentes han sido estudios de casos que resultan ser poco comparables, y donde efectivamente cada caso resulta ser un caso. Generalmente consisten en una descripción de lo qué cambió aquí y lo que no cambió allá, señalando que el proceso fue distinto aquí que acullá. Los hallazgos de este tipo de estudios generalmente tienen gran parecido con lo que se presenta en los informes de rectores: una descripción extendida de acciones emprendidas para la mejora, aunque el juicio sobre los avances y quienes fueron los protagonistas suele diferenciar entre ambos testimonios.

Sin embargo, ¿qué nos dice realmente el que la Universidad haya pasado por muchos cambios en poco tiempo? Como señala Wright (1994), lo que es potencialmente reformable está determinado por las características del sistema en cuestión. La observación parece obvia, pero es muchas veces olvidada: en ocasiones, una institución no realiza las mismas reformas que otras, por la sencilla razón de que ya contaba con las características que otras apenas buscan lograr, porque el problema particular ya había sido resuelto, o porque nunca existió. Se deriva de lo anterior que puede haber universidades que cambiaron poco, pero que funcionan bien (justamente por funcionar bien no necesitaban introducir cambios); mientras otras cambiaron prácticamente todo, pero no lograron mejorar. Así, declarar orgullosamente que una universidad haya pasado por más reformas que las demás no es necesariamente un indicador de avance: se puede decir que entre peor la universidad, más necesidad de cambios y más terreno susceptible para reformas.

Además, las universidades tienen tantas funciones que resulta difícil distinguir entre reformas cruciales y periféricas. ¿Qué decir del hecho que la BUAP certificó recientemente las farmacias universitarias dentro del ISO 9000 (mismas que remplazaron a las librerías al inicio de los noventa)? ¿Es la Universidad de mejor calidad ahora?

Siempre ha sido complicado juzgar la profundidad del cambio. Por ejemplo, el historiador Simon Schama (1992) señala que, unos años antes de la revolución francesa, tuvo lugar una reunión pacífica entre grupos políticos revolucionarios en Holanda, donde los presentes acordaron reformar por completo la constitución política del país. Llegó a la conclusión de que este acontecimiento fue más revolucionario que la revolución francesa, ya que el último desembocó en la reinstauración de la monarquía, mientras el primero cambió radicalmente el funcionamiento del Estado holandés a lo largo del siglo XIX. En términos sociológicos, la conflictividad o la cantidad de sangre derramada no es buen indicador del cambio, sólo cuenta la modificación efectiva y duradera de estructuras y procesos.

De este modo, estudiar a la universidad en comparación con su pasado encierra limitaciones importantes. Habría que pensar en otras formas. Una forma distinta para analizar el cambio organizacional es ver los cambios en la perspectiva del entorno cambiante y la respuesta de la organización frente a este ambiente. Eso implica preguntar si la organización modificó su operación en sus tareas centrales, si encontró nuevas formas de producir el conocimiento, o si cambió la “idea” de la universidad, como decían los filósofos. En términos económicos, es preguntar si produce algo nuevo, para nuevos clientes, con formas más eficiente de hacerlo, con una misión y visión distintas. Ese enfoque analítico brinda pautas para no sólo describir los cambios, sino para poder comparar con otras instituciones y países, o para poder juzgar la calidad o la dirección del cambio. Además, parece la única vía para poder saber si un cambio fue una innovación o un paso hacia atrás.

Ahora bien, ver el cambio desde la perspectiva comparativa es más complejo si se considera que la evaluación de los alcances tradicionalmente ha sido la parte más débil de los procesos de reforma. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OECD, por sus siglas en inglés) señala que la mayoría de las publicaciones sobre las reformas del sector público presenta únicamente un inventario de políticas puestas en práctica sin ningún intento de análisis del resultado final (Organisation for Economic Co-operation and Development [OECD], 1995). Aunque muchas veces señalada como urgente, la evaluación de los resultados finales de las reestructuraciones organizacionales prácticamente nunca es llevada a cabo de manera sistemática y mucho menos comparativamente (Toonen & Raadschelders, 1997).

Para poder analizar los resultados finales se requiere un marco de referencia. Una forma para revisar el cambio organizacional desde esta perspectiva es ver la respuesta universitaria frente a los avatares sociales, políticos y económicos en el mundo. El conjunto de cambios en este terreno ha recibido la denominación de “globalización”, un término que ya se usa para casi cualquier cosa, pero que puede servir como un modelo ideal en el sentido Weberiano. Es decir, para no hacer enemigos innecesarios, se puede usar como un modelo de comparación, lo cual no implica que se adopte como algo ideal o deseable.

Asumir esta perspectiva invita a pensar en lo que podría haber cambiado y reflexionar sobre una aparente paradoja: mientras “el cambio permanente” ya está bien empotrado en el discurso educativo y todos los informes resaltan las mejoras efectuadas, Brunner (2000) señala: “lo que se observa en la actualidad en América Latina es una radical incapacidad de la universidad para ‘pensar’ y ‘expresar’ reflexivamente el cambio de la sociedad que viene con la globalización, la revolución científico-tecnológica y con el nuevo papel que el conocimiento empieza a jugar en todos los ámbitos de la sociedad.” (p. 20)

La universidad pública y la globalización

Hay ya una creciente literatura sobre lo que está cambiando en el mundo y cuales han sido las diferentes respuestas de sistemas educativos y universidades individuales, desde los informes del Banco Mundial hasta los artículos y libros de colegas investigadores.

Por ejemplo, un cuadro de cambios deseables fue pintado por un equipo de expertos extranjeros que visitó a la BUAP, en 1993, para hacer una evaluación externa. Esto fue un acontecimiento muy novedoso para la BUAP y dio lugar al Plan de Desarrollo Institucional bautizado como “Proyecto Fénix”. En la primera parte del informe (International Consortium for Educational Development [ICED], 1994), el equipo de evaluadores se imagina la celebración, en 2010, del vigésimo aniversario de la generación que se tituló en 1990, donde los presentes revisan con fascinación cómo ha avanzado su universidad en dos décadas. En la discusión se destacan aspectos como el cambio de planes y programas, la flexibilidad que ahora caracteriza a las carreras anteriormente rígidas, la administración más eficiente de la institución, el incremento de los ingresos externos privados, el aumento del posgrado en comparación con la licenciatura (con un estudiante de posgrado por cada cuatro de licenciatura), una nueva planta académica altamente preparada con orientación cosmopolita, ya no caracterizada por la endogamia sino por el reclutamiento internacional, la investigación de alto nivel ligada a la enseñanza en la licenciatura en vez de estar ubicada en institutos, una viva colaboración con las empresas, expresada en un consejo directivo que incorpora personas de la iniciativa privada, una alta eficiencia terminal y una exitosa inserción al mercado de trabajo de los egresados. En el momento de la reunión, la universidad está buscando su próximo rector en el mercado internacional, aunque no excluye que el candidato más indicado saldrá de sus propias filas.

Esta visión del futuro coincide en mucho con lo que se presenta en la literatura sobre las reformas de la educación superior en diferentes países (Clark, 1998; Kent, 2000; United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization [UNESCO], 1998; World Bank, 2000; y muchos más). Estos cambios incluyen, sin pretender ser exhaustivo, lo siguiente:

  • El foco de atención para los programas educativos está cambiando de un énfasis en la enseñanza hacia una preocupación por el aprendizaje. Las agencias de acreditación basan su juicio cada vez más en los resultados educativos –el aprendizaje, la inserción en el mercado de trabajo– en vez de los insumos con que cuente la universidad.
  • La reorganización curricular lleva a programas con diferente duración, más cortas que en el pasado, con flexibilidad curricular a través de materias optativas y movilidad de estudiantes entre estructuras departamentales y entre instituciones. Hay una creciente incorporación de nuevas formas de aprendizaje, no dependientes de la exposición del profesor frente al grupo, como la educación a distancia, actividades de auto-aprendizaje y trabajo en grupos de estudio.
  • Entran a la universidad nuevos tipos de estudiantes, de diferentes grupos de edad, bajo la idea de la educación continua.
  • A raíz del incremento del número de instituciones y la masificación, las instituciones requieren competir cada vez más en el mercado mediante la especificación de su misión y la búsqueda de nichos (como la universidad de investigación, la de formación profesional o la universidad virtual, atendiendo segmentos específicos de estudiantes).
  • La gestión universitaria depende crecientemente de buenos sistemas de información internos para la toma de decisiones, y se ve obligada a rendir cuentas hacia el exterior acerca de resultados educativos.
  • La reorganización administrativa se caracteriza por la introducción de teorías proveniente de la empresa –centradas en la eficiencia y la eficacia–, por la reestructuración del ejercicio del poder y de la toma de decisiones (donde cobra más peso la administración que las viejas formas colegiadas), por el adelgazamiento de la administración y por la profesionalización de la misma.
  • Hay una diversificación de las fuentes de financiamiento, donde aumenta el peso de los recursos privados, incluso dentro las instituciones públicas. Los estudiantes se ven obligados a sufragar parte importante del costo de su educación.
  • Se presenta una nueva organización académica interna, donde al lado de las actividades tradicionales centrales –las escuelas y facultades– se establecen centros que operan en la periferia de la organización, ligados más directamente con el entorno empresarial.
  • La investigación que realiza la universidad se define cada vez más por lo que Gibbons (1994) caracteriza como el “modo dos”: la investigación aplicada, financiada desde el exterior, con grupos mixtos (interdisciplinarios, con participantes académicos y de las empresas), cuyo principal objetivo es una patente o un producto aplicable, más que la publicación.
  • Hay una creciente colaboración con empresas y grupos sociales, tanto en la docencia como en la investigación.
  • Las instituciones enfrentan reestructuraciones mediante recortes (downsizing) o la privatización de algunas funciones (outsourcing). En ocasiones, la universidad cierra departamentos enteros, en otras, se reduce fuertemente el personal de tiempo completo. Crecientemente, se privatizan funciones como el mantenimiento, las bibliotecas o la imprenta universitaria.
  • Las bibliotecas y la nueva tecnología de la información se establecen como parte central del aprendizaje.

El cambio desde otra perspectiva

Ahora bien, con este enfoque distinto de análisis, la imagen del cambio en la universidad pública mexicana se modifica drásticamente. Frente a los cambios en el mundo, y dentro de México, las universidades públicas de repente parecen muy reacias al cambio. Es eso lo que produce la sensación del lunes por la mañana. Para muestra basta un botón:

  • A pesar de múltiples revisiones curriculares, los programas siguen siendo rígidos, con poca movilidad entre ellos, y con una duración sumamente larga. En comparación, tanto el sistema norteamericano –como el europeo en el corto plazo después de la declaración de Bolonia–, operan con una formación de cuatro años para el pregrado, seguido por dos de maestría y unos tres de doctorado. En México, seguimos aferrados a la licenciatura de más de cinco años. Formar un doctor –titulado– suele llevar por lo menos 13 años.
  • En un mundo que se está moviendo hacia la inter y transdisciplinariedad, es sorprendente ver como las universidades públicas defienden el modelo napoleónico como propio contra la influencia nefasta de los departamentos norteamericanos, incluso cuando los franceses ya cambiaron de modelo.
  • Fiel al antiguo modelo francés, la oferta se centra en formar profesionistas para el ejercicio libre o para servir en el aparato público, a pesar de crecientes evidencias de que los egresados trabajan como empleados intermedios en empresas privadas.
  • El curriculum sigue centrado en la enseñanza, no en el aprendizaje, dando lugar a un número sumamente elevado de horas clase, generalmente con contenido teórico.
  • En el caso de la BUAP –al igual que en otras universidades– el crecimiento de la oferta de programas se guía básicamente por lo que las escuelas y facultades pueden ofrecer, en vez de orientarse por la demanda de estudiantes o del mercado de trabajo. Se crearon en la BUAP, en menos de una década, 22 licenciaturas, 34 maestrías y 10 doctorados. No hubo una preferencia para algún nivel en especial: se amplió tanto la oferta de licenciaturas como de posgrados, aunque se redujo la matrícula de licenciatura y creció muy poco la del posgrado. Algunas opciones de licenciatura tuvieron mucho éxito –comunicación, computación–, otras, muy poco, pero continúan. Cerrar un programa en la universidad sigue siendo anatema.
  • Las formas de gestión son las de antaño, aunque los estudiantes y el personal administrativo tienen menos poder. Si bien los funcionarios cambiaron en apariencia –trajeados y corbateados– la forma de hacer gestión sigue básicamente igual. La reforma administrativa no introdujo un tránsito hacia los rigores de la competencia, la eficacia y la eficiencia económica. Es decir, para el diseño de las estructuras de gobierno o para la ocupación de los puestos, las consideraciones políticas, la incorporación de lealtades o el balance del poder, siguen siendo factores mucho más importantes que la eficiencia y eficacia administrativa. Lo preponderante es la habilidad política y no, como en otras universidades, la capacidad de obtener fondos privados o la mejora de los procesos. Del mismo modo, resulta inconcebible que la BUAP buscase un rector en otro lugar que sus propias filas, o convertir la administración en un aparato realmente profesional, de carrera. Así, la dirección de la universidad sigue siendo un asunto interno para “aficionados”, a diferencia de las tendencias en otros países. La antipatía hacia ideas o procedimientos emanados de la empresa privada sigue patente.
  • Un fenómeno interesante es que las exigencias externas para comprobar la calidad, para evaluar y rendir cuentas, o para presentar propuestas de desarrollo, han dado lugar a una fuerte expansión de la administración central.
  • La obtención de recursos privados no ha tenido vuelo en la universidad pública. Dependen del erario público en por lo menos el 90% y la discusión anual acerca del presupuesto se centra en introducir políticas del Estado para garantizar el flujo de recursos. Mientras tanto, al interior de las universidades, la búsqueda de recursos externos es una práctica poco común, la obtención de recursos privados una rareza. Los datos sobre la investigación en la BUAP revelan que hay pocos cambios en el terreno donde universidades en otros países sufrieron modificaciones importantes, expresados en la transición del modo uno al modo dos que señala Gibbons. Según el Anuario de 1999, la BUAP contaba con 177 miembros del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) y la institución registraba 361 proyectos de investigación. Obtuvo financiamiento externo para 24 proyectos –22 de ellos del área de ciencias exactas– por un total de 1.2 millones de pesos, equivalente al uno por ciento del presupuesto total de la institución. Todos los proyectos fueron financiados por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT) o por el Sistema de Investigación Ignacio Zaragoza, el sistema regional del CONACyT; ninguno por fuentes privadas.
  • Las plantas académicas actuales tienen más doctores y tiempos completos que antes, pero no hay mucha evidencia de que trabajen de manera distinta o de que produzcan más. En algunas universidades, casi todos han alcanzado la máxima categoría laboral, la de titular C –aun sin titularse. Sigue habiendo universidades sin reglamento académico. La incorporación y promoción siguen rodeadas por procesos altamente discrecionales, raras veces relacionados con el mérito académico. Según información de la propia Subsecretaria de Educación Superior e Investigación Científica (SESIC), el paso por el posgrado y el Programa de Mejoramiento del Profesorado (PROMEP) no parecen haber mejorado el funcionamiento de los académicos: una vez obtenido el doctorado, el nuevo perfil PROMEP tiende a alejarse de la enseñanza en la licenciatura.
  • La endogamia continúa siendo el rasgo principal, influyendo fuertemente la vida cotidiana, quizá más fuerte que nunca si consideramos que los académicos de hoy son los mismos que en 1990, pero con 10 años más de historia compartida. La importancia de la endogamia se expresa en que las relaciones interpersonales y las decisiones están mediadas por la historia personal de cada cual: con qué grupo se identifica, que alianzas tiene, cómo se ha comportado dentro de la política universitaria durante las últimas décadas. Por supuesto, aspectos como el grado de doctor, la productividad o el prestigio en la comunidad disciplinaria internacional juegan un papel, pero menos importante.Aunque hay más reglas ahora –se necesita un posgrado para ser contratado– el proceso depende de las decisiones discrecionales, de la buena voluntad de directores. Pocas veces se incorporan académicos para fortalecer una actividad docente específica o para crear líneas de investigación definidas como estratégicas.
  • Del estudiante poco se sabe. Quizá lo más llamativo es que los ricos se están desplazando, desde hace más de una década, hacia las universidades privadas (de Garay, 2002). Otra cosa es que el estudiante insiste en entrar en las profesiones tradicionales. Los demás datos –según una encuesta que hizo la BUAP entre aspirantes al primer ingreso (Centro de Investigación sobre Estudios de Opinión [CISO], 2000)– apuntan hacia una población estudiantil bastante homogénea y tradicional:el 84% vive en casa propia (de la familia), el 21.5% trabaja, aunque para el 50% este trabajo es temporal, el 80.9% vive con sus padres y el 15.3% con familiares, el 97.3% es soltero, el 83% esta en el rango de 17 a 19 años, el 13.2% entre 20 y 22, sólo el 3.8% tiene más de 23 años, el 70.4% proviene del municipio de Puebla, el 17.9% del interior del estado y el 10.5% de otros estados. El porcentaje de estudiantes del extranjero es casi cero, a diferencia de otras épocas, cuando la BUAP atraía estudiantes de Centro y Sur América (en 1992, todavía el 25% provenía de otros estados o del extranjero).
  • Aunque la BUAP introdujo un examen de admisión, sobresale que no sabe quiénes son sus estudiantes ni parece tener un planteamiento de quiénes deberían ser. No desarrolló políticas para favorecer la incorporación de un tipo especial de estudiantes (diferentes grupos de edad, origen socioeconómico, género). Los datos del examen son usados únicamente para definir el ingreso, no para conocer las características de los estudiantes. Tampoco se hace seguimiento de estudiantes durante la carrera ni se cuestiona si es adecuado el examen de admisión. Frente a las tendencias en el mundo, donde hay una creciente diversificación de estudiantes y un cambio de enfoque desde la enseñanza hacia el aprendizaje, la BUAP parece preocuparse muy poco por sus estudiantes.

¿Cambio o no cambio?

¿Qué se desprende de lo anterior? Me parece que las universidades sí cambiaron, pero de una forma extemporánea, incongruente con los cambios en otros lugares. Para alentar la polémica, planteo que la universidad pública mexicana está persiguiendo un modelo de universidad del pasado, al mismo tiempo que se olvidó por completo de los cambios sociales actuales o de la globalización. La reforma –si podemos llamarla así– que emprendió la universidad pública mexicana sigue la lógica que ya estaba presente en los años setenta o incluso antes, como indica Manuel Gil (2001) en Un siglo buscando doctores. Es reveladora una observación de la OECD en su reporte sobre México, publicado en 1996, cuando señala que muchas de las políticas y acciones emprendidas en los noventa ya estaban en la agenda desde inicios de los ochenta. Desde la perspectiva comparativa, la universidad mexicana está emprendiendo lo que Rollin Kent alguna vez bautizó como “reforma conservadora”. Da la impresión que sigue plenamente vigente la definición de antaño de la “misión social” de la universidad pública, con su contribución a la conciencia nacional, a la cultura y a la justicia social (Acosta, 2002). Pareciera, en ocasiones, que ni la Reforma de Córdoba haya perdido vigencia.

Las amenazas y oportunidades planteadas por la globalización, el neoliberalismo, la posmodernidad, o quien tenga la culpa, parecen haber tenido poco efecto en la universidad pública mexicana. Las reestructuraciones radicales –pocas veces agradables– que afectaron fuertemente a los actores en instituciones extranjeras no se produjeron aquí. A la luz de modificaciones profundas en otros países, como los ajustes a planes y programas, el cobro de contribuciones a estudiantes, la privatización de actividades, el incremento de recursos privados, las exigencias de productividad para los académicos –el afamado “publicar o perecer”–, la reingeniería administrativa, la rendición de cuentas o la acreditación, los cambios en la BUAP parecen de mucho menor envergadura.Más bien, durante los noventa, la universidad consolidó la organización tradicional de carreras dentro de un esquema napoleónico, mantuvo la educación prácticamente gratuita, atendió a un segmento tradicional de estudiantes, mantuvo todas las actividades y programas aunque generaban pérdidas, siguió dependiendo completamente de los recursos públicos, ofreció estímulos a quienes querían producir pero garantizó la permanencia a todos los demás, expandió su aparato administrativo, mejoró sus insumos básicos y con esto, su imagen.

A la luz de eso, debemos constatar que las universidades públicas cambiaron, incluso mejoraron, pero no innovaron. Si definimos el cambio organizacional o la innovación como la adopción de una nueva visión o como la modificación de las principales reglas del juego, surge inevitablemente la pregunta: ¿se modificaron las reglas o la visión de lo que es y debe ser la universidad pública? La conclusión sería que, mientras el concepto de universidad estuvo bajo ataque y se modificó en otros países, la BUAP parece haber recuperado y consolidado el concepto de la universidad pública tradicional. Es decir, uno se queda con la impresión de que las metas de la reforma que estuvieron presentes en los noventa serían perfectamente aceptables para aquellos que trabajaban en la universidad en los setenta. Quizá los medios por los cuales se buscan los fines causan molestia: hay una creciente intervención del Estado, un incremento en el control financiero, una introducción de la planeación por objetivos, una intervención administrativa en el trabajo académico; todas acciones que recortan fuertemente la libertad o la autonomía de la universidad y de sus académicos. Pero las metas,como el aumento de los tiempos completos, mejores facilidades para la superación del personal en activo, los fondos para la mejora de la infraestructura, la asignación de estímulos sin mayores obligaciones, la aceptación de facto de la estructura tradicional de planes y programas, la ampliación (casi) permanente de recursos públicos, la seguridad laboral, el énfasis en la figura del profesor que combina docencia e investigación, todas parecen metas perfectamente compatibles con los ideales del pasado.

Esto lleva a una pregunta inquietante: ¿acaso el futuro que construye actualmente la universidad equivale al pasado de otras? Desde una perspectiva comparativa surge la interrogante de que si la BUAP, con su organización actual, podría sobrevivir en un contexto distinto, como Inglaterra o Francia, o cómo saldría en los rankings norteamericanos. La respuesta parece ser poca optimista, pero se podría argumentar para la defensa que no se quiere seguir el modelo de otros países, de que México debe tener un modelo propio o de que la universidad pública mexicana cumple una función particular dentro de un contexto nacional específico. No obstante, igualmente se puede preguntar si la BUAP podrá sobrevivir dentro del contexto mexicano durante los próximos diez años. La respuesta resulta igualmente difícil. ¿Es viable la universidad a la luz del problema de jubilados, de la renovación inminente de su planta académica, de la total dependencia de recursos públicos o de la creciente competencia de instituciones privadas? ¿Es imaginable que la universidad durante los próximos años contrate académicos en el mercado internacional, reclute estudiantes de diferentes estratos y lugares de origen, dentro de un esquema de programas flexibles y de alta calidad reconocida internacionalmente, tal como se imaginó el equipo de evaluadores externos en 1993? ¿Cabrá dentro del imaginario universitario buscar a un rector y funcionarios externos, cuyo perfil se distingua por las habilidades gerenciales y la obtención de recursos privados?

Cuesta imaginarlo, y además ni siquiera parece necesario dentro del contexto político actual. Digo eso por la nueva relación de connivencia que se estableció entre el Estado mexicano y la universidad pública, una nueva relación en el sentido de que en los años noventa el Estado y la universidad pública volvieron a coincidir sobre el papel o la idea de la universidad pública, después de una década de olvido en los ochenta. Y parece que coincidieron en retomar la agenda de reformas que había quedado pendiente anterior a 1982. En los documentos de la Coordinación Nacional para la Educación Superior (CONPES), de 1981 y 1985, se planteaba lo mismo que en el Programa Nacional de Educación (PNE) 2002-2006, aunque el tono es distinto: más financiamiento público, definir los criterios de financiamiento, más tiempos completos y doctores, reforma curricular, actualización de profesores, modernización de la administración, más infraestructura.

Eso da pautas también para plantear que, mientras en otros países se estableció una nueva relación entre Estado y universidad, de tipo “neoliberal” si se quiere, en nuestro caso ha sido al revés: en el terreno de la educación, volvió el Estado benefactor, planeando a las universidades (por lo menos está la intención), asumiendo la responsabilidad financiera, creando más instituciones de educación superior públicas, buscando la equidad financiera, centrándose en los insumos. Este no ha sido un Estado que recorta el presupuesto, que exige que se debe hacer más con menos, que timonea desde la distancia. Es cierto que alentó el crecimiento del sector privado, pero como válvula de escape, no como algo deseable.

En el mismo sentido, si uno revisa los Programas Institucionales para el Fomento Integral (PIFIS)2 de las universidades públicas, destaca que no son planes estratégicos. Es planeación operativa –en el mejor de los casos– pero dista de ser estratégica: son buenas intenciones para mejorar lo existente, acompañadas de peticiones de fondos, pero ninguna universidad plantea hacer algo muy distinto a lo que hace ahora. La lógica es de incremento, no de cambio de rumbo. Y parece que hay en este terreno una coincidencia entre gobierno y universidades.

Conclusiones

Lo anterior lleva a la conclusión que los cambios de los años noventa no fueron innovaciones. Conviene quizá bautizar el proceso como la dignificación de la universidad pública, sin poner realmente en discusión su forma y razón de ser.Frente a los múltiples cambios que se produjeron en las afueras y periferias de los campus, como dice Acosta (2002), tanto el gobierno como las universidades públicas han actuado como si el problema no existiera, o peor, han pretendido que el problema no debería existir.

Pero también lleva a una conclusión importante para los estudiosos del cambio organizacional: no podemos seguir documentando simplemente los acontecimientos. Eso en los hechos lleva a una situación paradójica que descubrimos en un proyecto de investigación:3 estábamos de facto haciendo el mismo tipo de análisis que hacen el gobierno o las universidades, registrando intenciones y acciones, con juicios basados en ideologías en vez de hechos o resultados reales. Quizá al inicio de los noventa eso era inevitable, pero después de una década la situación es otra.

Con eso quiero decir que ha llegado el momento de ver el cambio organizacional por sus efectos reales, es decir, los resultados de diferente índole que produce –o debería producir– la universidad, en aquellos terrenos donde importa, como el aprendizaje y la investigación. Implica preguntarse si el cambio fue innovación o progreso, lo cual resulta –como señaló Bertrand Russell– más controversial que simplemente reportar las modificaciones. Pero al final de cuentas, lo que importa al analizar el cambio –haciendo referencia a otro problema actual– no es si la policía capitalina tiene nuevas patrullas y armas de más poder, sino si bajó o no la criminalidad. Igualmente, no podemos juzgar al gobierno o las universidades por las buenas intenciones y la cantidad de acciones, sino solamente por los resultados.Es ahí donde hay mucho terreno para la sociología.

Lista de referencias

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Notas

1. Presentación para la conferencia “Innovación y cambio en las instituciones de educación superior mexicanas en el siglo XXI”, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, 29 de noviembre de 2002.

* Director de Planeación, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

2. Se trata de planes de desarrollo con un horizonte hasta el 2006 que las universidades públicas deben someter ante la SESIC para poder competir por el subsidio extraordinario.

3. El proyecto se titula AIHEPS (Alliance for Higher Education Policy Studies) y busca analizar la relación entre políticas públicas y las mejoras en el desempeño de sistemas educativos en México, Canadá y los Estados Unidos. Se pueden consultar las publicaciones en www.nyu.edu/iesp/aiheps