LA EVOLUCIÓN DE LA ENSEÑANZA
DE LA LENGUA ESCRITA EN MÉXICO:
20 AÑOS DE REFLEXIÓN DIDÁCTICA*



 

Jorge Vaca Uribe**

 
 
En este trabajo se analiza la influencia que ha tenido el desarrollo de la perspectiva psicogenética de la investigación de la adquisición de la lengua escrita en los planteamientos pedagógicos y didácticos de la lengua escrita en México. Desde una mirada crítica se contrastan los planteamientos didácticos derivados del constructivismo (cambiantes según la experiencia adquirida) con las realidades educativas en el salón de clases y la escuela, y se invita a una reflexión más profunda acerca del diseño de didácticas con fundamentos constructivistas que tomen en cuenta dichas realidades.
 
 

In this work the influence that the development of the psychogenetic approach to the investigation of written language acquisition has exerted on relevant pedagogic and didactic positions in Mexico is analyzed. From a critical perspective, the didactic positions derived from constructivism (which have evolved according to the acquired experience) are contrasted with the educational realities in the classroom and in the school.One is invited to reflect more deeply on the designing of didacticas based on constructivist principles that take said realities into account.


 
 

Introducción




Desde la aparición en México del libro Los sistemas de escritura en el desarrollo del niño de Emilia Ferreiro y Ana Teberosky en 1979, ha habido una intensa reflexión acerca de cómo abordar la enseñanza de la lectura y la escritura en la escuela. El descubrimiento de la psicogénesis del principio alfabético de escritura ha impulsado desde entonces la elaboración de una serie de propuestas didácticas y de proyectos pedagógicos (en México, en Latinoamérica y en la península ibérica, principalmente), caracterizados por diferentes centraciones que van desde la actividad del niño y la consideración de sus niveles evolutivos como eje para la definición de las actividades didácticas propuestas hasta la actividad del maestro y la consideración del tiempo que éste requiere para convencerse de adoptar una visión “constructivista” de sus alumnos, de sus actividades y de él mismo. En la actualidad asistimos a un gran movimiento pedagógico con propuestas de una gran riqueza (los libros gratuitos de español, por ejemplo) cuya implementación real en el salón de clases es un gran reto educativo.

    En México, los documentos oficiales de la Secretaría de Educación Pública (SEP) se refieren y adhieren explícitamente a una postura constructivista:

Otros enfoques se han centrado en el sujeto que aprende: el niño. Desde este punto de vista el niño es el elemento central; se le concibe como un sujeto activo, inteligente y capaz de reconstruir los conocimientos que el programa, el maestro y la sociedad le plantean en la escuela [...] La diferencia entre esta postura y las antes mencionadas radica, fundamentalente, en que la construcción del conocimiento que realiza el niño se caracteriza por ser un aprendizaje comprensivo y significativo, que le permitirá consolidar sus adquisiciones, continuar su evolución, tener acceso a aprendizajes más amplios y complejos y avanzar en su desarrollo como usuario de la lengua, en cualquiera de sus manifestaciones. La presente propuesta para el trabajo de Español se inscribe dentro de esta última concepción... (SEP, 1995a: 12).
Por eso, es importante hacer una reflexión profunda sobre las implicaciones de las posturas adoptadas, sus tendencias, sus repercusiones para la práctica de los maestros mexicanos que se realiza a su vez con niños mexicanos.

    En este trabajo analizaremos solamente algunos aspectos que nos parecen fundamentales en la evolución que han seguido las propuestas y, sobre todo, las implicaciones que las mismas han tenido a la hora de intentar implementarlas en el salón de clases.

    A lo largo de estos veinte años en que se han desarrollado diseños y propuestas de enseñanza de la lengua escrita en México se han comenzado a sentar las bases de lo que suele llamarse “la didáctica de la lengua escrita”, por analogía con “la didáctica de las matemáticas”. Hoy es claro que:

... el conocimiento didáctico no puede deducirse de los aportes de la psicología. Al estudiar la situación didáctica, es necesario tomar en consideración no sólo la naturaleza del proceso cognoscitivo del niño, sino también la naturaleza del saber que se está intentando comunicar y la acción que ejerce el maestro para garantizar la comunicación de ese saber, para cumplir con la función social que le ha sido encomendada y que lo hace responsable del aprendizaje de sus alumnos [...] el análisis didáctico no puede limitarse a considerar por separado al alumno, al maestro y al saber, sino que debe abarcar el conjunto de las interacciones entre ellos (Lerner, 1996: 76).
Lerner, investigadora argentina con gran influencia en los cuadros técnicos mexicanos, nos dice en un texto reciente que al ingresar a la relación didáctica el niño (de Piaget) se transforma en alumno, el adulto en maestro y el conocimiento en saber enseñado.

    A esos tres términos de la relación didáctica nos parece muy importante agregar otros dos, a nuestro juicio fundamentales: la escuela con su organización, necesidades y recursos propios, así como los padres de familia, que juegan un papel importante en la relación didáctica al vehiculizar las demandas sociales, también cambiantes y que forman parte del “contrato didáctico”1 (véase el gráfico más adelante).

    Más allá de la relación reduccionista entre “conocimiento básico” y “conocimiento aplicado”, tratemos de analizar lo que hemos aprendido de los cinco elementos de la relación didáctica.

    Nos apresuramos a decir que posiblemente decepcionemos a muchas personas. Nos solicitaron una conferencia —origen de este escrito— y lo único que pudimos hacer fue un texto para sintetizar nuestras dudas, temores y algunas, muy pocas, de nuestras certezas. Trataremos entonces de hacer un balance entre lo que sabemos y lo que no sabemos, y una lista de las ingenuidades que hemos perdido y de los “ideales” a los que parece que actualmente se tiende. Este no es, pues, un “artículo científico” ni en sentido estricto ni en sentido relajado. Tan sólo pretende expresar algunas reflexiones surgidas de una práctica didáctica realizada durante más de 10 años y de la participación en las investigaciones psicogenéticas iniciadas desde hace veinte años.


1. La epistemología constructivista, la psicología genética
y la educación




Actualmente se habla mucho de constructivismo. La epistemología constructivista de Piaget está basada en unas pocas ideas2 y en preguntas bien planteadas. De estas últimas la fundamental es: ¿cómo evoluciona el conocimiento humano?, ¿cómo se pasa de un estado de menor conocimiento a uno de mayor conocimiento? Es decir, la ambición de poder describir la evolución de los conocimientos desde su origen hasta sus etapas más evolucionadas es una de las tareas fundamentales de la epistemología genética fundada por Piaget. Para él se trata de lograr una descripción de los mecanismos y de las leyes que rigen necesariamente esa evolución.

    El constructivismo es una corriente epistemológica que sostiene que el conocimiento se construye, se organiza en sistemas (estructuras o esquemas) y que estos sistemas evolucionan de acuerdo a leyes de equilibración; lo que normalmente se entiende por aprendizaje en las teorías más o menos clásicas del aprendizaje se traduce, aproximadamente, en la teoría constructivista en una “equilibración maximizadora”; “asimilación” no sería, pues, sinónimo de “aprendizaje”, sino más bien “acomodación”. En La equilibración de las estructuras cognitivas: problema central de desarrollo, Piaget establece el siguiente postulado:

Primer postulado: Todo esquema de asimilación tiende a alimentarse, es decir, a incorporarse los elementos exteriores a él y compatibles con su naturaleza. Este postulado se limita a asignar un motor a la investigación, y por lo tanto a considerar como necesaria una actividad del sujeto, pero no implica por sí mismo la construcción de novedades, desde que un esquema muy amplio (como el de “seres”) podría asimilarse todo el universo sin modificarlo ni enriquecerse él mismo en comprensión3 (Piaget, 1975: 9).
El otro problema que Piaget se plantea se refiere a cómo lograr lo anterior sin restringirse a una reflexión especulativa, filosófica, y convertir esa epistemología genética en una epistemología “científica”, verificable empíricamente. Ante esta restricción entra el niño en escena, un ser en evolución que, en su crecer, se transforma, haciendo observable la génesis de sus conocimientos.

    Siendo biólogo de formación, Piaget concibe la inteligencia como una herramienta adaptativa y modela el funcionamiento cognoscitivo de acuerdo a esquemas biológicos ya construidos. Así, las nociones de asimilación, acomodación, estructura y función pasarán a ser, en la teoría psicológica mejor lograda del siglo, conceptos claves.

    Sin que sea epistemólogo, como psicólogo que estudia temas de carácter educativo esos conceptos parecen claves para quienquiera que trabaje con el aprendizaje o algo similar. Por sí mismas, las nociones de asimilación y acomodación son tan ricas y tan útiles en educación como mal comprendidas.

    Quien hable de constructivismo en un sentido piagetiano ha de ser capaz de describir estructuras o, al menos, estados más o menos estables de conocimiento, pero también ha de mostrar su génesis, es decir, su evolución por reestructuración o reabsorción de determinadas estructuras en otras más amplias; asimismo, deberá ser capaz de precisar, de acuerdo con un estado descrito de conocimiento, qué elementos del medio serían teóricamente no asimilables o perturbadores en un sistema; también tendría que describir con cierta precisión el objeto de conocimiento a cuya construcción se refiere, así como los estados intermedios de evolución entre el no saber y el saber más refinado en la comprensión de un objeto.

    Sin embargo, Piaget mismo insistió en que los conocimientos derivados de sus investigaciones, cuyos tópicos estuvieron fuertemente ligados a sus intereses epistemológicos, no eran directamente aplicables a la pedagogía y lamentaba no poder aportar conocimiento psicológico específico acerca de objetos de conocimiento importantes para la escuela, citando como ejemplo los conocimientos lingüísticos o la comprensión de los hechos históricos.

La pedagogía experimental sólo se ocupa del desarrollo y los resultados de procesos propiamente pedagógicos, lo que no significa, como veremos, que la psicología no constituya una referencia necesaria, pero sí que los problemas planteados son otros y conciernen menos a los caracteres generales y espontáneos del niño y de su inteligencia que a su modificación por el proceso en cuestión [...] (Piaget, citado por Lerner, 1996: 73).
Así, el concepto de “Pedagogía experimental” se corresponde con el de la “Didáctica de la lengua escrita” —para el caso que nos ocupa—, ciencia que comparte una concepción similar a la expresada por Piaget.

    Como he dicho al principio, fueron Emilia Ferreiro (estudiante de Piaget y miembro del equipo ginebrino de psicolingüística en la década de los setentas) y Ana Teberosky quienes con la publicación de su libro Los sistemas de escritura en el desarrollo del niño en 1979 rompieron totalmente con la manera de abordar la cuestión de la enseñanza inicial de la escritura y la lectura.

    Para dar una idea de cómo se plateaba la cuestión en esa época, voy a contar una anécdota de estudiante. Debiendo hacer algunas de las prácticas de la facultad, decidimos invertir nuestras energías en actividades de alfabetización en una correccional para menores entonces ubicada en Tlalpan. Al acercarnos al maestro de psicología educativa en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), de tradición normalista y bien actualizado en cuestión de métodos y de psicología, nos respondió que había sólo dos caminos: el sintético y el analítico; entonces nos remitió a consultar algunos manuales descriptivos de los métodos y punto. Así de sencillo se planteaba el asunto a finales de los años setenta.

    ¿Por qué han cambiado tanto las cosas?, ¿en qué dirección?, ¿por qué ahora parece tan complejo el fenómeno de la lecto-escritura?, ¿de verdad podemos hablar de propuestas constructivistas de alfabetización?, ¿con cuáles limitaciones?, ¿podemos hablar de “educación constructivista”?, ¿a qué nivel de especificidad?
 
 

2. Un sentido general y otro restringido del término
“pedagogía constructivista”




Nos atrevemos a platear la siguiente cuestión: ¿es posible, verdaderamente, una “educación constructivista”? La respuesta es, evidentemente, relativa a lo que entendamos por “educación constructivista” y a los criterios de exigencia que nos pongamos.
Si pretendemos decir que toda acción o actividad educativa que seamos capaces de generar tiene por objeto afectar el sistema de conocimiento plenamente identificado en nuestros niños (aunque no sea más que desestabilizándolo) acerca de un objeto específico, hablaríamos de un fundamento constructivista de nuestra acción didáctica y por lo tanto de una acción didáctica constructivista en sentido estricto.

    Si, por el contrario, sólo tomáramos los principios generales del constructivismo sin pretender fundamentar todas y cada una de las actividades didácticas planteadas en la teoría, sin conocer la evolución dejarlo del niño acerca de un objeto específico, pero asumimos, en términos generales, que dicho conocimiento se construye mediante su interacción con el entorno, entonces hablaríamos de una educación de inspiración constructivista, mas no sería ya constructivista en sentido estricto.

    En otras palabras, diríamos que el constructivismo piagetiano stricto sensu se podría aplicar a la educación siempre y cuando tuviéramos una descripción lo suficientemente refinada (o completa) de la(s) psicogénesis del objeto sobre el que trabajamos. De lo contrario, sólo podremos hablar, a lo sumo, de un planteamiento didáctico de inspiración general constructivista. Sin olvidar que, además requeriríamos incorporar esos conocimientos psicogenéticos a una investigación didáctica propiamente dicha, de la cual se desprenderían las propuestas didácticas específicas.

    Veamos qué ha generado el descubrimiento de lo que se ha llamado hasta ahora “la psicogénesis de la lengua escrita” en nuestro país. Aclaramos que en el contexto de este trabajo no podemos ni queremos hacer un análisis minucioso, exhaustivo y “científico”, de la problemática que abordamos agotando lo que ha sucedido en estos veinte años. De hecho, sería inagotable, ya que la mayor parte de la actividad científica queda siempre en el anonimato y sólo sale a la luz la versión final de los múltiples borradores de la ciencia.
 
 

3. Entender al niño y su forma de evolucionar




Uno de los conocimientos fundamentales que ahora tenemos acerca de los niños que inician su alfabetización es que en verdad no la inician cuando entran a la escuela. Es decir, sabemos que los niños aprenden acerca de la escritura fuera de la escuela: en la casa, en la calle, en la televisión, etc., desde los dos o tres años, según el medio en el que el niño se desarrolla —si no es que antes, pues es muy difícil enterarse, por razones metodológicas—. Tan sólo esa constatación replantea, por ejemplo, la relación entre el preescolar y la lengua escrita, como Ferreiro lo expuso en una conferencia ya clásica: “¿Se debe o no enseñar a leer en el jardín de niños?: una pregunta mal planteada” (véase Ferreiro, 1997: 118, bajo el título “El espacio de la lectura y la escritura en la educación preescolar”).

    Es decir, sabemos que se sigue un lento y regular camino de aprendizaje y que aquello que creíamos que se logra en un año (en primero de primaria) en realidad es la culminación de un proceso que el niño (al menos el niño de ciudad) inició varios años antes.

    Sabemos también que los niños de seis años llegan al salón de primero de primaria con un saber heterogéneo, es decir, con diferentes niveles de evolución en sus conceptualizaciones del sistema de escritura y que su ritmo evolutivo es extremadamente variable: la mayoría son presilábicos, algunos son silábicos y muy pocos silábico-alfabéticos y alfabéticos (entre otras muchas características que conocemos del niño a esa edad. Véase Ferreiro, 1982, fascículos 1 al 5).

    La postura constructivista nos llevó a plantearnos la pregunta de cómo utilizar ese conocimiento en el salón de clases. Entonces, en un primer momento, se generaron propuestas y programas completos que dividían las actividades según los niveles evolutivos, evaluados mediante la famosa “prueba Monterrey”: las actividades, diseñadas por los especialistas (generalmente psicólogos) e impresas en fichas azules, son aquéllas que “contienen actividades que favorecen el pasaje del nivel simbólico [más o menos equivalente al presilábico] (los textos dicen pero no se relacionan aún con aspectos sonoros) hacia un análisis de tipo silábico” (Gómez Palacio et al., 1982: 105).

    Y así, hubo fichas amarillas, verdes, rosas, etc. En una segunda versión, los colores se debieron eliminar. Margarita Gómez Palacio lo narra así:

Cuando iniciamos la primera propuesta, hace seis o siete años, pensamos justamente en poner colores a las fichas para guiar al maestro de alguna manera en la identificación de los niveles. En ese momento estábamos muy apegados a los niveles y pensábamos que el maestro, que podía tener en su grupo a chicos de distintos niveles de conceptualización, podía dar actividades diferentes para propiciar el pasaje de un nivel a otro, y por eso nos parecía oportuno el uso de colores en las fichas. Pero ocurrió que, contra nuestras expectativas, los maestros se fueron apegando al color como si se tratara de una escalera por la cual el niño tenía que ir pasando: del color rosa al azul, del azul al amarillo, del amarillo al verde. Nos dimos cuenta de que eso no era lo que nosotros habíamos pensado o deseado y estábamos justamente cayendo en la creación de un método más, a tal punto que los maestros lo denominaban “el método de los colores”. Por eso en esta última edición decidimos suprimir los colores (Ferreiro, 1989: 130 y ss).
Se pasó de un “apego a los niveles” al diseño de actividades que promovían algo en todos los niños, independientemente de su nivel, esperando más bien una diversidad de respuestas por parte de los mismos, como sostuvo Ana Teberosky en 1989:
Me pregunto si es necesario que la planificación de actividades deba seguir los niveles de los niños o bien si es posible, o deseable, una planificación un poco más flexible. Una planificación en la que el maestro tenga presente la diversidad de respuestas que puede obtener, y sepa que son precisamente esas respuestas las que le van a dar la pauta de las reales dificultades de los niños, para saber en qué casos necesitan ayuda y hasta dónde podrían llegar, y todo ello sin necesidad de recurrir a propuestas específicas por niveles (Ferreiro, 1989: 105-106).
Ahora se diseñan actividades siguiendo esta lógica (todas las de los libros de texto gratuitos, las de los ficheros del Programa Nacional para el Fomento de la Lectura y la Escritura (PRONALES), las de los manuales del instructor comunitario, etc.) esperando que sean realizadas de diferente manera por niños de diferentes niveles, suponiendo que cada uno, a su nivel, “interactuará” de una manera productiva con el objeto escritura, de acuerdo a su propia estructuración del conocimiento en un momento determinado. Al mismo tiempo, se intenta tomar en cuenta los niveles de evolución de los niños (según los grados escolares y los autores).

    Si hablamos de actividades para el niño preescolar y para el de primer año de primaria, su vinculación y su fundamentación en tópicos investigados por la psicología genética, con más o menos detalle, es clara. Sin embargo, cuando debemos abordar tópicos más avanzados de ortografía, puntuación, redacción, estructuras textuales o lectura, el vínculo entre las actividades didácticas propuestas y el conocimiento de su adquisición por el niño se hace cada vez más flojo. Este problema lo vislumbra Lerner (1996):

Cuando los niños se están apropiando del sistema de escritura, los intercambios más enriquecedores se producen entre sujetos que están en niveles diferentes pero cercanos del proceso constructivo [...] Esta conclusión es indudablemente válida para la primera etapa de la alfabetización y para las situaciones de escritura, pero no puede aplicarse directamente a otras etapas y situaciones. La dificultad obedece a diversas razones: en primer lugar, no se han definido “niveles de conceptualización” posteriores a la apropiación del sistema de escritura [¡sic!] —quizás no existan o existan sólo en relación con aspectos muy puntuales como la construcción de la ortografía de la palabra o de la puntuación, pero no en relación con cuestiones tales como la coherencia y la cohesión del texto...—; en segundo lugar, los pasos que dan los niños como productores mientras se están apropiando de la alfabeticidad del sistema son mucho mejor conocidos que los que dan como lectores; por último, es necesario que la investigación didáctica estudie más rigurosamente cuáles son las condiciones que hacen posible generar interacciones productivas tanto en las situaciones de escritura posteriores a la apropiación del sistema como en las situaciones de lectura, de tal modo que sea posible formular situaciones válidas para las actividades de lectura y escritura a lo largo de toda la escolaridad (Lerner, 1996: 104).
Podemos suponer que las actividades relativas a las “familias léxicas” (fichas de trabajo, número 19, segundo grado, para tomar sólo un ejemplo) encuentran un referente, más o menos reconocido, en las investigaciones que nosotros mismos realizamos acerca de las adquisiciones ortográficas (Vaca, 1996a). Sin embargo, hasta donde conocemos, no tenemos mucha idea de cómo evoluciona “la redacción” en el niño, o la diferenciación y manejo de estructuras textuales, y sin embargo son tópicos centrales de los actuales libros de la SEP.

    Nos apresuramos a aclarar que estamos de acuerdo en proponer esos tópicos aun cuando no tengamos idea de cómo el niño los adquiere. Las necesidades educativas son muchas y corren y se presentan a un ritmo infinitamente más acelerado que la investigación psicogenética que le es pertinente. Lo que queremos señalar es lo difícil o riesgoso que resulta hablar de constructivismo sin conocer la construcción. Se trata de actividades didácticas de inspiración constructivista, mas no son constructivistas en el sentido estricto antes definido. En este caso, el constructivismo ha de verse en el salón de clases según sea abordado por el maestro y adoptado por los niños. Ha de observarse en la práctica didáctica, guiado sólo por principios generales y no por conocimientos específicos.

    Para abundar un poco en la enciclopedia de nuestra ignorancia, podemos decir que no sabemos muchas cosas acerca de la evolución: no sabemos cómo pasa el niño del estadio uno al dos (o del presilábico al silábico, para simplificar) ni cómo se inicia la escritura alfabética; tampoco conocemos los vínculos entre la evolución de la interpretación de una oración escrita y la evolución de la escritura de palabras o la de la interpretación inicial de textos acompañados de un contexto icónico. Es más, no conocemos bien la relación entre los niveles de escritura de palabras y los niveles de escritura de una oración; mucho menos de las nociones que los niños tienen acerca de la función de la escritura y de las características propias de los textos escritos y su diversidad.

    Para mostrar que esta visión, que puede parecer pesimista (o bien realista y estimulante, según se vea), es compartida por otros autores, citamos lo siguiente:

¿Qué sabemos del modo en que los niños aprenden a emplear argumentaciones complejas? ¿Qué sabemos sobre las maneras en que mientras aprenden la gramática de una lengua aprenden también las usanzas sociales? Probablemente nada. Se han registrado por decenas los más microscópicos fenómenos fonéticos, sintácticos y léxicos del desarrollo infantil y con los datos reunidos se construyó un sector importante de estudios, la psicolingüística evolutiva; pero todas esas adquisiciones se limitan a la formación, en el niño, de una gramática, de un sistema de reglas relativas a la lengua. Al fin de cuentas se sabe muy poco sobre el uso práctico y social que el niño hace de sus adquisiciones gramaticales (Simone, R., 1992: 24).
Lo anterior toca muy de cerca el corazón del actual enfoque “funcional y comunicativo” de la SEP. El autor se refiere al nivel de las adquisiciones orales. ¿Cuánto más ignoramos aún al nivel de las adquisiciones y usos de lo escrito?

    De hecho, nuestra intervención didáctica acerca, por ejemplo, de la lectura como tal, prácticamente no existe (y lo poco que se hace ha sido fuertemente criticado). La imagen de la maestra que en su escritorio hace leer a un niño algunas palabras o una frase, señalándole ella misma con trazos rojos las sílabas esperando la oralización de las mismas, es una de esas intervenciones fuertemente criticadas. Sin embargo, investigando la evolución de la lectura (Vaca, 1996) descubrimos que para un niño que inicia actos de lectura convencionales, efectivamente representa un problema el encontrar esos límites entre sílabas; también encontramos que asume la sílaba como unidad de procesamiento del texto. ¿No será que los maestros se dieron cuenta de eso hace mucho tiempo y que sus procedimientos de señalización son una respuesta (transmitida de unos a otros) que intenta enseñar al niño? Desde hace veinte años se dicen muchas cosas acerca de la evolución de la lectura, cosas que los investigadores debemos revisar urgentemente hoy (Vaca, 1997).

    Lerner se pregunta: ¿cómo plantear problemas cuando el contenido sobre el cual se está trabajando es la lengua escrita? Su respuesta es: “usando la lengua escrita, leyendo y escribiendo” (Lerner, 1996: 99). Esa es una respuesta sólo de inspiración constructivista que nos hace reflexionar en lo que no sabemos.

    Muchas veces nos hemos preguntado si esa maestra abstracta efectivamente cree, como afirma insistentemente Ferreiro, que “leer es descifrar”. A nosotros nos parece más bien que los maestros saben que leer es entender, pero que no tienen suficientemente claro lo importante que es entender para seguir leyendo. Son problemas muy diferentes. Por otro lado, se ha convertido casi en “slogans” hablar mal del descifrado y bien de la anticipación significativa, planteando la lectura y su evolución casi en los mismos términos desde 1979 (véase Ferreiro, 1989: 63) y sin siquiera haber hecho investigaciones específicas sobre el tema.

    De hecho, lo que conocemos sobre la lectura (y es más o menos el caso de la redacción) es tan poco que la única postura didáctica ante los niños ha sido la de que ellos aprendan a escribir —en el sentido de redactar— escribiendo, y a leer leyendo. No nos queda de otra. No tenemos conocimientos suficientemente específicos como para orientar mejor nuestro quehacer didáctico. Y es fácil proponer eso y defenderlo teóricamente. Pero a la hora de tener a los niños enfrente de uno se siente la carencia de herramientas para trabajar con su redacción o con su lectura. Desde el momento en que no sabemos cómo evoluciona ese conocimiento, nuestras decisiones didácticas son decisiones más o menos intuitivas.

    Nuestro conocimiento de la “psicogénesis de la lengua escrita en el niño” es ínfimo. Importante pero ínfimo como para plantear una didáctica constructivista de lengua escrita en sentido estricto.
 
 

4. Entender al objeto escritura (su estructura y su función)




Las investigaciones psicogenéticas en lengua escrita comenzaron a generar la necesidad de conocer a profundidad el objeto escritura.

    Ferreiro ha insistido mucho en la distinción entre “sistema de representación” y “código de transcripción”. Hoy queda claro que la escritura es un sistema de representación de la lengua y que no puede ser reducido a una técnica o código de transcripción. La comprensión misma de esta idea es fundamental para “trabajar constructivamente” en el aula.

    Por otro lado, en los veinte años anteriores han evolucionado enormemente tres áreas de la lingüística: el análisis lingüístico de la escritura, de la oralidad y la lingüística textual. La evolución de estas áreas ha tenido las máximas repercusiones, complementarias, en la visión del objeto escritura que podemos adoptar al tratar de innovar en educación. Pero, al mismo tiempo, esta complejización del objeto (y en cierto sentido el grado de autonomía que ha adquirido la escritura respecto de la oralidad) nos hace ver lo lejos que estamos de describir “la psicogénesis de la lengua escrita”. La escritura, como objeto de conocimiento, tiene mil facetas, mil ángulos desde los que se la puede observar: su estructura fundamental (el principio alfabético), su ortografía (de muy diversa naturaleza: no es lo mismo la ortografía de palabra que la puntuación, y dentro de la ortografía de palabra no plantea los mismos problemas el estudio de la hache —para el niño y para el investigador que estudia su adquisición— que el estudio del código fonográfico –ga, gue, gui, go, gu; ge, gi).

    Catach (1988) define la escritura como un plurisistema, ya que en su funcionamiento confluyen muchos “microsistemas” o principios de escritura. De la misma manera, deberíamos hablar de “las psicogénesis” de lengua escrita y poder especificar de cuál microsistema estamos hablando.

    ¿Qué sabemos acerca de las estructuras textuales diferenciales del cuento, la crónica periodística, la carta, el recado y la lista?, ¿qué de las características gráficas de esos tipos de textos escritos? Si bien en educación debemos enfrentarlo ya, ¡la investigación psicogenética comienza apenas a abordar el problema! ¿Cómo podemos entonces hablar de una “educación constructivista” en este dominio? En el sentido estricto definido anteriormente sería difícil sostenerlo; sin embargo, en el sentido de una orientación general de inspiración constructivista sería aceptable hacerlo.

    En resumen, hoy no podemos tener una idea ingenua acerca de la escritura como objeto y de su complejidad. No podemos ya quitarle el estatus de objeto de conocimiento y estamos conscientes de su complejoidad y de todo aquello que ignoramos acerca del mismo.
 
 

5. Entender al maestro




A lo largo de algunas experiencias educativas que intentan aplicar los conocimientos de la psicogénesis para replantear el trabajo en el aula, se va tomando conciencia de que no sólo el niño es un sujeto, sino de que también el maestro lo es, por lo que se requiere de un tiempo de asimilación de los nuevos conocimientos derivados de la investigación psicológica y didáctica.

    Principalmente en Latinoamérica se han realizado muchas propuestas educativas tendientes a reformular la didáctica con base en el conocimiento psicogenético: en México (en los grupos integrados de educación especial y en los grupos regulares del proyecto IPALE (Implantación de la Propuesta de Aprendizaje de la Lectoescritura), PRONALES y los manuales del instructor comunitario del CONAFE (Consejo Nacional para el Fomento Educativo), en Brasil, Argentina, Colombia y algunos otros países (véase Ferreiro, 1989) se han desarrollado programas, más o menos limitados.

    Todos los impulsores de estos proyectos parecen estar de acuerdo en que el maestro requiere de un tiempo y plantean diferentes alternativas. Existen al menos dos enfoques respecto de los maestros: o bien tendemos a que logren un dominio suficiente de la teoría como para que por sí mismos sean capaces de manejar constructivamente las actividades didácticas (posición sostenida por Ferreiro, 1989: 20 y ss.), o bien son los cuadros técnicos de las instituciones educativas o de investigación las que diseñan las actividades con la esperanza de que el maestro sea capaz de llevarlas adecuadamente al salón de clases:

... constatamos en todos los proyectos que basta con algunos meses —a veces con pocas semanas— para lograr que niños habituados a una práctica escolar tradicional cambien de actitud y se involucren en una práctica constructiva, mientras que con los profesores no basta con algunas semanas o algunos meses y ni siquiera con un año completo para lograr un cambio similar. Todos los proyectos señalan que el proceso de formación de los profesores es lento y difícil y que el profesor necesita ser acompañado de distintas maneras, hasta que realmente entiende el porqué de sus intervenciones, el porqué de sus proposiciones, hasta que se atreve a crear junto con los niños y a partir de ese momento adopta una práctica autónoma (es capaz de inventar situaciones, recrear situaciones y construir junto con sus alumnos). Obviamente, ese es el maestro que todos deseamos, un maestro que no esté obedeciendo ciegamente órdenes, sino un profesional que sepa por qué toma las decisiones y pueda justificarlas y discutir sobre ellas (Ferreiro, 1989: 20).
Siendo extremas estas posiciones, la realidad es siempre un compromiso: los cuadros técnicos diseñan las actividades, hacen las propuestas y, al mismo tiempo, se intenta dar una formación teórica a los maestros que les permita apropiarse de las actividades propuestas. Hay posiciones intermedias que plantean una “pedagogía de transición” (véase Aranda, 1996) con un mínimo de cambios pero aceptando actividades tradicionales “temporalmente”, con la esperanza de que el maestro se apropie de la visión constructivista y de que reelabore por sí mismo los elementos tradicionales de su práctica. En la práctica se funden todos los criterios y sucede lo más diverso: desde aquellos salones que trabajan de la manera más tradicional, hasta maestros que no sólo aplican sino que mejoran y corrigen las propuestas de los cuadros técnicos.

    Es una realidad que los maestros se forman en la escuela donde laboran, poco importa la preparación adquirida en las escuelas normales o universidades (véanse las afirmaciones de Pontecorvo, en Ferreiro, 1989: 49). Esta situación nos lleva a plantearnos el problema de la dependencia de la aplicación de una propuesta pedagógica teóricamente sustentada respecto de la formación real de los maestros, su aceptación, su entusiasmo y la organización del sistema de capacitación.

    ¿Qué se espera de un “maestro constructivista”? Generalmente que sea perceptivo, que sepa interpretar cuándo sus niños no entienden algo y por qué (es decir, que asuma y reconozca las asimilaciones de sus alumnos); y, además, que sea capaz de generar una actividad o una situación didáctica que tome en cuenta esa detección para que el niño reflexione sobre ella.

    Estas asimilaciones se manifiestan todo el tiempo y en muy diversos contextos en los salones de clase. Por ejemplo, tengo un amigo que tiene una papelería en una zona popular de la ciudad de México; él es muy perceptivo y se divierte cuando escucha a los niños pedir: “me da una radiografía de Cuauhtémoc, por favor”, expresión que muestra que el niño no tiene clara la distinción entre palabras tales como radiografía, fotografía, monografía, biografía, etc. Otro caso es el del niño que solicitó “un planisferio del corazón”, de donde puede suponerse que hace un esfuerzo por clasificar un universo de objetos icónicos complejos: esquema, lámina, mapa, etc. Mencionemos un ejemplo más de la papelería: un niño pide “una estampa de la /resobáca/”. Después de agotar los índices de las estampas de verduras, porque según el niño la /resobáca/ es una verdura, mi amigo le pide su cuaderno: al leer se entera de que la maestra pidió la estampa de una res o de una vaca, res o vaca estaba escrito en el cuaderno.

    Estos son lindos ejemplos que nos muestran la importancia del conocimiento de la ortografía para la lectura y la cantidad de maravillas que suceden a diario en todos los lugares donde hay niños. Obviamente, hay que saber seleccionar, “en línea”, sólo los más importantes para su tratamiento didáctico.

    Otras expectativas sobre la actuación del “maestro constructivista” es que sea organizado y realice un plan de trabajo, flexible, pero plan al fin; que reconozca que la interacción entre los niños es fundamental para el aprendizaje, por lo que deberá organizarlos en equipos de acuerdo con ciertos criterios: equipos de trabajo con niños de niveles diferentes pero próximos (una vez más, en la práctica es difícil ser constructivista en sentido estricto cuando abordamos problemas que van más allá del principio alfabético de escritura). Pedimos que el maestro no busque controlar el aprendizaje de los niños, que no se sienta obligado a hacerlo y que, por lo tanto, diseñe actividades de realización grupal o en equipos asumiendo que no podrá saber cuál es el aporte fundamental de cada niño: “intervenir conociendo los procesos de los niños aumenta las posibilidades de lograr que ellos aprendan algo bastante semejante a lo que pretendemos enseñarles, pero no garantiza el control sobre el aprendizaje” (Lerner, 1996: 111).

    Por otra parte, “para generar progresos en la conceptualización de estos diferentes aspectos del sistema de escritura, habrá que planificar actividades dirigidas a organizar y ‘pasar en limpio’ los conocimientos que se han puesto en juego durante las situaciones de producción...” (: 107).

    Enseñar lo que se ha de construir supone:

 [...] hacerse cargo del proceso de asimilación de los alumnos, es decir, conocer sus conceptualizaciones, entender qué hay detrás de los argumentos que esgrimen en pro o en contra de una decisión [...] es también prever cuáles son las interacciones de los miembros del grupo —del maestro con los niños y de éstos entre sí— que serán posibles a partir de las conceptualizaciones ya elaboradas por los alumnos sobre el objeto de conocimiento; es plantear situaciones que les permitan acercarse a hipótesis más avanzadas es brindar la información necesaria para que estos progresos sean posibles... (: 111).
Desde nuestro punto de vista, tal situación establece un control muy riguroso del aprendizaje. Pedimos que el maestro respete el ritmo de evolución del niño, lo que introduce una serie de aspectos de carácter social e institucional que le crean enormes tensiones: ¿quién pasa de año y quién no?, ¿por qué mi niño no “junta las letras”? Es decir, además de satisfacer las demandas teóricas del “maestro constructivista”, el docente debe tomar decisiones en una organización escolar determinada (la boleta de la SEP no es de inspiración precisamente constructivista, ni podría serlo) y mostrar una eficiencia ante los padres y sus ideas acerca de la educación: “no les deja estudio” o “ya llevan estudio” son expresiones de algunas madres de comunidades rurales que quieren decir que su hijo no lleva o lleva planas para hacer en la casa.

    Podríamos seguir describiendo la imagen (o la representación) que los investigadores tienen acerca del “maestro constructivista” (algo así como el “manual del maestro constructivista” puede ser consultado en el artículo de Lerner del cual estamos abusando), pero hemos comentado suficiente como para dejar claro que ser un maestro constructivista es algo bien complicado.
 
 

6. Entender y considerar a la institución escolar y a la sociedad




El maestro y el niño no interactúan en un espacio abstracto. Interactúan en la escuela, es decir, en una institución que tiene su propia organización y sus propios fines respecto de la sociedad a la que pertenece. Por lo tanto, la institución escolar es el cuarto término de la relación didáctica. Para apreciar qué tan importante es, pensemos simplemente que en México los maestros de primaria no sólo enseñan español: enseñan matemáticas, ciencias, educación cívica, historia, etc. Si ser un buen “maestro constructivista” de español es ya todo un reto, serlo en todas las materias es una exigencia desmesurada. Y esta exigencia deriva de la organización escolar.

    El mismo “derecho” que tendría la “Didáctica de lengua escrita” de “exigir” al maestro un conocimiento suficientemente profundo de la escritura, lo tendría una “Didáctica de la matemática” o una de la enseñanza de las ciencias o de la historia: presuponer que el maestro cuenta con un conocimiento profundo de los saberes por enseñar.

    Tener esos conocimientos de todos esos objetos (digamos: ciencias, matemáticas, lengua e historia) concentrados en una sola persona (el maestro) y movilizarlos de acuerdo con una “didáctica constructivista” requiere, además de muchos años de preparación, un gran esfuerzo cotidiano. Estar alerta tres o cuatro horas diarias para detectar “asimilaciones deformantes”, modificar planes, revisar textos, sugerir correcciones, realizar experimentos y observaciones, editar revistas, periódicos o carteles, plantear buenos problemas aritméticos, organizar equipos de niños todo el tiempo (que deberán ser cambiantes según se trabaje en matemáticas, lengua o historia) etc., nos parece francamente irrealizable.

    La escuela como institución, aquí y ahora, debe realizar, además, otras actividades, como la evaluación, la promoción, etc., que deben coordinarse desde el principio con las propuestas didácticas. De lo contrario, se empiezan a generar tensiones en el sistema didáctico.
 
 

7. Los padres de familia




De la misma manera, los padres de familia son un quinto elemento de la relación didáctica y tienen su visión y una influencia en el “contrato didáctico”. Violar sus expectativas puede obligar a modificar o reajustar ese contrato. Las expectativas educativas de los padres pueden cambiar también.

    Una modificación en cualquiera de los elementos del “contrato didáctico” crea o puede crear tensiones en los otros, lo que conlleva, tarde o temprano, a su modificación. Veamos algunos ejemplos:

Somos una generación que ha vivido una crisis económica permanente. La situación y la política económica sostenida ha creado también un clima de inseguridad, desempleo, violencia, cambios en los patrones de relación de pareja, etc., lo que ha permeado el hogar y la escuela en cierto sentido. Las expectativas, al menos de algunos grupos sociales, han virado hacia la protección (y en muchos casos hacia la sobreprotección) del niño, hacia la evitación del estress, hacia lo lúdico y “el relax” (de ahí el gran éxito profesional actual de los masajistas) más que hacia el esfuerzo, la “presión” del estudio, la responsabilidad, el compromiso, etc. Esas expectativas, presentes al menos en algunos grupos sociales —con diferentes interpretaciones— juegan un papel importante en la percepción del quehacer en la escuela, del maestro, de la institución, etcétera.

    Una postura “constructivista” exige al niño un compromiso muy serio: el de hacerse responsable de su propio aprendizaje. Y es un compromiso tanto más serio por cuanto una postura constructivista necesariamente debe coexistir con una postura democrática y tendiente a la autonomía (se pretende que el alumno sea ex-alumno casi desde el principio, que sepa interactuar, discutir, justificar, etc.). Todo eso requiere responsabilidad y compromiso por parte de él y de todos las personas que intervienen en el proceso educativo.

    Estas son solamente algunas de las tensiones que necesariamente entraña cualquier modificación al sistema didáctico: en tanto sistema, una modificación, en un sólo elemento, implica un reajuste en el sistema completo.
 
 

Conclusiones




Aun bajo el supuesto de que estuviera formulada una propuesta didáctica coherente y completa, queda el problema (mucho mayor) de su implementación. Más que una empresa científica y técnica, la educación sigue siendo una empresa humana, guiada, sólo en algunos momentos y ante algunas circunstancias, por informaciones científicas provenientes de las ciencias de referencia o de posiciones teóricamente fundamentadas. Pero la mayor parte del tiempo la actividad educativa depende de las personas como tales, de su compromiso, de su evolución, de su formación, de su coraje, de sus criterios de exigencia, de sus centraciones particulares. También depende de la organización escolar que permite o impide la realización de un programa educativo cualquiera que genera tensiones.

    Un programa educativo es nada sin las personas que lo realizan. Todo se ve en la práctica, porque de hecho hay muy poca teoría que efectivamente pueda apoyar las decisiones cotidianas en la vida escolar.

    Lo “constructivista” o lo “innovador” de una propuesta, de una escuela o de un sistema educativo, se ve en el hecho, no en el dicho.
 
 
 
 
 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS


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